¿Qué es el cine? (15 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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Este movimiento dialéctico de la puesta en escena se repite por lo demás en el seno mismo de los elementos que parecerían de antemano puramente estilizados. Así los dos apartamentos ocupados por las damas están casi desamueblados, pero su calculada desnudez tiene una justificación. Vendidos los cuadros, quedan los marcos, pero de estos marcos no podríamos dudar como de un detalle realista. La blancura abstracta del nuevo piso no tiene nada en común con la geometría de un expresionismo teatral, porque su blancura se debe a que acaba de ser remozado y todavía hay olor a pintura blanca. ¿Hace falta recordar también el ascensor, el teléfono de la portera o, en cuanto a la banda sonora, el rumor de voces que sigue a la bofetada de Agnès y cuyo texto es absolutamente convencional, pero con una cualidad sonora de la más extraordinaria precisión?

Si evoco
Les Dames du Bois de Boulogne
a propósito de
Le Journal
es porque no resulta inútil señalar la similitud profunda del mecanismo de la adaptación en la que las diferencias evidentes de la puesta en escena y las mayores libertades que Bresson parece haberse tomado con Diderot podrían llevar a la confusión. El estilo del
Journal
denota una búsqueda todavía más sistemática, un rigor casi insostenible; se desarrolla en unas condiciones técnicas completamente diferentes, pero veremos que la empresa sigue siendo la misma. Se trata siempre de llegar a la esencia del relato o del drama, a la más estricta abstracción estética sin recurrir al expresionismo, por un juego alternado de la literatura y del realismo, que renueva los poderes del cine gracias a su aparente negación. La fidelidad de Bresson a su modelo no es en todo caso más que la justificación de una libertad adornada con cadenas; si respeta la letra es porque le sirve mejor que unas inútiles franquezas; es porque ese respeto, en último análisis, más que una molestia exquisita es un momento dialéctico de la creación de un estilo.

Resulta vano, por tanto, reprocharle a Bresson la paradoja de una servidumbre textual que el estilo de su puesta en escena vendría por otra parte a desmentir, puesto que es precisamente de esta contradicción de donde Bresson consigue sus efectos. «Su film —escribe, por ejemplo, Henri Agel— es en último término una cosa tan inimaginable como la transcripción de una página de Víctor Hugo en el estilo de Nerval.» Pero, ¿no podría soñarse, por el contrario, con las consecuencias poéticas de esta cópula singular, con los insólitos destellos de esta traducción no sólo en una lengua diferente (como la de Edgar A. Poe por Mallarmé), sino de un estilo y una materia en el estilo de otro artista y en la materia de otro arte?

Veamos por lo demás desde más cerca lo que en
Le journal d'un curé de campagne
puede parecer imperfectamente conseguido. Sin querer alabar
a priori
a Bresson por todas las debilidades de su film, porque las hay (aunque muy raras) que se vuelven contra él, es bien cierto que ninguna de ellas es ajena a su estilo. Estas debilidades no son más que las torpezas a las que puede conducir un supremo refinamiento, y si alguna vez Bresson llega a felicitarse es porque con todo derecho descubre en ello la prueba de un logro más profundo.

Así sucede con la interpretación, que es considerada mala en general, excepción de Laydu y parcialmente de Nicole Ladmiral, aunque los admiradores del film están de acuerdo en que se trata de un fallo menor. Queda todavía por explicar cómo Bresson, que dirigía perfectamente sus actores en
Les Anges du Peché
y
Les Dames du Bois de Boulogne
, parece a veces aquí tan torpe como un debutante en 16 mm que se ha hecho financiar por su tía y el notario de la familia. ¿Puede creerse que es más fácil dirigir a María Casares en contra de su temperamento que a unos dóciles aficionados? Es cierto, en efecto, que algunas escenas están mal interpretadas. Y, cosa notable, no son las menos sobrecogedoras. Pero es que este film escapa completamente a las categorías de la interpretación. Que nadie se llame a engaño por el hecho de que los intérpretes sean casi todos aficionados o principiantes. El
Journal
no está menos lejos de
Ladrón de bicicletas
que de
Entrée des Artistas
. (El único film que puede emparentársele es
La pasión de Juana de Arco
, de Carl Dreyer.) No se les ha pedido a los intérpretes que reciten un texto —que su calidad literaria hace por lo demás irrepresentable—; tampoco que lo vivan; tan sólo que lo digan. Por eso el texto leído en
off
del
Journal
encadena tan fácilmente con el que realmente pronuncian los protagonistas: no existe ninguna diferencia esencial de estilo ni de tono. Esta postura previa se opone no sólo a la expresión dramática del actor, sino también a toda expresividad psicológica. Lo que se nos pide que leamos sobre sus rostros no es el reflejo momentáneo de lo que dicen, sino una permanencia del ser, la máscara de un destino espiritual. De aquí que este film «mal interpretado» nos deja, sin embargo, el sentimiento de la necesidad imperiosa de unos rostros. La imagen más característica en este sentido es la de Chantal en el confesonario. Vestida de negro, oculta en la penumbra, Nicole Ladmiral no deja aparecer más que una máscara gris, que vacila entre la noche y la luz, imprecisa como un sello sobre la cera. Como Dreyer, Bresson tiende a recrearse en las cualidades más carnales del rostro que, en la medida en la que él mismo no actúa, es la huella privilegiada del ser, el trazo más legible del alma; nada en el rostro escapa a la dignidad del signo. No es a una psicología, sino a una fisiognomía existencial a lo que nos invita. De ahí el hieratismo de la interpretación, la lentitud y la ambigüedad de los gestos, la repetición obstinada de los comportamientos, la impresión de un ralentí onírico que se graba en la memoria. Nada pasajero puede suceder a estos personajes, hundidos como están en su ser, esencialmente ocupados en perseverar contra la gracia, o de arrancar con su fuego la túnica de Nesuss del hombre viejo. No evolucionan: los conflictos interiores, las fases del combate con el Angel no se traducen con claridad en su apariencia. Lo que vemos habla más bien de una concentración dolorosa, de los espasmos incoherentes del parto o de la muda de un animal. Si Bresson despoja a sus personajes lo hace en un sentido estricto.

Opuesto al análisis psicológico, el film resulta, como consecuencia, no menos ajeno a las categorías dramáticas. Los acontecimientos no se organizan según una mecánica de las pasiones cuya realización satisfaría al espíritu: su sucesión es una necesidad en lo accidental, un encadenamiento de los actos libres y de coincidencias. A cada instante, como a cada plano, le basta su destino y su libertad. Tienen sin duda una orientación, pero se colocan separadamente sobre el espectro del imán como el polvo de las limaduras. Si la palabra tragedia acude aquí a la pluma es por un contrasentido, porque no podría ser más que una tragedia del libre albedrío. La trascendencia del universo de Bernanos-Bresson no es la del
fatum
antiguo, como tampoco de la pasión raciniana; es la de la Gracia que cada uno puede rechazar. Si a pesar de todo la coherencia de los acontecimientos y la eficacia causal de los seres no resulta menos rigurosa que en una dramaturgia tradicional, es porque responden a un orden, el de la profecía (habría quizá que hablar de la repetición kierkegaardiana), tan diferente de la fatalidad como la causalidad de la analogía.

La verdadera estructura según la cual se desarrolla el film no es la de la tragedia, sino la de el «Juego de la Pasión» o, mejor todavía, la del Camino de la Cruz. Cada secuencia es una estación. La clave nos la da el diálogo en la cabaña entre los dos sacerdotes cuando el cura de Ambricourt descubre su preferencia espiritual por el monte de los Olivos. «Ya es bastante que Nuestro Señor me haya hecho la gracia de revelarme hoy por la voz de mi viejo maestro que nada me arrancará del puesto escogido por mí desde toda la eternidad; que soy un prisionero de la Santa Agonía.» La muerte no es el destino fatal de la agonía, sino su término y la liberación. Sabemos ya a qué soberano ordenamiento, a qué ritmo espiritual responden los sufrimientos y los actos del cura. Representan su agonía. Quizá no sea inútil señalar las analogías cristológicas que abundan al final de la película, porque tienen razones para pasar inadvertidas. Así los dos desvanecimientos en la noche: la caída en el barro; los vómitos de vino y de sangre (donde se encuentran, en síntesis, metáforas estremecedoras acerca de las caídas de Jesús, de la sangre de la Pasión, de la esponja con el vinagre y de las manchas de los salivazos). Más aún: velo de la Verónica, la antorcha de Seráphita; incluso la muerte en la buhardilla, Gólgota ridículo en el que no faltan el buen y el mal ladrón. Olvidemos inmediatamente estas semejanzas cuya formulación supone necesariamente una traición. Su valor estético procede de su valor teológico, y uno y otro se oponen a la explicitación. Bresson, como Bernanos, ha evitado la alusión simbólica; ninguna de las situaciones, cuya referencia evangélica es sin embargo indudable, está allí por su parecido; poseen su propia significación, biográfica y contingente; su semejanza cristológica es tan sólo secundaria, por proyección en el plano superior de la analogía. La vida del cura de Ambricourt no imita de ninguna manera a la de su modelo, sino que la repite y la representa. Cada uno lleva su cruz y cada cruz es diferente, pero todas son la de la Pasión. Sobre la frente del cura el sudor de la fiebre se hace sangre.

Así, por vez primera, sin duda, el cine nos ofrece no solamente un film en el que los únicos verdaderos acontecimientos, los únicos movimientos sensibles son los de la vida interior, sino, más aún, una nueva dramaturgia, específicamente religiosa, mejor, teológica: una fenomenología de la salvación y de la gracia.

Señalemos además que en esta empresa de reducir la psicología y el drama, Bresson se enfrenta dialécticamente con dos tipos de realidad pura. Por una parte, ya lo hemos visto, el rostro del intérprete, desembarazado de todo simbolismo expresivo, reducido a la epidermis, rodeado de una naturaleza sin artificio; de la otra, eso que habría que llamar la «realidad escrita». Porque la fidelidad de Bresson al texto de Bernanos, no sólo al negarse a adaptarlo, sino más aún, su preocupación paradójica por subrayar su carácter literario, es en el fondo la misma determinación previa que rige los seres y el decorado. Bresson trata a la novela como a sus personajes. Es un hecho en bruto, una realidad dada que no hay que intentar adaptar a la situación, ni modificarla de acuerdo con tal o cual exigencia momentánea del contenido; por el contrario, hay que confirmarla en su ser. Bresson suprime, pero no condensa jamás, porque lo que queda de un texto cortado es todavía un fragmento original: como el bloque de mármol procede de la cantera, las palabras pronunciadas en el film continúan siendo de la novela. Sin duda, su tono literario voluntariamente subrayado puede ser considerado como un intento de estilización artística, lo contrario mismo del realismo, pero es que la «realidad» no es aquí el contenido moral o intelectual del texto, sino el mismo texto o, más exactamente, su estilo. Se comprende que esta realidad de la obra previa —realidad en segundo grado— y la que la cámara capta directamente no pueden encajarse una en otra, no pueden prolongarse ni confundirse; su aproximación acusa, por el contrario, lo heterogéneo de sus esencias. Cada una actúa en su región paralela, con sus medios, con su estilo y su material propios. Pero es sin duda gracias a esta disociación de elementos que la verosimilitud quería confundir cómo Bresson llega a eliminar por completo lo accidental. La discordancia ontológica entre dos órdenes de hechos concurrentes, confrontados sobre la pantalla, pone en evidencia su única medida común que es el alma. Cada una dice la misma cosa y la misma disparidad de su expresión, de su materia, de su estilo, la especie de indiferencia que rige las relaciones entre el intérprete y el texto, la palabra y los rostros, es la más segura garantía de su complicidad profunda: ese lenguaje que no puede ser el de los labios tiene que ser el del alma necesariamente.

No hay, sin duda, en todo el cine francés (¿habría que decir en toda la literatura?) muchos momentos de una belleza más intensa que la escena del medallón entre el cura y la condesa. Su encanto, sin embargo, no debe nada a la actuación de los intérpretes ni al valor dramático o psicológico de las réplicas; ni siquiera a su significación intrínseca. El diálogo auténtico capaz de expresar esta lucha entre el sacerdote inspirado y la desesperación de un alma es por esencia indecible. De su esgrima espiritual se nos escapan los asaltos decisivos: las palabras acusan o preparan el toque encendido de la gracia. Nada hay aquí, por tanto, de una retórica de la conversión; si el rigor irresistible del diálogo, su tensión creciente y después su apaciguamiento final nos dejan la certeza de haber sido los testigos privilegiados de un huracán sobrenatural, las palabras pronunciadas no son, sin embargo, más que los tiempos muertos, el eco del silencio que es el verdadero diálogo de estas dos almas, la alusión a su secreto: el anverso —si se puede decir— de la Faz de Dios. Si el cura se niega más tarde a justificarse exhibiendo la carta de la condesa no es solamente por humildad y amor al sacrificio, sino más bien porque los signos sensibles son tan indignos de influir a su favor como en su contra. El testimonio de la condesa no es en esencia menos recusable que el de Chantal y ni uno ni otro tienen el derecho de invocar el de Dios.

La técnica de la puesta en escena de Bresson sólo puede juzgarse al nivel de su propósito estético. Por mal que nos hayamos dado cuenta, ahora podemos, sin embargo, comprender mejor la más extraña paradoja del film. El mérito de haber osado por vez primera enfrentar el texto con la imagen pertenece ciertamente a Melville con su
Le silence de la mer
. Es notable que el motivo fue también allí la voluntad de fidelidad literaria. Pero la estructura del libro de Vercors era en sí misma excepcional. Con el
Journal
, Bresson, no sólo confirma que la experiencia de Melville estaba bien fundada, sino que la lleva a sus últimas consecuencias.

¿Hace falta decir que el
Journal
es un film mudo con subtítulos hablados? La palabra, lo hemos visto, no se inserta en la imagen como un componente realista; aunque sea pronunciada realmente por un personaje, lo es casi a la manera de un recitativo de ópera. A primera vista, el film está en cierta manera constituido de un lado por el texto (reducido) de la novela, ilustrado por el otro con unas imágenes que nunca pretenden reemplazarlo. No todo lo que se dice es mostrado, pero nada de lo que es mostrado queda dispensado de ser dicho. En último extremo, el buen sentido crítico puede reprochar a Bresson el sustituir pura y simplemente la novela de Bernanos por un montaje radiofónico y una ilustración muda. Actualmente tenemos que partir de este supuesto fracaso del arte cinematográfico para comprender bien la originalidad y la audacia de Bresson.

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