Presagio (39 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Presagio
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La primera parte del trabajo estaba hecha. Agustín había recorrido el exterior del ranchito rociando con su hisopo las paredes y especialmente las ventanas con agua bendita. Y, antes, con una escalera de mano había hecho lo mismo con la chimenea y con la parte del techo a la que pudo llegar. Acto seguido montó un improvisado puesto de guardia. Una silla para él y otra para su arsenal: un relicario que contenía las Santas Formas consagradas, un recipiente para el agua bendita, su hisopo y un sencillo crucifijo de madera. Aquello, su fe, y el rosario que guardaba en el bolsillo debían de bastar para cumplir su cometido. En una tercera silla descansaban su tabaco y el encendedor.

Agustín puso la botella de tequila a sus pies y se dijo que defendería aquella puerta, aun con su vida, si el gran cornudo aparecía.

—¿No le habrás echado ninguna de tus cosas al tequila, verdad? —inquirió el cura al asaltarle una sospecha.

—No, padrecito. Yo no le haría eso a usted. —Agustín creyó ver en la oscuridad, o quizá escuchó en la voz del viejo, aquella sonrisa rastrera que tanto odiaba.

—¿Seguro? —Sabía que aunque Anselmo se lo jurara, él no se libraría del temor de que el brujo le hiciera alguna de sus tretas.

—Puede usted tomarlo tranquilo. También le he traído una manta. La noche va a ser desapacible.

—Bien, gracias.

—Buena suerte. Que le vaya bien, padre. Nos vemos en la mañana.

—Que el Señor te guíe. Vigila lo que haces.

Cuando Anselmo cerró la puerta, la luz de las velas del interior desapareció por completo y Agustín se enfrentó a la oscura espera.

La estancia estaba profusamente iluminada. Las velas ardían en las repisas de las paredes en compañía de estatuillas y estampas de santos. San Sebastián asaeteado, san Pancracio bendiciendo, san Cristóbal con el niño a cuestas, la Virgen de Guadalupe, el Santo Niño de Atocha. Pero también estaban allí los pequeños muñecos hechos de palo de hierro y decorados con plumas, los «cuñados».

Cuatro velas gruesas quemaban en la mesa del centro de la sala, formando un cuadrado. Unos metros más allá, en una mesita, la vela de Lucía, erguida, estilizada, superaba a las demás en altura. Ayudándose de una larga astilla, Anselmo tomó lumbre de la vela dedicada a Lucía para encender el contenido de una gran concha marina cuyo fondo estaba cubierto con arena. Soplando logró encender la mezcla de romero, chamizo blanco, tabaco coyote y cortezas de arbustos. Al poco rato, un humo aromático se alzaba vertical, como las llamas de las velas. El viejo se arrodilló frente a las imágenes rezando un padrenuestro en español y luego, al levantarse, tomó la concha humeante y, usándola cual pebetero, aventó el humo hacia los cuatro puntos cardinales, oeste, sur, este y norte, canturreando una canción de protección en su antigua lengua pai-pai. Después se acercó a los ventanucos, que ya estaban firmemente cerrados y sopló el humo protector hacia ellos. Hizo lo mismo con la puerta y, al final, puso la concha bajo el agujero de la chimenea.

Acto seguido, cogió uno de los velones que quemaban encima de la mesa, lo acercó a la pared correspondiente a su punto cardinal, y, con un rápido movimiento, lanzó la cera líquida sobre la ventana cerrada, y de inmediato, con las manos, la extendió mientras estaba caliente para cubrir el máximo espacio posible. Repitió la operación, sin dejar de canturrear, con cada uno de los velones restantes sobre su pared correspondiente tratando de esparcir más cera en la puerta. La salida de humos de la chimenea fue taponada con unos trapos, sobre los que simbólicamente aplicó más cera, que hizo gotear de cada uno de los velones en un plato.

Finalmente, la habitación quedó sellada, protegida contra el enemigo: podía dar comienzo la ceremonia.

Agustín se movió incómodo en la silla. Llevaba unas dos horas sentado, rezando y rezando, y no había ocurrido nada. Bueno, algo sí. Habían llegado más de aquellos nubarrones siniestros que se desplazaban ahora con más rapidez por el cielo. Lo podía notar por la aparición de pequeños claros que se iban veloces. Entonces veía, fugazmente, alguna que otra estrella.

A pesar de llevar puesta la casulla, empezaba a tener frío. Pensó en usar la manta que Anselmo le había proporcionado y que él puso en el respaldo de su silla, pero se dijo que sería poco digno colocarla encima de la casulla. Tanteó en la oscuridad la silla de su derecha, ya que aun con los ojos acostumbrados a la oscuridad le era imposible distinguir los contornos. Sí, allí encontró el relicario de plata y el hisopo. La cruz la había mantenido todo el tiempo en sus manos, excepto cuando tuvo que encender cigarrillos. Se incorporó y dio tres pasos hacia adelante. Estirar las piernas le hacía bien, pero allí, lejos de sus armas, se sintió desprotegido y un temor funesto se apoderó de él. La negritud de la noche y el viento que crecía con un fragor maligno lo hicieron estremecerse en una tiritera mezcla de frío y miedo. Desanduvo los tres pasos con cautela; no quería derribar las sillas a la vuelta y perder en la oscuridad alguna de sus sagradas pertenencias. Las tinieblas lo amenazaban. Se sentó y con mano temblorosa se puso a buscar la botella de tequila. Por suerte todavía estaba allí, en el suelo. Tomó un trago largo. Era tan fuerte como esperaba que fuera, sabía bien, pero aun así era raro. ¿Qué le había puesto Anselmo al tequila?

El cirio de Lucía, alto y esbelto, continuaba quemando en la mesita lateral y el viejo le puso una estampa de la Virgen de Guadalupe y un pequeño crucifijo como protección. Reavivó el fuego en su pebetero y entre cánticos y rezos fue repartiendo el humo de la concha marina a uno y otro lado de la sala.

El muñeco de raíz descansaba ahora tendido en el centro de la mesa, entre los cuatro velones, con la vela de Rich Reynolds, muy corta y marcada con tres erres en rojo, unos centímetros por encima de su cabeza.

Anselmo cogió una maceta que contenía tierra blanda hasta el borde, quitó parte de ésta para colocarla en un plato y en el hueco obtenido puso el muñeco. Éste quedaba enterrado de cintura para abajo, aunque erguido, y el viejo se aseguró que el fetiche mantuviera la verticalidad apretando la tierra sobrante en su base. A continuación roció la cabeza del muñeco con cera de la vela de Rich Reynolds y colocó ésta en equilibrio, de forma que se sostuviera encima de aquella criatura que él había construido.

Arrodillado, rezó sosteniendo ahora un afilado machete entre ambas manos. El murmullo de truenos lejanos llegaba desde el exterior; se avecinaba tormenta.

Extrajo un bulto cubierto por un gran paño de debajo de la mesa y, tirando de éste, descubrió una jaula con un gallo negro que, sobresaltado al ver la luz, cloqueaba suavemente e iba sacando la cabeza por entre los barrotes con movimientos bruscos. El viejo abrió la puerta y rápidamente, para evitar que el animal escapara, lo sujetó con fuerza, agarrándolo con una mano por las alas en su unión con el cuerpo. Con la derecha asió el machete, y a pesar de los esfuerzos y pataleos del animal, agachó el cuerpo del ave hasta hacerlo tocar el suelo con la cabeza. De un solo tajo decapitó al gallo y sujetando el cuerpo, que se contorsionaba, pataleando ahora con fuerza aún mayor, empezó a rociar al muñeco con la sangre que brotaba del cuello cercenado.

«Yo te bautizo, Richard R. Reynolds», dijo en lengua cucapá.

Cuando la sangre se detuvo, el fetiche estaba empapado, la tierra de la maceta mojada y la corta vela, aunque manchada en su base, continuaba ardiendo con llama vertical y alargada. Al final puso dos platillos frente al muñeco como ofrenda. Uno con maíz y el otro con la cabeza del gallo.

Fuera, el viento rugía y las paredes del ranchito parecían a punto de ceder; la tormenta estaba rompiendo en toda su intensidad.

Anselmo se arrodilló y empezó a murmurar una y otra vez en cucapá: «Toma vida, coge vida».

Parecía que, en cualquier momento, un huracán pudiera arrancar la casa de sus cimientos.

«Ya llega, ahora es cuando quiere entrar», se dijo. Pero al instante volvió a su cantinela: «Toma vida, coge vida».

Haría media hora que habían cruzado la frontera por San Ysidro y la radio del coche aún sintonizaba una emisora de San Diego que emitía música de rock suave. Cuando salieron de Los Ángeles el cielo estaba despejado, pero al acercarse a México empezó a cubrirse. Ahora podían ver los relámpagos iluminando el horizonte al sur y el viento sacudiendo la vegetación a los bordes de la carretera; algunas gotas chocaban contra el parabrisas. El silencio se había asentado entre ambos y Lucía estaba acurrucada en el asiento del lujoso coche de Rich como en posición de dormir. Pero no podía. Estaba demasiado tensa y no dejaba de pensar en su abuelo. Lo había dejado muy solo al seguir los consejos de don Agustín y de su madre de irse a Los Ángeles. Debería haber regresado para verlo y no lo hizo. Y luego surgió esa pasión loca por Rich y la distancia aumentó, no sólo con el abuelo, sino también con su madre y con el cura. Había desobedecido. Y había contrariado al viejo convirtiendo lo que él le había enseñado como algo puro, místico y espiritual, en moneda de cambio para triunfar en aquel país nuevo. Primero con Muriel y luego con Rich. ¡Pero es que se sentía tan sola!

Empezó por ayudar. Apreciaba a Muriel y al verla aquella tarde angustiada por la suerte de su padre quiso aliviarla. Y le dijo dónde encontrarlo.

De pronto pasó a ser más querida, respetada, admirada. Era muy agradable. Y Muriel se hizo amiga suya. Y así fue cómo empezó a ayudarla en asuntos relacionados con su trabajo y a vigilar a Rich. Prácticamente no salía de casa, no conocía a otros hombres y poco a poco, de forma estúpida, fue enamorándose de él.

Luego, al traicionar a su amiga, convirtiéndose en la amante de Rich, había comprometido, más aún, su integridad e inició una nueva vida que la alejaba, día a día, de lo que don Agustín y su abuelo, por distintos caminos, le habían enseñado.

Vivía en concubinato con un hombre casado, usaba su don para asuntos que no siempre terminaba de entender, y temía que fueran ilícitos, criminales quizá.

Ese hombre rollizo y carirrojo, el que había sido asesinado. ¿Tendría razón Muriel? ¿Estaría relacionado Rich con el crimen? ¿Cómo salir de aquello? ¡Amaba tanto a ese hombre!

Unos minutos antes, en el coche, le dijo que cuando él pudiera divorciarse de Sharon se casarían. ¿Sería verdad que la convertiría en su esposa?

Quería creerlo, pero una voz interior le advertía que eso no se cumpliría; algo iba a salir mal.

Mientras el coche avanzaba veloz, la noche se hacía más oscura y los rayos, cruzando el horizonte sur, proyectaban un fulgor siniestro.

Agustín se despertó con un sobresalto. ¿Dónde se encontraba? Estaba sentado, pero ¿dónde? La oscuridad era casi completa y tiritaba de frío. El viento rugía y notaba cómo levantaba su casulla. Aun esforzándose, no conseguía distinguir su entorno. Sentía un temor profundo, indefinido, que le presionaba la tripa.

Sí, recordaba... se habría quedado dormido durante la guardia. ¿Pero cómo pudo dormirse? Sería el tequila; notaba un gusto amargo en la boca. Quizá hubiera bebido demasiado, pero aquel frío, aquel aire, el entorno siniestro...

De un salto se puso en pie, mirando con recelo la oscuridad de su alrededor. Sí, claro que recordaba perfectamente por qué estaba allí. Debía proteger la puerta contra el diablo. De pronto sintió miedo. Pánico. Deseaba salir de allí, marcharse corriendo. Contención, debía contenerse. Tanteó la oscuridad, a su espalda, y al notar la madera de la puerta se sintió aliviado. Pudo ver un leve resquicio de luz que se filtraba bajo la entrada. Anselmo estaba allí dentro; su espalda estaba cubierta. Si de verdad se le aparecía el inmundo ser, el diablo, tendría que venir de frente. Buscó a su derecha, palpando. El hisopo del agua bendita y el relicario con la Sagrada Forma aún estaban allí, sobre la silla. Iba calmándose poco a poco. El viento. Aumentaba su rugido y su fuerza. Hacía más frío y, tanteando el respaldo de la silla encontró la manta. Se la pondría. Quizá su aspecto no fuera muy gallardo pero, al fin y al cabo, ¿quién lo iba a ver?

Mucho frío; a pesar de la manta continuaba teniendo mucho frío. De nuevo encontró lo que buscaba; la botella de licor. Dio un trago. Sentía su mente espesa y el frío no terminaba de aclarar los pensamientos. ¿Abría puesto Anselmo algo en el tequila?

De repente sintió un golpe de aire más fuerte y un sobresalto. ¡El crucifijo! ¿Dónde estaba el crucifijo? Lo tenía antes de quedarse dormido pero ahora no. Trató de calmarse. Se inclinó palpando el suelo y al notar el contorno familiar de la madera de la cruz se sintió reconfortado. ¿Por qué narices había aceptado ese maldito encargo de esperar al diablo? La noche rugía con el viento y notaba movimientos espeluznantes en la profunda oscuridad. Tenía miedo y lamentaba encontrase allí.

No obstante, después de todo, pensó tratando de calmarse, ¿qué sentido habría tenido su vida si se hubiera acobardado cuando Anselmo se lo pidió? Ninguno. ¿Qué dignidad habría sentido al huir? Ninguna.

Sí, aquél era su lugar. Haciendo guardia en una noche en la que no podía ver nada, tan oscura, tan negra como un pecado mortal.

Eso era lo que lo asustaba; la ceguera y el sentimiento de que el aire que lo azotaba eran unos dedos inmundos que le palpaban la cara y el cuerpo. Aquel pensamiento sí lo intimidaba. Quiso encender un cigarrillo, pero el viento apagaba el fuego incluso cuando se cubría la cabeza con la manta.

Deseó llamar a la puerta para que Anselmo lo dejara esperar dentro. Pero ¿y confesar que estaba muerto de miedo? No, jamás haría eso. Antes perecería de frío o de un ataque al corazón de puro terror. Se consoló de aquel triste pensamiento con otro trago de tequila.

El aire intensificaba su gruñido y lanzaba contra su cara lo que parecía arena y también algo de agua. Sí, iba a llover.

Sacó el rosario del bolsillo de su sotana, puso con cuidado el crucifijo en su regazo y empezó a rezar: «Padre, Señor, ayudadme en este trance».

Pero el viento y el agua arreciaban. Y de pronto, el cielo y el horizonte se abrieron en un relámpago tan intimidante como inesperado. Cruzó en zigzag detrás de la colina e iluminó la desolada noche como en blanco y negro. Los árboles, el campo, el camino, todo parecía irreal, como salido de un sueño. Las ramas de los pinos se agitaban con violencia, soltando sus hojas en forma de agujas, los matojos secos rodaban en su dirección, como si quisieran golpearlo, y unas nubes negras galopaban en el cielo.

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