Premio UPC 2000 (38 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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—¿Y para qué quieres un radar así?

—Para detectar algo en concreto. Algo que no puede ser traspasado. Algo invulnerable. —Yo.

—Un aparato peligroso. Pero no tanto como pudo ser. La maldita cosa es un generador de ondas inocuas al ser humano, pero cuando todas ellas rebotan con algo opaco dentro de su rango de detección, se encienden las unidades peligrosas, como este generador de rayos equis.

—No entiendo.

—Es un aparato de detección continua. Sus baterías se agotaron hace bastantes años, pero basta con cambiarlas para que funcione. En cuanto te acercas, en cuanto tu cuerpo invulnerable hace rebotar la totalidad de las ondas que te manda, activa un disparador. ¿Los químicos? Reaccionarán violentamente si perciben una determinada cantidad de kilocalorías en ellos. Una cantidad muy específica. Desprenden humo tóxico, pero no importa. Tanto el detector como los químicos son disparadores. ¿Entiendes? Por el momento lo único que activan es un insulto, pero su diseño es tal que pueden conectarse a otras cosas. Seguramente a simples explosivos. —¿Y eso qué quiere decir?

—Que eres la mecha de una bomba. Debes cuidar dónde colocas la mirada, amigo mío. Debes cuidar dónde estás. La gente que se encuentre a tu alrededor… bien, podría no haberla después.

—Alguien me dice que es mejor que no lo vigile.

—Alguien
se jacta.
Estos juguetes son caros e innecesarios. Quieren alejarte, te hacen saber que tu presencia es peligrosa. Pero no lo hacen para esconderse, basta una simple pátina de plomo para ocultarse de ti. Yo lo sé. Todos los que se acuerdan aún de tu melodramática aparición en Rotwang. No fuiste muy listo al decir cuáles eran tus poderes y debilidades a la prensa.

—Esa reportera en particular era muy persuasiva.

—Y tú deseabas impresionarla, ¿no?

—Para empezar.

—Sucedió hace mucho.

Hizo una pausa deliberada. Lo miré. El estaba esperando que hiciera una deducción. Le gusta ver que me toma tanto trabajo. —Bastante tiempo —azuzó. Entonces comprendí. —Unos diez años.

—Exacto. Esa placa estaba lista cuando volabas vestido de azul entre edificios. —Era joven.

—Farragut también. Un adolescente, tal vez. La edad de las obsesiones y los odios.

—Algunos empiezan más jóvenes. Sonrió. Está
orgulloso
de su obsesión.

—Lo que en verdad me preocupan son los químicos… ésa es otra historia. Cualquier cosa opaca podría disparar la alarma de la placa; un objeto superdenso, alguna aleación de metales. Sin embargo, el mensaje de fuego es bastante sofisticado. La variación de calor no lo enciende. Si la casa se hubiera quemado por una razón u otra, no habría sucedido nada. ¿Ves que las palabras están formadas por minúsculas líneas paralelas? Cualquier tipo de temperatura ambiental las tocaría al mismo tiempo. No reaccionan simultáneamente, sino que cada una es catalizadora de la otra. Si se encienden lo hacen desfasadas. Una antes de la otra.

—No entiendo.

—¿Qué haces cuando proyectas tu vista calorífica? —Me concentro.

—No. Aparece un rayo visible de luz. Una delgada línea de calor. —Bueno, puedo ensancharla. —¿Se dispersa? —No.

—Una luz coherente.

—Un rayo láser. Sí. Algo así.

—Una línea de calor, repito, que debes arrastrar sobre su objetivo.

¿no es así?

—Generalmente apunto antes.

—Si tocas una línea antes de la otra enciendes el reactivo, la señal específica para que ardan. Esas palabras de fuego están diseñadas para que tú las prendas. O un rayo láser tan específico como lo es tu vista. ¿Sabes lo que significa que estén combinadas para encenderse en un estrecho parámetro de kilocalorías, el cuidadoso ancho entre cada línea paralela?

—No.

—¿Para qué te metiste de detective? —Para que me des consejos.

—Significa que alguien conoce cuidadosamente tus poderes. Que alguien ha hecho mediciones científicas de ellos. ¿Cómo descubriste las palabras sin encenderlas?

—Huelen.

—¿Perdón?

—Huelen a químicos: una sensación como de… —No me la cuentes. Tus sentidos son muy diferentes a los míos. Empezó a mover sus tubos de ensayo, teclear en la computadora, usar el espectrógrafo.

—¿Olían así? —dijo, abriendo un frasco.

—No. Eso no huele.

—¿Y así? —destapó un matraz.

—No.

—¿Qué tal esto?

—Eso. Ése es el olor exacto.

—El único elemento no útil de las cargas. Lo pusieron a propósito: querían que los descubrieras. La placa es vieja, pero los químicos son bastante recientes. No hace más de tres meses que fueron colocados ahí.

—Al parecer Farragut es de ideas fijas.

—Si es que Farragut los puso ahí. Pudo ser Eugene Larken, o la falsa Bryson. O ninguno de ellos.

—¿Señor? —el mayordomo se acercó con la capa de Damon— sus compromisos de esta noche.

A través de un ventanal podía verse una señal en el cielo.

Damon miró su reloj, sorprendido. Salió de prisa, no sin antes decirme:

—Espérame —miró a su mayordomo— entreténlo, que no se vaya a ir.

—No se preocupe, señor. —Debo marcharme…

Pero ambos le hablábamos al aire. Damon se había ido.

VIII

—Como un niño, ¿no cree usted? —dijo el mayordomo. —Hummm.

—Sí. Pero no cualquier niño, sino como el que sale para arrancarle alas a los insectos.

El mayordomo se sentó a mi lado, relajándose. Casi fue posible ver cómo se despojaba de su aspecto solemne. Lucía, simplemente, cansado.

—Tal vez se pregunte por qué no pidió que lo acompañara.

No esperaba una respuesta. Su tono decía que era una simple afirmación retórica.

—Usted es inmune a las balas, no pueden herirlo. Y sin embargo prefirió dejarlo aquí, a cargo de un sirviente que no tiene con quién hablar. No le pidió que lo acompañara porque el señor Damon considera que la ciudad sólo le pertenece a
él.
Es su coto de caza, Su bosque privado. Su campo de juegos.
Su
ciudad. Por ello es la señal en el cielo. Un símbolo de que le pertenece.

Sonrió.

—Marca registrada. ¿Gusta un cigarro? —No.

Se recargó en el asiento, mientras sacaba un puro.

—Usted me agrada. Escucha educadamente. No sabe adonde pretendo llegar, o por qué le digo esto, y ni siquiera sabe si le interesa, pero aun así no me interrumpe. Su madre lo educó bien. Al señor Damon nadie le enseñó a escuchar. Aunque, claro, lo intenté. Pasó demasiado tiempo con sus padres.

—¿Demasiado tiempo? ¿No los mataron cuando Damon sólo tenía ocho años?

—Pero ocho años son suficientes. ¿Sabe por qué los mataron? —Salían de un cine…

—Por orgullosos. Salieron del cine y se echaron a caminar por calles oscuras seguros de que a
ellos
nada podría pasarles. Se creían libres de culpa. No hay fortuna inocente, señor. Y ellos, con sus ropas caras, con sus joyas a la vista, eran culpables en una ciudad de desesperados. Salieron de la luz, seguros de que la luz los acompañaría siempre. Y sólo se encontraron con los disparos.

Miró a su alrededor. La casa se convirtió durante un instante en el eco de esa violencia. Cada sombra del lugar.

—¿Sabe que se resistieron al asalto? ¿Cuánto podrían haber perdido en esos momentos? ¿Qué valor tiene una cartera a cambio de la vida de una esposa y un hijo? Pero el padre de Damon se resistió. ¿Por qué no? Esos ladrones estaban ofendiendo su
dignidad.
No podían tocarlo. ¡Era él! Inmune a la Realidad. Pero la realidad se impuso. Miró su cigarro. El humo que dejaba escapar poco a poco.

—Damon odia esos momentos y cree que los odia porque murieron sus padres. No puedo negarle su dolor. Pero tampoco puedo comprender su odio. Sale a la noche para alimentarlo, para que nunca muera. Vive de su odio. Y éste no es por los padres muertos. De ser así habría buscado formas lógicas de encararlo. Usted lo escuchó: piensa ordenadamente, puede comprender la coherencia oculta de los hechos. ¿Para qué organizar una cacería de criminales tan inadecuada como la que él emprende? No es lógico. Es sólo un hombre. Mire a su alrededor: hay la tecnología suficiente para armar una policía secreta, un escuadrón de vengadores. Si de veras deseara la justicia, tiene el dinero suficiente para lograrla. Podría comprar cabezas en el departamento de policía. Corromperlo aún más para que fuera justo. ¿Se imagina alguien vendiendo honradez, recibiendo sobres con un impresionante sueldo secreto para que la justicia sea verdadera? Pero no lo hace. Y no lo hace porque su
dignidad
fue golpeada. Alguien, con un arma, se atrevió a decirle a sus padres, al hijo, que no importaban, que ante un arma no sirve de nada la posición, los colegios caros, la brillantez en los negocios, la cuidadosa estirpe de ganadores de la cual proviene. Su
orgullo
está lastimado. Sale en la noche a golpear al mundo porque no es como debe ser. Me miró.

—Y la forma en que debe ser es temiéndole. No lo comprendo: un orgullo tan monstruoso. Lo único que importa es lo que él desea. La ciudad debe ser castigada porque es diferente a como quiere que sea. Pasó ocho años con sus padres, que le enseñaron que el dinero le permitiría moldear al mundo a su capricho. Pero el dinero no les sirvió a ellos, no le sirve a Damon. Debió aprender que si el dinero no sirve, si a final de cuentas no es más que una trampa, deberá modelar al mundo con sus actos, el vestirse de monstruo alado para imponer
su
mundo. Créame: el dinero no hace monstruos.

Se inclinó hacia mí.

—Los crea el poder. En las noches, cuando el señor Damon acecha, es el poder. Tal vez usted se pregunte qué lo une con el señor Damon. No son los uniformes extraños. No es su apego a una ciudad sobre todas las demás. Es el orgullo.

Me golpeó el pecho con un dedo rígido.

—Usted, con sus amables modales de campesino, con el viejo estigma de su juicio, también está lleno de orgullo. Se recargó de nuevo en su asiento.

—Y alguien lo sabe. Esos mensajes son para irritar ese orgullo, las pistas falsas, la gente falsa, los hechos que no lo son. Usted dijo que el principio era Farragut, pero no es cierto.

Ojos tan fríos como esa casa.

—En el principio está usted. Sólo tiene una pista segura: lo conocen. ¿Quién, cuándo, cómo? Únicamente usted puede saberlo.

Aplastó el cigarrillo contra un cenicero. Después me miró fijamente.

—¿No cree que, como lo ordenó el señor Damon, lo estoy entreteniendo muy bien?

¿Qué se podía contestar a eso?

Nada, pero no fue necesario. El mayordomo se levantó para servirse un trago de algo que lucía terriblemente caro en una licorera de cristal cortado.

—Déjeme decirle una cosa: usted debe de ser un buen detective. —Pregúntele a Damon.

—Él únicamente sabe descubrir lo oculto. Pero usted sabe escuchar. Eso sirve más a un detective que un espectrógrafo. Créame. El mundo no es una obra de Agatha Christie. No hay revelaciones realmente sorprendentes. Siempre hay alguien que sabe, alguien que se dio cuenta, alguien que tiene en su poder las piezas del rompecabezas. Y la mejor manera de dar con esa persona es abriendo los oídos, sentándose con cara de desconcertado dejando que la gente hable.

Bebió lentamente su copa.

—Escuchar es una excelente forma de compañía, ¿sabe usted? Un desconocido es una tabla rasa en la cual se pueden escribir nuestras obsesiones. Decir las cosas es una manera de organizar los hechos. Al convertir las impresiones en palabras las vemos por primera vez. Pero usted debe saberlo: hablar a un extraño es la mejor manera de oírse uno mismo. Déjeme darle un último consejo. Si usted es la única pista con la que cuenta, debe escucharla. Consígase alguien a quien contarle las cosas. Damon no sirve para eso: lo intimida a usted.

—Yo…

—No. No diga nada. Yo tampoco sirvo. ¿Seguro que no quiere una copa?

—Sí. Sírvame esa copa.

Me sirvió un trago, y él mismo se preparó otro. Con un gesto alzó la copa. Un brindis. Alcé la mía.

¿Por quién brindábamos?

Tal vez sólo por nosotros. Sumergidos en esa casa de ecos.

IX

Mientras hacía girar la bebida en la copa (supongo que para cansar al licor) pensé en lo que había dicho el mayordomo.

¿Orgullo? ¿Yo?

¿El último sobreviviente de mi raza?

¿El hijo del científico más importante de un planeta un millón de veces más avanzado que la Tierra, que supo que su mundo estaba a punto de explotar y pudo no sólo saberlo, sino también construir un vehículo para empezar un éxodo con un solo integrante?

¿El hombre que podía saltar más alto que cualquier edificio, detener a una locomotora, volar por los aires?

¿El hombre que se compró un traje azul de lycra, se cosió un símbolo en el pecho y usó una larga capa roja para hacer constar su mal gusto a todo el mundo?

¿Ese que dijo en su primera entrevista que iba a salvar a los desprotegidos, ayudar a los desamparados, hacer triunfar a la justicia?

¿Orgulloso?

Sí.

El mundo también era mi campo de juegos, mi coto de caza. También quise moldearlo conforme a mis caprichos. Pero tenía caprichos sencillos.

Por ejemplo, hacer tragar sus palabras a los que se burlaban de mí. Doblar el acero no es gran cosa, pero hacerlo ante un enemigo…

—«Qué vas a hacer, ¿golpearme?»

¿Cuántos me dijeron lo mismo? ¿Cuál el número de aquellos a quienes no les hice probar mis puños cuando era joven?

Cuando dejaba que se burlaran de mí; ¿acaso no me dije que algún día me verían ser el hombre más fuerte del mundo? No podía serlo en ese entonces, no en la granja. No cuando mis padres me advirtieron lo peligroso que era ponerme en evidencia. No cuando ignoraban qué pensar de mí.

Era un ilegal, por supuesto.

Mis padres no sabían si estaban cometiendo un crimen al recogerme.

En la radio un hombre había hablado de una invasión de marcianos y la gente se lanzó a las calles huyendo del desastre o empuñando armas para detener al invasor. No fue más que pánico, un programa radiofónico, una obra de ficción.

Pero el invasor había llegado ya.

Llegó en pañales, en cierta forma indefenso, pero era un ser de otro mundo en un momento particularmente malo para los extraterrestres. No podía decir que llegué en son de paz. No sabía a qué había llegado. Bueno, ni siquiera había aprendido aún a hablar. ¿A qué vine?

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