Marion Bastian consiguió el milagro de subsanar los fallos del virus porque el milagro no era tal. El virus de Ethan Lárnax era funcional desde un principio.
El error no residía en el virus.
Tres minutos.
—En cada uno de mis cuerpos hay una pila atómica preparada para estallar —hasta hace diez minutos ninguna de esas bombas estaba preparada para detonar, no podía arriesgarme a que los hombres de Ethan Lárnax las detectaran y hasta entonces todas cumplían con los protocolos de seguridad, hasta que éstos se han venido abajo gracias a los programas de colapso que Marion Bastian introdujo en cada uno de mis cuerpos y que se pusieron en marcha cuando detectaron mi llegada a Miranda—. La unión de todas ellas convierte en un petardo a la que me arrancaron del talón.
—¡CABRÓN!
—Ethan Lárnax está al borde de un ataque de histeria, sacude los brazos como si hubiera perdido el control de su cuerpo. Su túnica, que no está hecha para resistir un acceso tal de cólera, cae al suelo a sus pies.
—¿Señor? —uno de los hombres de la
Zone
se vuelve hacia Ethan Lárnax—. Estamos captando lecturas confusas en parte de la multitud… Podrían ser dispositivos nucleares alterados…
—¡Matadlos! ¡Matadlos! —grita Ethan Lárnax, totalmente fuera de sí—.
¡MATADLOS A TODOS!
—Ya es tarde… —le aviso. Las muertes de mis cuerpos no detendrán la explosión.
Dos minutos quince segundos.
Las tropas de Ethan Lárnax dejan caer las varas de shock y los escudos de repulsión, descuelgan las armas a sus hombros y abren fuego sobre la multitud, sin distinción entre mis cuerpos y los cuerpos de los curiosos. Se produce la estampida. Mis cuerpos no se inmutan ante el tiroteo v permanecen firmes en sus puestos, pero los inocentes que nada tienen que ver conmigo enloquecen ante la lluvia de muerte que se les viene encima. Unos echan a correr y otros intentan defenderse para ser abatidos sin remisión. Asisto a una sinfonía de dolor a medida que mis cuerpos son alcanzados por las balas y los rayos de energía.
Cada uno de los impactos en mis cuerpos es un estallido doloroso del que podría liberarme, sólo con desconectar todos los centros de dolor volvería a mi burbuja aséptica. Pero no los desconecto, y esta vez no lo hago por sentirme vivo, ni para sentir el placer que Juvenal siente en cada una de sus muertes. Asisto a cada una de las muertes, sintiéndolas en mi carne con toda su ferocidad, en honor de los Integristas de Caronte que dieron sus vidas para que mi mente sustituyera a las suyas y un plan absurdo fuera llevado a cabo con éxito. Es lo menos que les debo.
Mientras a mi conciencia parcelada le van robando piezas a golpe de gatillo yo grito para imponerme al estruendo de la masacre.
—¡Cometiste un error, Ethan…
—… el problema no estaba en los discos de identidad que querías infectar!
—¡El problema estaba en tu pauta genética! ¡Eres mucho más viejo de lo que nadie sospecha!, ¡¿verdad?!
La mirada de Ethan Lárnax salta, desorbitada, de rostro en rostro.
—Fuiste compilado hace siglos. Probablemente fuiste uno de los primeros. ¿No es verdad, Ethan?
—Ahí reside el problema.
—Incompatibilidad de formatos. La compilación se realizaba con otro sistema en aquellos tiempos —así fue como Marion Bastian lo descubrió. Probó el virus en un disco de identidad antiguo y la transformación en Ethan Lárnax tuvo éxito. Durante unas décimas de segundo el disco de identidad volvió a la vida: y era Ethan Lárnax el que murió después de ese segundo. Para Marion sustituir mi pauta genética por la de Ethan Lárnax en el virus fue sencillo.
—A eso se reduce todo: tu disco de identidad,
tu mente
, no es compatible con nosotros. Sólo nos matabas…
—Sólo eso.
Cinco segundos.
—Y una última cosa. Ni tan siquiera te concedo la satisfacción de saber que muero contigo —digo desde uno de los pocos cuerpos que queda con vida en la masacre.
—Por que yo…
—… no estoy aquí.
Un segundo.
—Acabó… —digo, y me incorporo en la cama. Una fina película de sudor cubre todo mi cuerpo. Todavía siento en mi mente la vibrante tensión de cada una de mis muertes; sufro por ellas y por las de todos los inocentes que han muerto para que yo llevara a cabo mi misión de acabar con Ethan Lárnax. Para ellos sí he sido el dios despiadado que anunciaba la secta Alma Antigua, la secta de la que yo era fundador y único miembro y con la que he tratado de conseguir que el mayor número posible de habitantes de Miranda abandonara la luna. Me digo que no había otro remedio pero, aun así, una parte de mí no acepta que haya justificación posible ni para una sola de las muertes que he causado. Pero ¿tengo otro remedio? ¿Qué otra cosa puedo hacer si no vivir con ello? Compartirán carga en mi conciencia con los Integristas de Caronte que dieron su vida para lograr nuestro objetivo—. Acabó —repito, con la desagradable sensación de que nada acaba nunca, de que no hay final posible para historias que no acaban con tu muerte.
—Sí… ha acabado, Alexandre Sara… —dice Vladimir Blanca, el prelado de la Torre de la Divina Unión, está sentado a la cabecera de mi cama, mirándome taciturno. Sospecho que está enlazado con alguna red, observando las consecuencias de mi acto. Yo no me atrevo a hacerlo—. ¿Cómo te encuentras?
—No lo sé… —contesto—. Dudo de que pueda saberlo nunca…
Me abrazo y me balanceo suavemente sobre la cama. Visto un cuerpo frágil, asexuado, el cuerpo de serie que llevan los iniciados en el credo de la Torre de la Divina Unión, el cuerpo que me cedió el Mentor de la Torre una vez que le hube contado las intenciones de Lárnax y mi plan para detenerle. La Torre vio en Lárnax a la antítesis de su credo, mientras ellos buscan la comunión de la humanidad en un solo ente salvaguardando siempre la identidad de cada uno de sus miembros, Lárnax buscaba lo contrario: reducirla a un puñado de títeres bajo su poder. Semejante herejía no podía quedar sin castigo.
Y yo he sido su brazo ejecutor.
—Lo he hecho… —digo, con la mirada perdida en la ventana, por ella veo el cielo prendido de luminarias y el majestuoso contorno de la torre de carne que se alza—. He logrado detener a Lárnax. Me he vengado. Pero ni aun así estoy satisfecho. Nada de lo que he hecho o vaya a hacer en el futuro me devolverá a Vincent Aurora —he vencido pero no encuentro satisfacción en la victoria. La pérdida no ha sido restaurada.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—¿Quién sabe…? —las luminarias de Europa incendian el cielo, por un segundo las miro y pienso que un incendio pavoroso ha rendido el firmamento. De pronto me doy cuenta de que Vladimir Blanca está esperando a que añada algo. Sonrío antes de continuar—: ¿Quién sabe? —repito—. Escalar montañas… Llevar banderas lo más alto, lo más lejos posible… Superarme día a día… Recordar a Vincent…
»Vivir.
José Luis Zarate Herrera
A EGH, por todo;
a GHPV, contrarreloj;
a HCL, contrarrelojísimo;
a DH y VM por prestarme la manzana
¿Viens-tu du ciel profond
ou sors tu de l'abime, O Beauté?
B
audelaire
Recuerdo, sobre todo… el placer de arrancarme
la piel durante la convalecencia.
R
aymond
C
handler
—Tanta sangre —se dijo Josafhat Danner, para sí. Cálida y reconfortante, cubriéndole un costado.
—Toda mía. Qué raro.
No podía quedarse ahí, trató de correr, como si fuera posible escapar del hecho de que le habían arrancado un brazo.
Bastó un par de pasos para que el mundo se pusiera gris, alejándose en el dolor. Para no desmayarse golpeó el muñón contra un muro. Durante un instante fue como si el brazo siguiera ahí, los nervios foliantes y la carne desgarrada gritando de nuevo.
Suficiente para regresarlo a la conciencia.
En el muro una señal: con el frío de la madrugada la sangre humeaba lentamente. Josafhat la miró. El signo de que todo había terminado para él.
Pero no para todos.
Existía un lugar seguro, un refugio donde cobijarse, un único sitio para descansar del dolor, rodeado de amigos. Y por nada del mundo iba a dirigirse allá.
Ese lugar debía permanecer escondido. Pasara lo que pasara él no debía revelar su ubicación.
Miró el arma en su mano. Le pareció gracioso llevar una .38 para suicidarse cuando le habían arrancado un brazo. Una risa enferma escapó de sus labios.
Morirse no era como lo había imaginado.
Pero, para el caso, daba lo mismo. La vida no fue como la había imaginado.
A lo lejos era posible ver un edificio con un emblema: una
S
amarilla.
Supremo.
—El
vive ahí. El señor K.
Josafhat descubrió que aun el odio necesita fuerzas para derramarse. La única sensación fue la de cansancio. Tanto que cayó de rodillas sobre el asfalto. Huir ya no era una opción. No podía imaginarse ni siquiera caminando.
Un susurro a lo lejos. Se acercaban.
Hacían ruido para que supiera que se acercaban.
Les gustaba jugar. Juegos que implicaban arrancarle un brazo como si no importara.
Y no importaba.
En ese instante, fuera de la partida. Era una ficha sacrificable. El hombre miró el torniquete que se había hecho. La sangre manaba lentamente.
Pero Eugene Larken se había salvado. El no. Pero algo es algo.
¿Quién iba a pensar que iba a dar su propia vida para proteger a Eugene Larken?
Ni siquiera Josafhat, porque hay cosas que nunca suceden: no hay que hacer decisiones de vida y muerte, no es necesario quedarse atrás para cubrir una retirada, no existe quien mutile meramente como entretenimiento. No es posible morir desangrándose en medio de la ciudad.
Nadie iba a seguirlo para continuar jugando. Todo había salido mal.
—Sólo somos humanos —se dijo, y para su propia sorpresa volvió a reírse.
Lo que sucedía (la sangre, el callejón, los susurros que acortaban distancia) era debido a que sólo eran humanos.
—No podemos saltar sobre el edificio más alto. Ni detener una locomotora con las manos. No es posible ser más rápidos que una bala.
No podían ser como el señor K. viviendo en su edificio
Supremo,
detrás de una S gigante.
Susurros, acercándose.
Tan seguros de sí, tan implacables que Josafhat se dijo que no iba a quedarse únicamente de rodillas esperando el fin.
Se puso de pie, por última vez.
—¡NO SOY MAS RÁPIDO QUE UNA BALA!
—gritó.
Había orgullo en esa afirmación. La necesidad imperiosa de demostrarlo.
Mordió el cañón del arma y oprimió el gatillo.
Cuando llegaron a él, la sangre aún humeaba.
Les había estropeado el juego.
Podría volar, pero ¿qué caso tiene?
No es posible dejarme atrás a mí mismo, abandonado como un equipaje que pesa demasiado para ser útil, alejándome de la lluvia que parece haberse enamorado para siempre de Rotwang.
Miro mi reflejo en el cristal oscuro de un escaparate.
Estoy cansado.
El reflejo de mi rostro luce fresco, lleno de energía. Se supone que así debería sentirme yo.
Las toxinas terrestres no se adhieren a mi cuerpo, esta atmósfera es muy débil para reclamarle a mis músculos un excesivo trabajo. Incluso el agua que cae ininterrumpidamente sobre mí es una sensación lejana: no hay frío ni incomodidad por ella.
Pero estoy cansado.
Paradójico.
Mientras allá arriba exista un sol del tipo G1, amarillo y resplandeciente, se supone que no existe el agotamiento para mí. Ni el hambre, o la sed. Basta un buen baño de sol para alimentarme, mantenerme joven, sonriente, feliz.
Nada como el sol.
Lástima que en Rotwang se vea tan poco.
Es casi mediodía, y a pesar de ello las luces están encendidas. Hoy el cielo es lluvioso. En ocasiones es negro, o grasiento. Depende de lo que hayan quemado en la ciudad el día anterior. A veces apesta a cadáver.
Pero, casi siempre, es gris.
Cuando uno se lava, ese gris se desprende de la carne, en grasientos rastros húmedos. Por un par de horas es posible verse en el espejo con un aspecto vagamente humano.
Pero no soy humano.
A veces lo olvido.
Es un consuelo, cuando no un problema: no soy humano. Cobro por ello. De algo debo vivir.
En la oficina hay periódicos enmarcados que hablaban de mí
(¡LA ÚLTIMA HAZAÑA DEL HOMBRE DE OTRO MUNDO!)
, fotos en las que tengo un aspecto heroico que no sé dónde acabó. Los clientes siempre miran esas fotos, y —como yo— saben que esos tiempos se han marchado.
Supongo que las viejas actrices conservan también sus fotografías, rastros de papel húmedo cuando el hecho de que ellas existieran todavía significaba algo.
Miro la botella que he comprado. La bolsa de papel que la cubre está a punto de romperse por el agua, pero es de mala educación ir exhibiendo los gustos etílicos por la calle.
Estoy seguro de que el hombre que me la vendió estuvo a punto de preguntarme para qué necesitaba un litro de
scotch
barato alguien que vino del otro lado de la galaxia.
Me lo envolvió sin decir nada, ya que sabía la respuesta.
Porque no era posible regresar.
Al otro lado de la galaxia sólo hay escombros de un planeta que estalló. Anillo de asteroides en donde cada pedazo de roca es una lápida.
Morboso, debo admitirlo. Pero ser el último superviviente de una raza hace difícil que uno vea la noche sin imaginarla llena de cadáveres.
(Un cristal con la voz de mi padre, explicando el porqué me lanzó al espacio siendo un bebé, cómo la Tierra era mi única esperanza de sobrevivencia. Era idéntico a ellos y la radiación de su sol me alimentaba.
Un cristal con una duración de 49 segundos.)
No había nada inusitado en mí: un hombre cubierto con un sobretodo que ha salido a la lluvia por la necesidad de un trago.
Soy tan parecido a los humanos que los clientes siempre me miran demasiado fijamente.
Podría ser un impostor.
Y lo soy.
Les digo que soy un hombre de confianza y me lo creen.
No sé por qué les miento. No necesito este trabajo. Podría vivir de mi fuerza… ¿por qué no? Inagotable, continua. Para los cánones humanos, desorbitada.