—A la tabla periódica.
No pude sacar más de él. No importa. Me permitieron vagar por los laboratorios con entera libertad. ¿Por qué no? Podría haber abarcado el lugar con mi visión calorífica y haber modificado un millón de reacciones químicas en marcha. Mejor nombrarme una edecán que, además, cuidaba que no fuera a romper nada.
El espacio de Farragut se resumía a una oficinita, tres laboratorios a su cargo, una computadora personal y acceso a la Red de Datos del consorcio que le compró a
Supremo
un edificio.
DeCe.
Nada de
Dextroclocimentadora de Celhidrotoxinadratos.
Simplemente
DeCe
impreso en todas partes, en los gafetes de identificación, pequeñas placas adheridas en los muebles y las computadoras.
Todo reluciente, limpio, brillante. Como si un excelente servicio de mantenimiento dijera algo de la productividad.
Estaba ubicada en el centro financiero de Rotwang, rodeada de bancos y empresas inmobiliarias, del acero y aluminio de la prosperidad.
Mucho dinero.
Pero la esposa de Farragut tenía una cartera de plástico. ¿Pagaba mal
DeCe
, o Farragut necesitaba su capital para otro asunto?
¿Qué
otro asunto?
En el organigrama que estaba colgado en la entrada Farragut ocupaba una rama no particularmente importante, uno de doce nombres. Ni siquiera completo:
W. Farragut.
D. Ginter
ocupaba un puesto similar, una ramificación idéntica.
/. Hollenbeck
era el superior inmediato. No estaba.
Su secretaria me dijo que había salido a comer. Prometí regresar después.
Por ello me gusta ser detective: nunca hay prisa.
Ginter, a pesar de sus ojos inquisitivos y su morbosa bata blanca me invitó amablemente al comedor de los empleados.
Como en estas épocas nadie regala nada si no es por algún motivo, acepté. Quería ver qué deseaba ese hombre de mí.
El comedor imitaba un estilo rústico, efecto arruinado por las cámaras de vídeo en las esquinas del cuarto, agazapadas, observando.
Demasiadas, bastaban para quitar el apetito: el registro para la posteridad de seis ángulos distintos de cómo se puede morder un bistec medio crudo.
Todo el lugar, los pasillos, las oficinas, los ascensores estaban llenos de ojos de cristal.
Ginter atacó su comida sin importarle.
Me miraba como una séptima cámara. Supe entonces qué deseaba de mí.
Miren comer al alienígena.
Cómo toma sus cubiertos, estira su servilleta, corta trocitos de comida, mastica doce veces sus alimentos, toma civilizados sorbitos de agua, se limpia la boca educadamente.
Miren cómo el extraterrestre se contaminó de los buenos modales de la tradicional familia campesina que lo crió.
Me observaba como se ve a un perro que hace un buen truco.
—¿Qué hace con los alimentos? —preguntó mirando su tenedor.
—Me los como.
Se volvió a verme.
—Lo sé, quiero decir ¿qué hace su estómago con ellos?
—Se los come.
Sonrió.
—Sé que usted es invulnerable. Hizo una vez una demostración en la que detuvo doce balas con el pecho. —Era joven.
—Detuvo un tren con una mano. —Deseaban deshacerse de ese tren.
—Parece fuerte, como si viniera de un planeta que fuera más denso que el nuestro, con más gravedad. —Tal vez.
—Pero, entonces, si es nativo de un mundo así, ¿por qué luce como un terrestre normal? —¿Mala suerte?
—Demostró que posee una fuerza inusual. Que es invulnerable. Su estómago deshace completamente los alimentos, ¿verdad? Sus ácidos digestivos son tan poderosos con nuestros alimentos terrícolas que los volatizan, ¿no es cierto? Eso quiere decir que no puede alimentarse con ellos. Que no hay un ciclo alimentario. Deducción: al no existir un ciclo alimentario usted no excreta, ¿no es así? Disculpe la pregunta, pero ¿tiene usted ano, utiliza su pene para orinar?
No quise hacerlo pero me puse rojo. Intensamente rojo. Mi madre me había enseñado que hay ciertos temas que nunca se tratan con extraños, en público, en un comedor comunal, bajo los ojos transparentes de seis vídeos. Como si uno caga o no.
—Eso es un asunto personal.
—La vida de Farragut también, ¿no cree?, y sin embargo la investiga. Yo también investigo, es nuestro trabajo. ¿Por qué se ofende?
Mastiqué lentamente, sin apartar los ojos de su cara, como dándole tiempo a que dedujera qué pasaría si un ser invulnerable y sumamente fuerte decidiera que estaba furioso con él.
Me miró inocentemente esperando una respuesta.
—No excreto —dije.
Eso lo puso feliz. Era un genio.
—¿Y el ano?
—Esta ahí. No quiero hablar de ello, ¿de acuerdo? —De acuerdo.
Dejó pasar treinta segundos exactos. —Entonces ¿qué come?
—Si se acuerda de las balas en el pecho y lo del tren, sabe qué como. —Los periódicos afirmaban que comía luz. Fotófago. Se alimenta de la radiación de nuestro sol amarillo. —Algo así.
—Pero… ¿es cierto? Quiero decir, si usted de veras tiene un ciclo alimentario fotosintético debería tener una gran superficie receptora, ¿no? Debería parecerse a un girasol gigante.
—Posiblemente aprovecho mejor la luz que un girasol. ¿No cree?
—Pero, aun así… ¿por qué se parece tanto a los humanos? No debería: no somos fotosensitivos.
—¿No ha pensado que, tal vez, aún no saben cómo serlo? Posiblemente el siguiente paso en su evolución sea convertir su piel en fotorreceptora.
—El negro es el mejor color para ello… Entonces ¿por qué…?
—¡No lo sé!
Me miró a los ojos, sorprendido del tono de mi voz. Después, un chirrido metálico hizo que viera mis manos. Para ser un científico tardaba en comprender los datos. Datos sencillos.
El acero de los cubiertos es excelente para estrujar, como quien no quiere la cosa. Si los doblara no sería tan impresionante como lo es licuarlos.
Dejé que imaginara que fueran sus huesos.
—Deberá pagar ese tenedor —dijo, muy tranquilo.
Me levanté, y dejé un billete arrugado en la mesa. No debería haberlo hecho, pero mi padre me enseñó a que si rompía algo, mi deber era reponerlo.
Ginter me alcanzó antes de que llegara a la salida. Pensé que me iba a decir que el billete no alcanzaba.
—Disculpe —dijo, con el mismo tono con el cual da uno la hora.
—No hay problema —respondí, aunque sí lo había. Fantasmas bajo la superficie, agitándose al ritmo de sus preguntas.
«Entonces ¿por qué…?»
El tono despiadado del tribunal, de los periodistas, la curiosidad que no busca más que satisfacerse a sí misma. Una forma de comprobar lo extraño que es uno, lo
distinto.
Lo patético.
Caminamos hacia la salida, sin decir más.
Ginter me despidió con un apretón de manos. Miró demasiado fijamente mis dedos. Antes de irse me dio un último dato.
—Farragut tiene un amigo fuera de la corporación, ¿sabe? Un tipo llamado Larken, Eugene Larken, que le habla de vez en cuanto. Yo estaba una vez que le pasaron una llamada. Se trataban como grandes amigos. Ya sabe, el tipo de persona a la cual le cuentas todo, el que sabe los secretos que ni siquiera la esposa conoce. Era raro escuchar a Farragut tan relajado. A pesar de ser un buen investigador, Farragut no sabe tratar a la gente. Se aleja de ella. Pero no de Eugene Larken. Si alguien sabe qué le pasaba, es él.
—¿Sabe dónde trabaja?
—No.
—¿Sabe dónde se veían? —No.
—¿Farragut apostaba?
—Sólo a que el argón podía usarse como catalítico… perdón, chiste de empresa. No creo. Era demasiado bueno con las estadísticas. —¿Drogas?
—¿En
DeCe?
Nos controlan más que a deportistas. Piensan que un científico drogado podría hacer volar su edificio.
El tono con el que lo dijo daba a entender que la desaparición de un edificio
Supremo
no era mala idea.
No añadió más. Con eso limaba cualquier aspereza. Dato por dato.
En números redondos había dado más información sobre mí, que la conseguida sobre Farragut.
Con lo que cobro es lógico deducir que no soy un buen detective.
Fui hasta el edificio de enfrente, subí hasta la azotea y me puse a observar la entrada del lugar, en busca de que algo extraño sucediera. Mero optimismo.
Ignoraba qué era lo normal en ese sitio, así ¿cómo iba a poder distinguir lo extraordinario? Sin embargo, me quedé ahí hasta que fue hora de ver a Hollenbeck.
Un tipo bajito, con traje bien cortado y pinta de contable.
—Si Farragut no se presenta en tres días, la empresa tendrá que darlo de baja.
Tan buen corazón. No dije nada.
—Ausente sin permiso —aclaró.
—Le informaré que se reporte en cuanto lo encuentre —dije— y para encontrarlo necesito algunos datos.
—No puedo decirle nada respecto a la empresa.
—¿Datos sobre la empresa quiere decir acerca de sus sueldos, prestaciones, reparto de utilidades, horas extra y cosas por el estilo? —Sí.
—¿Por que no? —Política de
DeCe.
—No se preocupe, no preguntaré nada sobre
DeCe.
—Los datos sobre los empleados también son confidenciales.
—Me manda la esposa.
—Necesito una carta poder.
La traía, por supuesto. Firmar papeles tranquiliza a los clientes y a veces son necesarios.
Tomó el documento y lo leyó de cabo a rabo, dejando bien claro que no se creía una palabra, que el mero hecho de estar ahí, frente a su escritorio, era una afrenta a su valiosísimo tiempo.
Después tecleó algo en su computadora, girando la pantalla en forma ostensible para que no pudiera ver nada, disfrutando de su pequeño poder.
La pantalla se reflejaba perfectamente en sus lentes cuadrados. Firmas, retratos, documentos escaneados.
Estaba comprobando si la Jana Bryson que firmó era la misma… No era la misma… Ni siquiera se parecía. Levantó la vista hacia mí.
Le sostuve la mirada, primordialmente porque no supe qué otra cosa hacer. Sonrió.
Ahí está,
pensé,
le he alegrado el día. Podrá amenazarme con llamar a la policía si no desalojo su precioso edificio de inmediato.
—Está bien —dijo—, ¿qué quiere saber?
Lo revisé con mis poderes. No estaba apretando ningún botón oculto llamando a Seguridad. Se encontraba sentado muy tranquilo esperando mi respuesta.
—¿Qué día puedo verlo con calma? —respondí.
Necesitaba tiempo para pensar.
—Hoy.
Algo había activado en Hollenbeck el programa «Servicial». Hasta era posible creer que sinceramente deseaba ayudarme.
¿Se suponía que yo ignoraba o no que Bryson no era Bryson? Si la esposa era falsa, ¿los datos que me dio también eran falsos? Sabía que Hollenbeck me estaba mintiendo, ¿cómo creerle nada a él?
¿Y
él
sabía
que yo
sabía que me engañaba? ¿Debía seguir el juego, hacerle creer que había caído en la mentira?
Pregunté generalidades sobre Farragut, no porque me hubiera decidido a una estrategia en particular, sino porque era lo más sencillo en ese momento.
—¿Cuantos años llevaba en
DeCe?
—Doce.
—¿En qué trabajaba?
—Esos datos son confidenciales.
—¿Secretos?
—Únicamente confidenciales. No puedo darle detalles, sólo una idea general: realizaba investigaciones para la empresa. —¿Qué investigaciones?
—Derivados de un gas raro, específicamente el de peso atómico 36. —¿Armamento? Se rió.
—No, claro que no, usamos ese gas en las lámparas fluorescentes. Queremos que sea más barato, usarlo en más cosas.
DeCe
es líder en la transformación de materiales. Para seguir siendo líder es necesario experimentar siempre.
—¿Y estaba logrando algo Farragut?
—No.
—Entonces ¿por qué es tan confidencial? —No lo es tanto. Se lo estoy diciendo a usted. No pasamos de ahí. ¿Qué caso tenía? Todas esas respuestas estaban, como acostumbran decir los abogados, «viciadas de nulidad». Una cosa era clara.
Alguien deseaba que buscara a Farragut.
Tal vez la mujer que se presentó a sí misma como Bryson, o alguien a través de ella. ¿Para qué?
Su declaración, debo confesarlo, también estaba «viciada de nulidad».
¿Qué entonces?
Debía regresar al principio.
Y el principio era Farragut.
El tiroteo en su casa, si es que hubo un tiroteo, un
Micho
baleado, una mujer que escuchó las buenas noches susurradas al otro lado de su puerta.
Quien me contrató, ¿sabía de ese detalle porque era ella la que cargaba esa amabilidad calibre 12?.
¿Qué fue lo que le pasó en realidad?
Odio ignorarlo, de pronto, todo. La vuelta de tuerca que convierte lo sencillo en complicado, las fichas del juego que cambian de valor en un solo movimiento.
Odio el mundo real.
¡LA ÚLTIMA HAZAÑA DEL HOMBRE DE OTRO MUNDO/, afirmaba, sarcástico, el titular que me dedicaron al empezar el juicio: la ficha del juego que cambió de valor en ese instante.
Miré la gente reunida ahí. No había rencor, ni odio, ni furia. Nada. Sólo asco. El mismo tipo de mirada que se le dedica a los lisiados y a los deformes.
Y yo no era un lisiado.
—Déjeme explicarlo —dijo el fiscal, bien arregladito para que luciera bien en la televisión— usted llegó a la Tierra en una nave.
—Sí-contesté yo, bien arregladito porque mi madre me enseñó que uno debe presentarse así ante la autoridad que sólo imparte justicia—, pero no entiendo qué tiene que ver con este juicio.
El fiscal sonrió, pero no a mí, sino a la Cadena Nacional.
—Llegó en una nave automática, sin documentos, ni explicaciones. Nada. Sólo usted, de algunos meses.
—Sí.
—¿Por qué?
—Hay una grabación en la nave, dice que mi planeta estaba apunto de estallar y mi padre me…
—No le pregunto su versión. Sólo pregunto ¿por qué llegó solo, por qué nadie lo acompañó, por qué una nave de un planeta tecnológico no trajo una niñera automatizada, un robot que lo protegiera?
—Para este juicio, ¿qué tiene que ver que no llegara con un robot-niñera?
—A usted no lo mandaron a este planeta. Llegó con nada porque no se pone comida para gatos en el saco donde uno los arroja al agua.