Premio UPC 2000 (6 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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Pero Alvaro Carreño era español, y esa patología no abundaba tanto en su país. Los visionarios hispanos tendían a ser inofensivos y borrachines, no a destrozar a hachazos al prójimo.

Los detalles de la autopsia eran particularmente escabrosos. La mujer había recibido varios golpes antes de morir y presentaba quemaduras en las manos. Se había encontrado semen en su vagina y restos de piel entre sus uñas. Las pruebas demostraban que el ADN coincidía, en ambos casos, con el de Carreño. Más culpable que Judas, pensó Rojo.

Cansado, cerró el portátil y se dedicó a mirar por la ventanilla. Bajo los jirones de las nubes, las Grandes Llanuras parecían extenderse hasta el infinito, punteadas aquí y allá por pequeñas ciudades. Después apareció una cinta plateada y ondulante; Rojo supuso que era el río Missouri.

Se dio cuenta de que sus parpadeos empezaban a durar más de un segundo. Aquello le asustó: pidió un café cargado a la azafata y, por si acaso, abrió el maletín. Allí estaba su Anóneiros, un modelo de fibra ultraligera que podía acoplarse en cuatro segundos (lo había cronometrado).

La alarma por haberse adormilado había disparado sus pulsaciones, y gracias a eso ahora pudo resistir la somnolencia un rato más. Se bebió el café con sorbitos de gorrión, mientras maldecía la costumbre americana de servirlo casi hirviendo. Por si acaso, podía ponerse el Anóneiros. Mucha gente lo hacía. De hecho, podía ver hasta siete Coronas sobre las cabezas de sus propietarios, y eso sin girar el cuello. Pero sentía el prurito de acoplárselo en público, aunque él mismo reconocía que era ridículo.

Y él, mejor que casi nadie más, conocía los horribles efectos de la narcolepsia de Pisani. No merecía la pena arriesgarse por una cuestión de supuesto buen gusto.

Por si acaso, dejó el maletín abierto.

A pesar de que en la Embajada le habían insistido en que «todo estaba arreglado», nadie acudió a recibir a Rojo en el aeropuerto de Rapid City, de modo que tuvo que tomar un taxi.

—¿Cuál es el mejor hotel de la ciudad? —le preguntó al conductor.

—Depende. ¿Tiene dinero?

Rojo pensó en la faena que le acababan de hacer y en que la Embajada correría con todos los gastos, y respondió con una sonrisa traviesa: —Todo el que haga falta.

—Entonces, el mejor es el Alex Johnson, sin duda alguna. Está en el mismísimo centro de la ciudad. —Pues lléveme a él, amigo.

Ya había oscurecido y apenas había tráfico. No tardaron en llegar ante el hotel. Era un edificio de ocho pisos, rojizo, con unos áticos puntiagudos que parecían bastante coquetos.

—¿Tienen libre algún ático? —preguntó en recepción.

—Sí, señor —le informó un complaciente empleado.

—Pues déme el que mejor vista tenga, por favor.

La habitación era espaciosa y acogedora, aunque le sorprendieron los colores un tanto chillones del edredón. Luego se enteró, por un folleto, de que estaba tejido imitando motivos de los indios lakotas. También leyó algo sobre la historia del hotel. Fundado en 1928, nada menos. Para los americanos, aquello era poco más o menos la noche de los tiempos.

Antes de cenar trató de ponerse en contacto con la prisión de St. Ambroise, donde estaba internado Carreño. No hubo forma de hablar con el director, pero un oficial de guardia le dijo que ya habían tenido noticia de su llegada y que, si se presentaba al día siguiente a primera hora, podría hablar con el preso. Después, Rojo llamó a recepción y pidió que le consiguieran un coche, a ser posible un todoterreno, por si se decidía a hacer turismo.

Se despertó aún de noche, tomó un desayuno frugal y recogió en recepción las llaves del coche, un magnífico Land Cruiser HDJ. Durante quince minutos recorrió una autopista tan recta como las fronteras de aquel estado, y después, cuando empezaba a amanecer, tomó la salida que le habían indicado para la prisión. La luz del sol bañaba de oro blanco los tejados de los modernos pabellones de St. Ambroise. Era una visión casi idílica. Resultaba fácil olvidar cuántas atrocidades escondían unas paredes que igual podrían haber albergado un centro de estudios que una maternidad.

Aunque era de suponer que le permitirían aparcar el vehículo en el interior, Rojo lo dejó en la zona de visitas y se dirigió a pie hacia la barrera. Soplaba un aire frío que le levantaba los faldones de la chaqueta. Se arrepintió de no haber traído un abrigo.

El policía de la barrera examinó su documentación sin decirle nada, y avisó por un intercomunicador.

Cinco minutos después, aparecieron un guardián de raza negra, hinchado como un culturista en fase de volumen, y una mujer vestida con bata blanca. Rojo la recorrió discretamente con la mirada. Unos treinta y cinco años, delgada, pelo corto y oscuro, gafas redondas, zapatos de buena calidad.

—Buenos días, doctor Rojo. Mi nombre es Olivia Rosen. Soy la psicóloga del centro.

Rojo le estrechó la mano. El apretón de la mujer fue neutral, ni firme ni blando, ni autoritario ni sumiso.

—Y éste es el señor Danvers. Le ayudará a no perderse en este lugar. Será su… digamos que su Virgilio.

Danvers le apretó la mano con mucho más calor. No acababa de controlar su fuerza, y Rojo se resintió de una antigua tendinitis.

—Espero no tener que abandonar toda esperanza al entrar aquí —citó Rojo.

Danvers se encogió de hombros. No parecía haber estudiado a Dante.

—Nos bastará con que al pasar nos enseñe todo objeto metálico, doctor —respondió, mientras mascaba chicle.

Se dirigieron hacia el pabellón principal por un sendero pavimentado en piedra y rodeado por un césped bien cortado en el que la escarcha empezaba a fundirse. No había árboles, ni arbustos, ni siquiera flores: nada tras lo que un fugitivo pudiera ocultarse. Rojo preguntó a la psicóloga:

—Antes de que vea al señor Carreño, ¿hay algo que quiera usted decirme sobre él?

—¿Cree que es conveniente? Tal vez prefiera entrevistarse con él sin tener ideas prefijadas.

—Me temo que eso es imposible. Ya he leído su dossier, he recibido inconscientemente bastantes opiniones, y además no puedo dejar de pensar que es un hombre condenado a muerte por descargar un hacha sobre su esposa.

La psicóloga sonrió. Lo hacía con un toque de distinción, sin esa afable candidez que tanto misterio robaba al rostro de muchas mujeres americanas.

—Me alegro de saber que no pretende usted ser uno de esos médicos absolutamente fríos y objetivos.

—La objetividad es imposible en cualquier ciencia, y más en la nuestra.

—Querrá decir en
nuestras
ciencias, doctor. Recuerde que soy psicóloga. El loquero es usted.

Rojo se encogió de hombros.

—Me da igual. En el fondo, ambos buscamos lo mismo. Alumbrar las sombras del alma humana.

Ella se detuvo y se lo quedó mirando fijamente. —Qué curioso lo que ha dicho… —No la entiendo.

—Alumbrar las sombras… Bueno, será casualidad, pero Carreño suele decir algo parecido.

Habían llegado ya al pabellón central. Rojo dejó que examinaran su maletín mientras rellenaba un impreso sobre un mostrador. Después, le llevaron al despacho del director de la prisión. Allí, la secretaria les comunicó que el señor Wakeman no estaba en ese momento, pero que podría hablar con el doctor Rojo después de que éste se entrevistara con el convicto.

—Entonces —dijo Rojo, volviéndose hacia el fornido Danvers—, habrá que ir directos a la boca del lobo.

—No debe preocuparse, doctor —le informó el guardián—. Carreño no es peligroso. Hasta ahora, siempre se ha comportado muy bien. Aun así, le tendremos vigilado.

Salieron los tres del pabellón central y volvieron a caminar entre recuadros de césped siempre bien cuidados.

—Así que Carreño suele hablar de sombras… —recordó Rojo—. ¿Algo más, señora Rosen?

—Puede llamarme Olivia, doctor. He sometido a Carreño a varias baterías de tests. Como era de esperar, su cociente intelectual es elevadísimo, tanto que en realidad no se puede medir con ese tipo de pruebas.

—¿Qué quiere decir?

—Contestó a todas las preguntas sobre aptitudes espaciales y numéricas, sin fallar ni una, en tan sólo cinco minutos. Era un test diseñado para cuarenta y cinco minutos. A mí no me habría dado ni tiempo a leerlo.

—Impresionante…

—En las pruebas verbales tardó un poco más, aunque se defendió muy bien.

—Supongo que esas pruebas eran en inglés, ¿no?

—Sí, evidentemente. Se supone que habla perfectamente el inglés. Lleva ya muchos años en este país, ¿lo sabía?

Sí, Rojo lo sabía, pero daba igual. Las pruebas de aptitud verbal sólo son válidas si se hacen en el idioma materno de una persona, y la psicóloga debía de saberlo perfectamente. Otra cosa era que quisiera ignorarlo por comodidad física o intelectual.

—¿Y qué me dice de su personalidad?

—Frío, controlado, secundario… Da la impresión de que nada relativo a los demás ni a sí mismo puede afectarle. Cuando se le habla de su propia condena, apenas se le aceleran los latidos del corazón.

—Es curioso. No suelo imaginarme a una persona fría y secundaria librándose de su mujer a hachazos. Veneno lento, un accidente preparado, incluso un asesino a sueldo… parecerían formas más apropiadas.

—Quizá por debajo de la superficie no haya tanta frialdad —repuso la psicóloga—. Por ejemplo, Carreño siente un pánico cerval ante la idea de que le quiten el Anóneiros.

—¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir?

—Se pasa las veinticuatro horas del día con el Anóneiros conectado a su cabeza. Si alguien lo intenta tocar, empieza a chillar y a golpear a todas partes como un poseso. No hemos conseguido que nos explique la razón, pero es evidente que tiene un miedo atroz a dormirse.

—Bueno, todo el mundo tiene miedo de caer en la narcolepsia. Al fin y al cabo, no tiene cura.

—Ya, pero no todo el mundo llega al grado de histeria de Carreño.

Llegaron ante un pabellón en cuya entrada un cartelón rezaba «III».

—Aquí están los condenados a muerte, entre otros —le informó Olivia—. Yo me quedo aquí. Tengo trabajo en mi despacho. Si termina usted antes de las diez y media, me encontrará en él. Suerte con su hombre.

Danvers abrió paso a Rojo. El psiquiatra tuvo que volver a enseñar su maletín y el contenido de sus bolsillos y estampar de nuevo su firma en unos papeles que ya no se molestó en leer.

Poco después estaban en el Corredor de la Muerte de Saint Ambroise. Rojo había insistido en ver al paciente en su celda, al menos la primera vez. «El entorno es básico para juzgar correctamente la interfaz mente paciental-ambiente referencial y posicionar las coordenadas en un contexto no relativo», le había explicado a un alto funcionario estatal que había asentido con gravedad, como si suscribiera plenamente aquella afirmación.

El Corredor de la Muerte era un largo pasillo, con techo abovedado e iluminado por fluorescentes que daban una luz potente, pero que teñía la piel de un color agusanado, como si anticipara la descomposición de la muerte. A ambos lados se abrían celdas rectangulares. Los presos ya estaban despiertos y habían desayunado. Danvers, con su vozarrón gutural, le fue explicando los horrores más pintorescos que albergaban aquellos barrotes. Un jardinero que había violado a una monja y después la había descuartizado para abonar los parterres. (Sabían que la había violado por propia confesión del asesino: los restos de la monja no eran muy locuaces al respecto.) Un profesor de filosofía inclinado a la mística que había decidido llevar a sus cinco alumnos más aventajados a la vía unitiva. Después de degollarlos, se había dado cuenta de que él aún no estaba preparado para entregarse al Nirvana y que debía seguir en este mundo. Una mujer, ya casi una anciana, que había envenenado a sus cuatro hijos en la cena de Acción de Gracias porque sospechaba que querían llevarla a un asilo y repartirse la herencia por anticipado. Un asesino en serie que imitaba los crímenes de Rod Wellington, otro asesino en serie que ya había sido ajusticiado y que a su vez imitaba los crímenes de un asesino en serie que salía en una película de Brad Pitt.

—Tienen ustedes un muestrario muy curioso —reconoció Rojo, que no había esperado tanta inventiva en un estado más bien rural como Dakota del Sur.

—Bueno, doctor, usted es el que entiende de locos —contestó Danvers—. Yo me limito a vigilar para que no crucen estos barrotes.

—El mundo es un lugar muy complicado, ¿verdad, señor Danvers?

El guardián encogió sus poderosos deltoides.

—Si todo el mundo respetara las normas y fuera a la iglesia los domingos, sería mucho más sencillo.

Está hablando en serio, está hablando en serio, se repitió Rojo, reprimiendo un comentario humorístico que intuyó que no sería bien recibido.

—Aquí tiene a su hombre, doctor Rojo. —Danvers sacó la porra y llamó a los barrotes casi con delicadeza—. Carreño, tienes visita.

Rojo examinó la celda con un breve vistazo, antes de mirar a su ocupante. Unos diez metros cuadrados. Paredes desnudas, excepto por una pizarra blanca llena de minúsculas ecuaciones y una foto de una catedral. (Más tarde supo que era la de Salamanca: un detalle hogareño, concedido por la prisión gracias a su buen comportamiento.) Una cama estrecha, una silla verde de patas de metal, una mesa pequeña, un retrete con la tapa bajada. (¡Conducta extraña en un varón!, anotó Rojo. Un hombre meticuloso.)

Alvaro Carreño estaba tumbado en la cama, con el Anóneiros puesto. Era un modelo antiguo, aparatoso, de color plateado. Rojo se preguntó si Carreño estaría dormido, y al momento recordó lo que le había comentado la psicóloga sobre su peculiar manía. En realidad, su paciente estaba leyendo, y se incorporó al escuchar a Danvers.

—Carreño, éste es el doctor Rojo, el psiquiatra del que te habló el señor Wakeman.

Despacio, Carreño terminó de levantarse y se acercó a los barrotes. Era un hombre de mediana estatura, hombros estrechos, muñecas finas y dedos largos. Tenía un rostro atractivo, aunque el gesto ausente le robaba interés. Los ojos eran grandes y azules, y se notaba que estaban acostumbrados a enfocarse a la lejanía para dejar a la mente trabajar en sus cálculos interiores.

—¿Cómo se encuentra, señor Carreño?

—Bien, doctor Rojo. Muchas gracias. Perdone que no le tienda la mano, pero son las normas.

—No se preocupe, señor Carreño.

—He leído varios de sus libros —siguió Carreño, en tono casi maquinal. Apenas movía la mandíbula inferior para articular. Estaba drogado.

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