Pero quien estaba en el umbral (y pronto aprendería Auberon a no equivocarse, a no confundir la forma de llamar de Sylvie con ninguna otra, ya que ella en vez de golpear arañaba la puerta, o tamborileaba con las uñas sobre el panel: el llamado de un animalito que solicitaba entrar) era George Ratón. Traía colgado del brazo un abrigo de pieles y un sombrero de señora encasquetado en la cabeza, y dos bolsas de compras en las manos.
—¿Sylvie no está aquí? —preguntó.
—No, no de momento. —Ducho como era en todas las artimañas de una naturaleza reservada, Auberon había logrado evitar a George durante una semana en su propia alquería, yendo de un lugar a otro con la cautela y el sigilo de un ratón. Pero ahora lo tenía allí, delante de él. Nunca en su vida había experimentado un malestar semejante, un sentimiento de culpa tan terrible y flagrante, una sensación tan horrenda de que nada de cuanto pudiera decir, por muy trivial que fuese, dejaría de tener para el otro un sinfín de connotaciones dolorosas, hirientes, y que ninguna actitud, solemne, juguetona, casual, podría mitigar. ¡Y su anfitrión! ¡Su primo! ¡Lo bastante mayor como para ser su padre! Auberon, que rara vez en verdad percibía la realidad de los demás, sus emociones, sentía ahora lo que su primo debía de sentir, como si estuviera metido en su pellejo.— Ha salido. No sé adonde.
—Ah, ¿sí? Bueno. Todas estas cosas son suyas —puso las bolsas en el suelo y se sacó el sombrero. El pelo canoso se le paró en el cráneo, como erizado.— Hay algunas cosas más. Puede ir a buscarlas, si quiere. Bueno, un dolor de cabeza menos. —Dejó caer el abrigo de piel sobre la silla de terciopelo.— Epa, hombre. Tranquilo. No me pegues. Nada que ver conmigo.
Auberon se percató entonces de que había adoptado una postura rígida allí, en un rincón del cuarto, el rostro endurecido, incapaz de encontrar una expresión apropiada para la circunstancia. Lo que deseaba hacer era decirle a George que lo lamentaba, pero tenía al menos la lucidez suficiente para comprender que nada podía ser más insultante. Y además, no lo lamentaba, realmente no.
—Bueno, es una chica estupenda —dijo George, mirando en torno (los leotardos de Sylvie estaban colgados en el respaldo de la silla de la cocina, sus ungüentos y su cepillo de dientes en el fregadero)—. Una chica estupenda. Espero que seáis muy felices. —Le asestó a Auberon un puñetazo en el hombro, y le pellizcó la mejilla, desagradablemente fuerte—. Qué hijo de puta. —Sonreía, pero había destellos de furia en su mirada.
—Ella dice que tú eres maravilloso —dijo Auberon.
—¿Será cierto?
—Dice que no sabe qué habría hecho sin ti. Si no la hubieras dejado quedarse aquí.
—Sí. A mí también me ha dicho eso.
—Piensa que eres como un padre. Pero mejor.
—Como un padre, ¿eh? —George lo fulminó con sus ojos brillantes, renegridos, y sin dejar de mirarlo se echó a reír.— Como un padre. —Rió más fuerte, una risa violenta, entrecortada.
—¿Por qué te ríes? —preguntó Auberon, sin saber si también él tenía que reírse, o si era de él de quien se estaba riendo.
—¿Por qué? —Ahora George reía estrepitosamente.— ¿Por qué? ¿Qué demonios quieres que haga? ¿Que llore? —Echó hacia atrás la cabeza y, mostrando los dientes blancos, bramó de risa. Auberon no pudo menos que reír entonces, aunque inseguro, y cuando George lo vio reír, su propia risa decreció de intensidad. Prosiguió en risitas ahogadas, como las pequeñas olas que siguen a la rompiente—. Como un padre, sí. Eso sí que está bueno. —Fue hasta la ventana y contempló un momento el día riguroso. Soltó una última risita, cruzó las manos por detrás de la espalda y suspiró.— Bueno, es una chica maravillosa. Demasiado para un viejo pelmazo como yo. —Miró a Auberon por encima del hombro.— ¿Sabes que tiene un Destino?
—Eso dice ella.
—Sí. —Sus manos se abrían y cerraban contra su espalda—. Bueno, por lo que parece, yo no pinto en él. Por mí, mejor. Porque también hay un hermano en él, con un cuchillo, y una abuela y una madre loca... Y unos cuantos bebés. —Calló un momento. Auberon casi lloraba por él.— El bueno de George —dijo George—. Siempre se quedaba con los bebés. A ver, George, haz algo con éste. Reviéntalo. Tíralo. —Reía otra vez.— ¿Y se me agradece? Mierda si se me agradece. Tú, George, hijo de puta, tú reventaste a mi bebé.
¿De qué estaba hablando? ¿Se habría vuelto repentinamente loco de dolor? ¿Sería así, así de terrible perder a Sylvie? Con un escalofrío súbito recordó que la última vez que la tía abuela Nube le tirara las cartas le había predicho una chica morena, que lo querría porque sí, no por ninguna virtud que él poseyera, y que lo abandonaría también porque sí, no por ninguna falta que él fuera a cometer. En aquel momento había desechado la idea, puesto que estaba tratando de desechar todo cuanto tenía que ver con Bosquedelinde y sus profecías y sus secretos. También ahora la desechó, horrizado.
—Bueno, tú sabes cómo son las cosas —dijo George. Sacó del bolsillo una libretita de notas con espiral y buscó algo en ella—. A ti te toca el ordeñe esta semana. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—De acuerdo. —Guardó la libretita.— Oye, escúchame. ¿Quieres un consejo?
Auberon no quería consejos, ni tampoco profecías. Se preparó para recibirlo. George lo observó un momento y luego paseó una mirada por la habitación.
—Ordena el cuarto —dijo. Le hizo una guiñada a Auberon—. A ella le gusta verlo arregladito. Coqueto, ¿sabes? —Un nuevo ataque de risa empezó a acometerlo, una risa que le burbujeó en el fondo de la garganta mientras sacaba de un bolsillo un puñado de alhajas y lo entregaba a Auberon, y un puñado de monedas de otro, que también le entregaba.— Y tú, estáte siempre limpiecito —dijo—. Según ella, nosotros, la gente blanca, siempre tendemos a ser mugrientos. —Se encaminó hacia la puerta.— A buen entendedor... —agregó, y con una risita ahogada salió del cuarto. Auberon, todavía de pie, con las alhajas en una mano y el dinero en la otra, oyó a Sylvie cuando se cruzaba con George en el corredor; los oyó saludarse con una andanada de chanzas y besuqueos.
Suele ocurrir que un hombre no pueda recordar una cosa en cierto momento, pero puede buscar y encontrar aquello que desea recordar... Es por ello que algunos utilizan lugares para recordar, dado que el hombre pasa rápidamente de una idea a la siguiente: así, por ejemplo, de leche a blancura, de blancura a aire, de aire a humedad, después de lo cual evocará el otoño, suponiendo que fuera esa estación del año lo que trataba de recordar.
Aristóteles
,
De anima
Ariel Halcopéndola, la más insigne de los magos de esta era del mundo (digna émula, pensaba ella sin pecar de inmodestia, de muchos de los grandes que denominamos «el pasado», con quienes de tanto en tanto ella discurría), no poseía una bola de cristal; que la astrología fiduciaria era sólo un fraude, ella lo sabía, aunque podía servirse, para ciertos fines, de la antigua representación del firmamento; desdeñaba los hechizos y geomancias de toda especie, salvo en la extrema necesidad, y a los difuntos dormidos y sus secretos los dejaba dormir en paz. Su única Arte, su Arte Magna, y de nada más tenía necesidad, era la más sublime de todas las Artes, y no requería de instrumentos vulgares, ni del Libro, ni de la Vara del Mago, ni de la Palabra. Se la podía practicar (como lo estaba haciendo Halcopéndola cierta tarde lluviosa del invierno en que Auberon llegó a la Alquería del Antiguo Fuero), delante del fuego, con las piernas recogidas, y el té con tostadas al alcance de la mano. No requería de nada más que del recinto del cráneo de Halcopéndola; eso tan sólo, y una concentración y una aceptación de lo imposible que los santos habrían juzgado admirables y los maestros del ajedrez difíciles de alcanzar.
El Arte de la Memoria, tal como lo describen los antiguos autores, es un método mediante el cual la Memoria Natural con la que venimos al mundo puede desarrollarse y perfeccionarse en grado sumo, más allá de lo concebible. Los antiguos coincidían en que las imágenes vividas que se suceden en un orden estricto son las que se recuerdan con más facilidad. Por consiguiente, el primer paso para la construcción de una Memoria Artificial de gran poder (Quintiliano y otras autoridades están de acuerdo en este punto, aunque discrepan en otros) consiste en elegir un lugar: un templo, por ejemplo, o una calle urbana con tiendas y portales: cualquier espacio, en suma, cuyas distintas partes guarden entre sí un orden regular. El evocador aprende luego a conocer de memoria este lugar, al dedillo y bien, tan bien que pueda desplazarse por él rápidamente, hacia atrás, hacia delante, en cualquier dirección que desee. El paso siguiente consiste en crear imágenes vividas o símbolos de las cosas que desea recordar, cuanto más chocantes y subidas de tono mejor, según los expertos: una monja violada, por ejemplo, para la idea de Sacrilegio, o una figura encapuchada con una bomba para la de Revolución. Dichos símbolos se depositan luego en las distintas dependencias del Recinto de la Memoria, sus puertas, nichos, zaguanes, ventanas, armarios y otros espacios; al evocador sólo le resta ahora recorrer su Casa de la Memoria, en el orden que desee, y extraer de cada lugar la Cosa que simboliza la Noción que desea recordar. Como es lógico, cuantas más cosas desee uno recordar, más espaciosa deberá ser la Casa de la Memoria; aunque las más de las veces deja de ser un lugar concreto, real, ya que éstos suelen ser demasiado vulgares e inadecuados, y se transforma en una morada imaginaria, tan espaciosa y variada como sea capaz de crearla el evocador. A voluntad (y con la práctica) podrá agregarle tantas nuevas alas como desee, y variar los estilos arquitectónicos de acuerdo con la temática de los símbolos que vayan a contener. Había incluso técnicas más sutiles del sistema que permitían recordar no ya las Nociones sino, por medio de símbolos complejos y finalmente de simples letras, las palabras mismas. Así, un conjunto de sierra-perno-piedra de molino-hoz, si se los extrae del adecuado nicho de la memoria, evocan instantáneamente la palabra Dios. El procedimiento era inmensamente complicado y tedioso, y la invención del archivador hizo que se lo abandonara casi por completo.
Sin embargo, los cultores más insignes del Antiguo Arte, cuanto más tiempo habitaban en sus Casas de la Memoria, descubrían en ellas ciertas propensiones extrañas, y los cultores modernos (o la cultora, más bien, puesto que sólo hay una con verdadero talento, y ella guarda el secreto) han sutilizado y complicado todavía más, por razones propias, el sistema.
Se había descubierto, por ejemplo, que las figuras simbólicas con expresiones vividas, una vez instaladas en sus sitios correspondientes, están expuestas a sufrir, mientras esperan ser convocadas, ciertas alteraciones sutiles. Aquella monja violada que simbolizaba Sacrilegio puede, cuando se la vuelve a ver al pasar, haber adquirido en la boca y los ojos una expresión depravada, y un toque de impudicia en su
deshabillé
que más parece, Comoquiera, provocativo que forzado. Y el Sacrilegio se transforma en Hipocresía, o adopta al menos algunos de sus aspectos; y así, el recuerdo que ella simboliza se altera quizá de formas instructivas. Además: a medida que la Casa de la Memoria crece, se producen conjunciones y perspectivas que su constructor no pudo haber concebido con antelación. Si le incorpora por necesidad una nueva ala, ésta deberá de algún modo colindar con la casa originaria; así, una puerta que antes daba a un jardín herboso podría, al abrirse de súbito al empuje de una ráfaga de viento, mostrar a su sorprendido dueño su hermosa galería nueva invadida por recuerdos recién instalados, provenientes, por así decir, del trastero, girando hacia la izquierda y mirando en la dirección equivocada —también instructiva—; y podría asimismo ocurrir que esa nueva galería fuese un atajo que conduce al iglú en el que alguna vez guardó, y luego olvidó, un invierno lejano.
Olvidó, sí: porque otra característica de las Casas de la Memoria es que su constructor y ocupante puede perder cosas en ella, como sucede en cualquier otra casa: el ovillo de cuerda que estaba seguro de haber guardado junto con los sellos postales y la cinta adhesiva en el cajón del escritorio, o en el armario del vestíbulo con el martillo, las tachuelas y el alambre para los cuadros, pero que cuando lo busca no está en ninguno de esos sitios. De la Memoria Natural u ordinaria las cosas pueden desvanecerse, pura y simplemente: uno ni siquiera se acuerda de que las ha olvidado. La ventaja de contar con una Casa de la Memoria consiste en que uno sabe con certeza que en ella, en alguna parte, tienen que estar.
Ésa era pues la razón por la cual Halcopéndola estaba ahora buscando y rebuscando algo en uno de los desvanes más antiguos de sus mansiones de la memoria, algo que había olvidado, pero sabía que estaba allí.
Había estado releyendo un
ars memorativa
de Giordano Bruno intitulada
De Umbrisidearum
, un enjundioso tratado sobre los símbolos, signos y emblemas que se han de utilizar en las formas más elevadas del arte. Su ejemplar de la edición príncipe tenía algunas notas marginales manuscritas con una impecable caligrafía cursiva, a menudo esclarecedoras, pero intrigantes las más de las veces. En una página en la que Bruno indica las diferentes categorías de símbolos que es menester utilizar para los distintos propósitos, el comentarista había acotado: «Como en las cartas del retorno de R.C., hay Personas, Lugares, Cosas, etc., cuyos emblemas o cartas son para recordar o predecir, y para el descubrimiento de mundos diminutos». Ahora bien, «R.C.» podía significar «Romano Católico», o quizá —aunque menos probable— «Rosacruz». Pero ese campanilleo que escuchaba, distante, desde allá, pensó Halcopéndola, donde antaño ella guardara su infancia lejana, era la resonancia de «personas, lugares y cosas».
Con cautela, pero con impaciencia creciente, avanzó a través de aquella miscelánea, su perro Chispa, un viaje a Rockaway, su primer beso; el contenido de los arcones la intrigaba, y se internaba en los inútiles corredores de las reminiscencias. En cierto lugar ella había guardado un cencerro viejo y oxidado: por qué, no tenía al principio ni la más vaga idea. Tentativamente, lo hizo sonar. Era el campanilleo que había escuchado, y al instante se acordó de su abuelo (a quien, ¡por supuesto!, el cencerro simbolizaba, ya que había sido granjero en Inglaterra hasta que emigró a esta ciudad sin vacas). Ahora lo distinguía con toda claridad, allí, donde ella lo dejara instalado, bajo el manto de la chimenea, junto con los cacharritos Toby cuyas caras se parecían a la de él, en una poltrona destartalada: hacía girar el cencerro entre sus manos como solía hacerlo antaño con su pipa.