Le preguntó:
—¿No me hablaste tú una vez de ciertas cartas con personas y lugares y cosas?
—Puede ser.
—¿A propósito de qué?
Silencio.
—Bueno, de mundos diminutos, entonces.
La luz de un Sol pretérito disipaba las sombras en aquel desván, y ella estaba sentada a los pies de su abuelo en el antiguo apartamento.
—Eran la única cosa de valor que encontré en toda mi vida, y las desperdicié regalándoselas a una chica tonta. Cualquier trujamán me habría dado veinte chelines por ellas, de eso estoy seguro, tan antiguas eran y tan bonitas. Las encontré en una cabaña que el dueño de las tierras quería demoler. Y ella era una chica que decía que veía hadas y duendes y cosas por el estilo. Y su padre era otro igual a ella. Violet se llamaba. Y yo le dije: «Entonces, échame con ellas la buenaventura, si es que puedes». Y ella las barajó..., y había figuras en ellas, de personas y lugares y cosas, y se rió y me dijo que me iba a morir viejo y solo en un cuarto piso, y nunca más quiso devolverme esas barajas que yo había encontrado.
Era eso, entonces. Volvió a poner en su sitio el cencerro (respetando el orden de su infancia, al lado de un manoseado mazo de barajas para jugar a la mona de ese mismo año, sólo para que el nexo permaneciera claro) y cerró aquel desván.
Mundos diminutos, reflexionó, mientras contemplaba la calle a través de los cristales racheados por la lluvia de la ventana de la salita. Para descubrir mundos diminutos. Nunca había oído mencionar esas cartas a propósito de ninguna otra cosa. Las personas y los lugares y las cosas eran los símbolos reminiscentes del Arte de la Memoria, cuya práctica requiere que se elija un lugar y se imagine vividamente a una persona mostrando sus elementos emblemáticos. Y «el retorno de R.C.»: si fuera el «Hermano R.C.» de los Rosacruces lo que esas letras significaban, habría que situar las cartas en el primer arrebato de entusiasmo Rosacruz, lo cual —apartó de un empujón la bandeja con el té y las tostadas y se limpió los dedos— también podría explicar lo de los mundos diminutos. De muchos sabía el pensamiento arcano.
El atanor de los alquimistas, por ejemplo, el Huevo Filosófico en cuyo interior se verifica la trasmutación de base en oro, ¿no era acaso un microcosmos, un mundo diminuto? Cuando los libros negros decían que se debía comenzar la Obra en el signo de Acuario y concluirla en el de Escorpio, no se referían por cierto a esos signos tal como se suceden en la esfera celeste, sino como se sucedían en el universo del Huevo mismo, el Huevo mundiforme que contiene al mundo. Y la Obra no era sino el Génesis: el Hombre Rojo y la Dama Blanca, cuando aparecían, microscópicos dentro del Huevo, eran el alma del Filósofo mismo, como un objeto del pensamiento del Filósofo, a su vez un producto de su alma, y así sucesivamente,
regressus ad infinitum
, y, por añadidura, en ambas direcciones. Y el Arte de la Memoria, ¿no había acaso el Arte introyectado, en los círculos finitos de su cráneo, el cráneo de Halcopéndola, los poderosos círculos de los cielos? Y ese mecanismo, una vez introyectado ¿no había regido desde entonces su memoria y su percepción, por ende, de los sucesos sublunares, celestiales e infinitos? La descomunal carcajada de Bruno cuando comprendió que Copérnico había invertido el universo, ¿qué era sino el júbilo de ver confirmada su convicción de que la Mente, en el centro de todas las cosas, contiene todas las cosas de las que es el centro? Si a la Tierra, el antiguo centro, se la viera ahora realmente girar más o menos a mitad de camino entre el centro y el espacio exterior, y si el Sol, que antes giraba en una órbita a mitad de camino del espacio exterior, fuese ahora el centro, tendría que haberse producido en el cinturón de las estrellas una torsión como la de la banda de Moebius; ¿y adonde habría ido a parar, entonces, la antigua circunferencia? Era, en un sentido estricto, absolutamente inimaginable: el Universo estallaría en el infinito, un círculo en el cual la Mente, el centro, estaría en todas partes, y la circunferencia en ninguna. El espejo engañoso de lo finito se hacía añicos, Bruno reía a carcajadas, los dominios siderales se convertían en un brazalete de gemas en una mano.
En fin, todo eso era historia antigua. Cualquier escolar (en las escuelas en que se había educado Ariel Halcopéndola) sabía que los mundos diminutos eran grandes. Si esas cartas estuvieran en sus manos, ella no dudaba de poder averiguar en un momento qué mundos diminutos, exactamente, servían para descubrir: y tampoco dudaba de haber viajado por ellos. Sin embargo, ¿serían esas cartas las que encontrara y perdiera su abuelo? ¿Y serían, además, las mismas cartas en las que Russell Eigenblick pretendía estar? Una coincidencia de tal magnitud no le parecía improbable a Halcopéndola: en su Universo no existía el azar. Mas de cómo proseguir la búsqueda, y llegar a saber, no tenía la más vaga idea. Y esa senda, en verdad, se parecía tanto a un callejón sin salida que optó, de momento, por abandonarla. Eigenblick no era Romano Católico, y los Rosacruces, como todo el mundo sabe, eran invisibles, y Russell Eigenblick, cualesquiera otras cosas que pudiera ser, era en todo caso muy visible.
—Al demonio con todo —murmuraba cuando sonó el timbre de la puerta de la calle.
Consultó su reloj. Pese a que el día estaba obscuro ya como la noche, la Doncella de Piedra aún dormía. Salió al recibidor, sacó del paragüero un pesado bastón, y abrió la puerta.
Engabanada, tocada de ala ancha, transida por la lluvia, castigada por el viento, la negra figura detenida en el umbral la sobresaltó por un instante.
—Servicio Alado de Mensajería —dijo el hombre—. Hola, señora.
—Hola, Fred —dijo Halcopéndola—. Me has dado un susto. —Por primera vez había comprendido el peyorativo «Mandinga»—. Adelante, adelante.
Fred no quiso pasar más allá del recibidor, porque chorreaba agua; y allí se quedó, chorreando, mientras esperaba a Halcopéndola, que volvió trayendo whisky en una copa de vino.
—Días sombríos —dijo, cogiendo la copa.
—Santa Lucía —dijo ella—. Los más sombríos.
Fred rió entre dientes, sabiendo que ella sabía que no era sólo al clima a lo que él se había referido. Apuró el whisky y de su cartera forrada de plástico sacó el abultado sobre que traía para ella. Halcopéndola firmó la libertad de Fred.
—Mal día para trabajar —dijo.
—Ni la lluvia ni la nieve ni el granizo —dijo Fred—, y el buho, pese a todas sus plumas, pilló un romadizo.
—¿No quieres quedarte un momento? —dijo ella—. La chimenea está encendida.
—Si me quedara un
momento
—Fred Savage se inclinó hacia un lado— me quedaría una hora —y se inclinó hacia el otro lado vertiendo chorros de lluvia del ala de su sombrero—. Es así la cosa. —Se enderezó, saludó con una reverencia, y se marchó.
No había hombre más honrado que él, cuando trabajaba, cosa que no sucedía con demasiada frecuencia. Halcopéndola (mientras imaginaba a Fred como una bobina o una lanzadera que pespunteaba de arriba abajo la lluviosa ciudad) cerró la puerta y regresó a su salita.
El abultado sobre contenía un fajo de billetes flamantes de alta denominación, y una brevísima nota en el papel timbrado del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. «Honorarios según lo convenido por el asunto de R.E. ¿Ha llegado usted a alguna conclusión?» No traía firma.
Dejó caer la esquela sobre el legajo abierto de Bruno que había estado estudiando, y contando los suculentos honorarios que aún no había devengado, se disponía a ir a sentarse junto al fuego, cuando una conexión súbita, furtiva, se estableció en su mente. Volvió a la mesa, encendió una lámpara posterior, y estudió de cerca, con detenimiento, la nota marginal que en un principio alimentara el torrentoso río de ideas, ese río que la esquela del Club acababa de desviar de su curso.
La caligrafía cursiva se caracteriza por su legibilidad. No obstante, algunas veces las presuntuosas mayúsculas, si han sido trazadas a prisa, pueden dar lugar a confusiones. Y sí: observada de cerca, no cabia duda alguna: allí donde ella había leído «el retorno de R.C.» debía leerse «el retorno de R.E.».
¿Dónde demonios, si es que aún existían, estaban esas cartas?
A medida que se hacía más vieja, Nora Nube parecía cobrar, a los ojos de sus allegados, mayor volumen y solidez. También ella —sin que su peso físico aumentara— tenía la sensación de crecer, de agrandarse enormemente. Y cuando a una edad cercana a los tres dígitos, se desplazaba lentamente a través de la casa apoyada en dos bastones para que sostuvieran la mole de sus años, se encorvaba —eso parecía— menos por debilidad que para acomodarse a la estrechez de los corredores de Bosquedelinde.
Con parsimonia cuadrúpeda, descendió desde su habitación hasta la mesa de juego de la sala de música, donde, bajo una lámpara de bronce y cristal verde, guardadas en su bolso y su estuche, la esperaban sus cartas, y donde Sophie, su discípula en los últimos años, también la esperaba.
Los bastones chasquearon, los huesos de las rodillas le crujieron, y Nube se dejó caer en su sillón. Encendió un cigarrillo pardusco, lo posó a su lado sobre un platillo, y el humo se elevó en una voluta tenue y sinuosa como el hilo de un pensamiento.
—¿Cuál es nuestra pregunta? —dijo.
—Igual que ayer —respondió Sophie—. Continuar, nada más.
—Ninguna pregunta —dijo Nube—. De acuerdo.
Después, las dos permanecieron un rato calladas. Un momento de silenciosa oración: a Nube le había encantado y sorprendido oír a Fumo describir con esas palabras ese intervalo de silencio: un momento para meditar sobre la pregunta, o la no-pregunta, como hoy.
Sophie, con sus manos largas y delicadas sobre los ojos, no pensaba preguntas; imaginaba las cartas en la obscuridad del bolso y el estuche. No las imaginaba como unidades, como simples trozos de papel, no, ya no podía, aunque quisiera hacerlo, imaginarlas de esa forma. Tampoco las imaginaba como ideas, como personas, lugares, cosas. Las imaginaba como un todo, un cuento o un interior, algo hecho de espacio y tiempo, vasto y extendido pero compacto, articulado, dimensional y desplegable hasta el infinito.
—Bueno —dijo Nube con dulce firmeza. Su mano pecosa revoloteó por encima del estuche—. ¿Te parece bien que extienda una Rosa?
—¿Me dejas a mí? —preguntó Sophie. Nube apartó su mano antes de que sus dedos rozaran el estuche, para no interferir en el control de Sophie. Sophie, tratando de imitar los gestos sobrios, la serena atención de Nube, extendió una Rosa.
Seis de copas y cuatro de bastos, el Nudo, el Deportista, as de copas, el Primo, cuatro de oros y reina de oros. La Rosa crecía sobre la mesa de juego con una fuerza férrea y orgánica a la vez. Si como hoy no había ninguna pregunta, la pregunta era simple: ¿a qué pregunta responde esta Rosa? Sophie puso en su sitio la carta central.
—Otra vez el Loco —dijo Nube.
—Discusión con el Primo —dijo Sophie.
—Sí —dijo Nube—. Pero, ¿el primo de quién? ¿El suyo o el nuestro?
La carta del Loco en el centro de la Rosa mostraba a un personaje en armadura, de poblada barba, cruzando un arroyo. Como el Caballero Blanco, parecía resuelto a tirarse de cabeza, abierto de piernas, de su brioso corcel. Su expresión era serena, y no parecía mirar el riacho en el que iba a caer, sino más allá de la figura, hacia el observador, como si lo que estaba haciendo fuera intencional, una bufonada o, posiblemente, una demostración de algo: ¿la gravedad? Tenía una concha de peregrino en una mano y una ristra de chorizos en la otra.
Antes de proseguir con la interpretación de una figura, le había explicado Nube, era menester que decidieran qué significado se debía atribuir en el momento a las cartas mismas. «Las puedes imaginar como una historia, y en ese caso tendrás que buscar el principio, el nudo, el desenlace; o una frase, y analizarla en sus partes gramaticales; o una pieza de música, y hallar la clave y el compás; o cualquier otra cosa, cualquiera con tal que además de partes tenga sentido.»
—Puede ser —dijo, observando ahora esa Rosa con un Loco en el centro— que lo que aquí tenemos no sea un cuento ni un interior, sino una Geografía.
Sophie le preguntó qué había querido decir, y Nube, mejilla en mano, respondió que ni ella misma lo tenía muy claro. No un mapa ni un paisaje, sino una Geografía. Sophie, mientras escrutaba la Rosa que había extendido, cavilaba, también ella mejilla en mano; una Geografía, pensó, y se preguntó si acaso aquí, si esto, si..., pero entonces cerró los ojos e hizo una pausa; no, nada de preguntas hoy, por favor, y esa pregunta menos que ninguna.
La vida, pensaba Sophie (o así al menos veía ella la suya a medida que se alargaba), era como una de las casas con muchos pisos de sueños que en otros tiempos había sabido construir, y donde el soñante (en una lenta o súbita oleada de lucidez, como bajo un chorro de agua fría) comprende que en realidad estaba durmiendo y soñando, y que sólo él ha inventado la tarea imposible, el lóbrego hotel, los tramos de escaleras, que ahora se desvanecen deshilachados y quiméricos; se despierta, con alivio, en su propia cama (si bien la cama, por alguna razón que no alcanza a recordar, está instalada en una calle bulliciosa o flotando sobre un mar en calma); y se levanta bostezando, y tiene aventuras extrañas que se suceden hasta que (en una lenta o súbita oleada de lucidez) se despierta: se había dormido aquí, simplemente, en este paraje desierto (Oh, ya recuerdo)..., o bien (Oh, ya comprendo) en la antecámara de este palacio, y es hora de que me levante y me ocupe de las cosas de la vida; y una y otra y otra vez: así había sido su vida.
Había habido un sueño, el sueño de Lila, que Lila era real y de Sophie. Y entonces ella se había despertado y Lila no era Lila, no: eso lo supo Sophie, supo que sin razón alguna, ninguna que ella pudiera recordar ni imaginar, había sucedido algo terrible, y Lila ni era Lila ni suya, sino otra cosa. Ese sueño —uno de esos sueños que llamamos pesadillas, esa clase de sueños en los que ha acontecido una desgracia, una desgracia espantosa e irrevocable que deja el alma transida por una congoja que nada podrá mitigar— había persistido durante casi dos años y no había cesado en realidad la noche (esa noche que ella no podía evocar sin estremecerse, sin que le escaparan gemidos del pecho, no, ni siquiera después de veinte años) en que, en un rapto de desesperación y sin decir nada a nadie, le había llevado la criatura falsa a George Ratón: y el fuego en la chimenea; y las explosiones, y la fosforescencia y la lluvia y las estrellas y las sirenas.