—¿Y es divertido —preguntó— eso de tener un Destino?
—No demasiado —dijo ella. Pese a que el fuego había calentado suficientemente la pequeña estancia, ella había empezado a encogerse otra vez—. Cuando yo era chica, todos se burlaban de mí a causa de eso. Menos Abuela. Pero no pudo resistir la tentación de ir a contárselo a todo el mundo. Y La Negra también lo contó. Y yo seguía siendo la misma flacuchenta que ni cagar sabía. —Se agitaba entre las mantas, intranquila, y hacía girar en el dedo la sortija de plata.— El Destino maravilloso de Sylvie. Hacían bromas a montones al respecto. Y un día —desvió la mirada—, un día apareció el tío ése, el viejo gitano. Mami no quería dejarlo pasar, pero él dijo que había venido desde Brooklyn sólo para verme. Así que entró. Todo encorvado y sudoroso, y gordísimo. Y hablando ese español tan raro. Y a mí me sacaron a la rastra, y me exhibieron. Yo estaba comiendo una pata de pollo. Y él me miró un buen rato con esos ojos saltones, y la boca abierta. Y de repente..., ay, hombre, si es cosa de no creer, va y se pone de rodillas, y lo que le costó hacerlo, y me dice: Acuérdate de mí cuando hayas entrado en tu reino. Y me da esto —levantó la mano (la palma, con su intrincada red de líneas minuciosamente trazadas) y la hizo girar para mostrar la sortija de plata, el frente y el dorso—. Después, todos tuvimos que ayudarle a levantarse.
—¿Y entonces?
—Se volvió a Brooklyn. —Guardó silencio un momento, recordándolo.— Hombre, a mí no me gustaba nada el tío ése. —Se echó a reír.— Cuando estaba a punto de marcharse, yo le metí en el bolsillo la pata de pollo. Ni se dio cuenta. En el bolsillo de la chaqueta. A cambio del anillo.
—Una pata de pollo por un anillo de plata.
—Aja. —Rió otra vez, pero un momento apenas. De nuevo parecía inquieta, angustiada. Cambiante: como si sus vientos variaran sin cesar, como si su clima fuera mucho más inestable que el de la mayoría de la gente.— Gran negocio —dijo—. Olvídalo. —Bebió ansiosa, rápidamente un trago largo y enseguida soltó el aliento y se apantalló la boca con la mano para enfriar el fuego del ron. Devolvió la taza y se arrebujó bajo las mantas.— Si ni siquiera soy capaz de cuidar de mí misma. Mucho menos de los demás. —Su voz sonaba débil ahora, cansada. Se dio vuelta de espaldas a Auberon, y se hubiera dicho que trataba de desaparecer; luego se volvió otra vez y bostezó. Auberon pudo verle el interior de la boca, la lengua arqueada, hasta la úvula: no de ese rosa indefinido del paladar de la gente blanca, sino de un color más intenso, más rico, con tintes de coral. Se preguntó...— Ese crío probablemente ha tenido suerte —dijo ella, cuando acabó de bostezar—. Librarse de mí.
—Eso no lo puedo creer —dijo Auberon—. Os entendíais tan bien.
Ensimismada, absorta en sus pensamientos, ella no respondió.
—Quisiera... —dijo, pero luego nada más.
Él deseaba poder pensar en algo, alguna cosa para ofrecérsela. Además de todas las cosas.
—Bueno —dijo—, aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Todo el tiempo que quieras.
De repente ella tiró de las mantas y se arrastró a través de la cama, se iba, y Auberon sintió el loco impulso de agarrarla, de impedir que se marchase.
—
Pipi
—dijo ella.
Trepó por encima de las piernas de Auberon, saltó al suelo y abrió de un tirón la puerta del retrete (que se abrió apenas lo suficiente para que ella pudiera pasar antes de chocar con la contera de la cama), y encendió la luz.
La oyó bajarse la cremallera del pantalón.
—¡Ufff! ¡Qué frío está este asiento! —Un silencio, y enseguida el siseo hueco de las aguas menores. Un momento después, le oyó decir:— ¿Sabes una cosa? Eres un tipo simpático. —Y cualquier cosa que él hubiera podido responder a eso (no se le ocurrió nada) quedó ahogada en el ruido del agua cuando ella tiró de la cadena.
Los preparativos del lecho común fueron un puro regocijo (él sugirió en broma que podían dormir con una espada desnuda entre los dos, y a ella, que nunca había oído hablar de nada semejante, le había hecho muchísima gracia), pero cuando la locomotora quedó al fin inmóvil y la obscuridad los envolvió, Auberon la oyó llorar, quedamente, ahogando las lágrimas, distante en la mitad del lecho que le había tocado en el reparto.
Auberon había supuesto que ninguno de los dos dormiría esa noche; no obstante, al cabo de una búsqueda larga y agitada, de este lado y del otro, después de haberse quejado (¡Ay! ¡Ay!) en voz baja varias veces, como si sus propios pensamientos la amedrentaran, Sylvie acabó por encontrar un camino hacia la Puerta de Cuerno; las lágrimas se habían secado en sus pestañas renegridas: dormía. En sus forcejeos, había enrollado las mantas tortuosamente alrededor de su cuerpo, y Auberon, que ignoraba que una vez traspuesto el umbral estaría como muerta durante varias horas, no se atrevía a tironear de ellas demasiado. Para dormir, Sylvie se había puesto una camiseta, de esas que se fabrican en serie como souvenirs para los hijos de los turistas, y que llevan burdamente impresas en colores chillones cuatro o cinco atracciones de la Gran Ciudad; eso, y unos calzones diminutos, unos trocitos de seda negra y un elástico, no más grande que una venda para los ojos. Durante largo rato, mientras la respiración de Sylvie se volvía más regular y acompasada, él permaneció despierto a su lado. Se durmió un momento, y soñó que la camiseta de niña que ella llevaba, y su tremenda desesperación, y las ropas y mantas de la cama, se trenzaban, protectoras, alrededor de su cuerpo moreno, y que la deliberada e intensa eroticidad de sus casi inexistentes prendas interiores era una adivinanza. Se rió, en sueños, al comprender los sencillos juegos de palabras contenidos en esas prendas, y la respuesta sorprendente, pero obvia, y su propia risa lo despertó.
Furtivamente, como una de las gatas de Llana Alice cuando trataba de buscar el calor de un cuerpo sin perturbar al que dormía, su brazo se abrió un lento camino por debajo de las mantas y por encima de ella. Durante largo rato permaneció así, cauteloso e inmóvil. Y, durmiéndose a medias, volvió a soñar, esta vez que su brazo, en contacto con el de ella, se le iba transformado lentamente en oro. Se despertó, y descubrió que lo tenía dormido, pesado e inerte; lo retiró, picoteado por agujas y alfileres; se lo acarició, olvidando por qué éste y no el otro se le antojaba tan valioso; se durmió otra vez; se volvió a despertar. Sylvie, a su lado, se había vuelto inmensamente pesada, parecía pesar en su mitad de la cama como un tesoro, más prodigioso por lo compacto que era, y más prodigioso aún porque no tenía conciencia de serlo.
Cuando al fin se durmió, esta vez de verdad, no soñó, sin embargo, con nada que tuviera relación con la Alquería del Antiguo Fuero: soñó con su niñez, con Bosquedelinde y con Lila.
Un pensamiento, una gracia, un milagro siquiera que ninguna virtud pueda condensar en palabras.
Marlowe
,
Tamburlaine
La casa en la que se crió Auberon no era la misma casa en la que se había criado su madre. Desde que Fumo y Llana Alice tomaran posesión —los directores naturales de una familia compuesta por sus hijos y los padres de Alice—, las riendas de un antiguo orden se habían aflojado. A Alice le encantaban los gatos, que a su madre nunca le habían inspirado simpatía, y a medida que Auberon crecía, el número de gatos en la casa se incrementaba en progresión geométrica. Dormían apiñados delante de las chimeneas encendidas, su pelusa llevada por el aire cubría los muebles y las alfombras como una escarcha seca y permanente, sus caritas diabólicas espiaban a Auberon, cautelosas, desde los rincones más inverosímiles. Había una atigrada cuyo pelaje rayado le dibujaba unas feroces cejas falsas por encima de los ojos, dos o tres negros, una blanca a manchas rojas complejas y dispersas como un entreverado tablero de ajedrez. En las noches frías Auberon se despertaba a menudo oprimido, se revolvía bajo las mantas, y arrancaba dos o tres cuerpos apretujados, compactos, de un voluptuoso, extático deleite.
Además de los gatos, estaba Chispa, el perro. Descendía de una larga línea de perros que parecían todos (eso decía Fumo) hijos naturales de Buster Keaton: unas manchas claras encima de los ojos de Chispa, le conferían la misma expresión levemente reprobadora, enormemente alerta, cariacontecida. Siendo ya fabulosamente viejo, había preñado a una prima visitante y engendrado tres canes anónimos, además de un nuevo Chispa; una vez asegurada su descendencia, se había apoltronado en el sillón favorito del doctor, delante del fuego, por el resto de sus días.
Sin embargo, no era tan sólo que los animales (y el doctor se expresaba bien a las claras sin siquiera mencionar su antipatía por los animales domésticos) desplazaran al doctor y a Ma de su sitio en la casa. Era como si (y sin que perdieran por ello posición ni dignidad), llevados por una vertiginosa y creciente marea de juguetes, migas de galletitas, natillas, pañales, curitas y literas, se fueran alejando silenciosamente hacia el pasado. Mamá, desde que también su hija era una mamá, pasó a ser Mamá Bebeagua, más tarde Mamá B., y por último Mambé, cosa que ella no pudo menos que sentir como una especie de promoción forzosa, injusta para quien siempre había servido en filas duro y bien. Y con el correr de los años, los numerosos relojes de la casa empezaron Comoquiera a canturrear desincronizados, pese a que el doctor, las más de las veces con uno o dos nietos pegados a sus rodillas, solía ponerlos en hora, y darles cuerda, y escrutar a menudo sus mecanismos.
También la casa envejecía, en lo esencial con gracia, y con el corazón todavía robusto, si bien hundiéndose por aquí y flaqueando por allá; su manutención era una tarea inmensa y de nunca acabar. En los contornos, fue menester clausurar algunos aposentos: una torrecilla, una extravagancia, un invernáculo todo de cristal, cuyos paneles de azúcar cande, desprendidos losange tras losange del merengue de hierro forjado en el que los incrustara John Bebeagua, yacían desparramados por el suelo entre los tiestos de las flores. De los numerosos jardines y canteros de flores de la casa, fue el de la huerta el que soportó la ruina más lenta, la decadencia más prolongada. Pese a que el enjalbegado se desconchaba en copos del primoroso porche tallado, pese a que los peldaños se hundían y el sendero de lajas había desaparecido bajo la romaza y el diente de león que lo invadían, musculosos, por entre las grietas, la tía abuela Nube cuidó de él mientras pudo, y en los arriates siempre había flores. Tres manzanos silvestres habían crecido en el fondo de la huerta, y envejecido, robustos y nudosos; cada otoño desparramaban por el suelo sus frutos para embriagar a las avispas al tiempo que se pudrían. Mambé hacía jalea con una parte de ellos. Con el tiempo, cuando Auberon se convirtió en un coleccionista de palabras, la palabra «silvestre» siempre le evocaba el recuerdo de aquellas manzanitas anaranjadas y rugosas que se amustiaban en su acritud inútil entre las malezas.
Auberon se había criado en el jardín. Cuando llegó por fin aquella primavera en la que Nube decidió que intentar cuidar de él con su espalda y sus piernas en el estado en que se hallaban, y fracasar, sería aún más doloroso que dejarlo crecer a su capricho, Auberon empezó a sentirse allí mucho más a gusto. Ya no le estaba prohibido pisar los parterres de flores. Y así, abandonados a su suerte, el jardín y sus edificios cobraron algo del encanto de una ruina: en el cobertizo con olor a tierra las herramientas cubiertas de polvo parecían remotas, y las arañas hilaban sus telas en los orificios de las regaderas otorgándoles la antigüedad fabulosa de los cascos de un tesoro enterrado. La bomba siempre había tenido para él esa fascinación de lo arcano, lo bárbaro, con sus ventanas diminutas y su techo picudo y sus aleros y cornisas en miniatura. Era un santuario pagano, y la bomba de hierro era el crestudo ídolo de larguísima lengua. Solía pararse de puntillas para alcanzar el émbolo y levantarlo y bajarlo con todas sus fuerzas en tanto el ídolo tosía broncamente, hasta que algo se le atascaba en la garganta en el momento en que el émbolo se topaba con una misteriosa resistencia, y él tenía entonces que empinarse hasta casi perder pie para bajarlo, y una y otra vez, y de pronto, sin ahogos, repentina, mágicamente liberada, el agua empezaba a fluir por la ancha lengua de la bomba, y a desparramarse, en una lámina continua, límpida y tersa, sobre las carcomidas piedras del suelo.
En aquel entonces, el jardín era inmenso a sus ojos. Visto desde el puente ancho y apenas ondulado del porche, se extendía como un paisaje marino hasta los manzanos silvestres, y desde allí como una exuberante marejada de flores y de malezas indomables, hasta el muro de piedra y el portalón cerrado para siempre que daba acceso al Parque. Era un mar y una selva. Sólo él, que podía andar en cuatro patas por debajo de las enramadas, sabía qué había sido del sendero de lajas, por donde corrían, secretas, las piedras grises, frías y tersas como el agua.
De noche, había luciérnagas. A Auberon siempre lo tomaban por sorpresa: cómo podía ser que, en un momento, pareciera no haber ninguna, y entonces, cuando el crepúsculo se trocaba en azul, y él alzaba la vista de algo —una topera, como ser, en lento, paulatino proceso de construcción— que había estado mirando absorto, ya estuviesen allí, luminosas contra el terciopelo de la obscuridad.
Hubo cierta tarde en la que decidió que se quedaría en el porche hasta que el día se hiciera de noche, y sentarse a esperar, esperar y nada más, y descubrir la primera que se encendiese, y la siguiente, y la otra, acuciado por un ansia de totalidad que lo consumía, que siempre habría de consumirlo.
Los escalones del porche tenían aquel verano la altura justa de un trono para él, y allí se sentó, las suelas de sus zapatillas bien plantadas, atento, sí, pero no a tal extremo que no observara el nido de aguador perfectamente modelado en las vigas del porche, o la voluta plateada del humo de un avión de reacción; hasta tarareaba las palabras sin sentido de una onomatopeya de la luz crepuscular. Durante todo ese rato había estado en acecho, y sin embargo fue Lila quien, a la larga, vio la primera luciérnaga.
—Ahí —dijo con su vocecita pedregosa; y allá, en medio de la jungla de los heléchos, la lucecita se encendió como creada por el dedo con el que ella la señalaba. Cuando se encendió la siguiente, la señaló con un dedo del pie.