Ésta era la dificultad. Como el mazo de barajas común, el de Violet contenía una serie de veintiún arcanos mayores; pero en las suyas, las personas, los lugares, las cosas, los conceptos no eran en modo alguno los Arcanos Mayores. Y así, cuando aparecía el Hato, por ejemplo, o el Viajero, o la Oportunidad, o la Multiplicidad, o el Deportista, era preciso dar un salto, imaginar significados que tuvieran un sentido en el conjunto de la figura. A lo largo de los años, y con una certeza creciente, ella había atribuido significados a sus arcanos, significados que infería de la forma en que iban apareciendo entre las copas y las espadas y los bastos, y dilucidado, o creído dilucidar, sus influencias, malignas o benéficas. Pero nunca podía estar segura. La Muerte, la Luna, el Juicio..., esos arcanos mayores tenían un significado vasto y obvio; pero ¿qué significado podía tener el Deportista?
A semejanza de todas las personas representadas en sus cartas, era una figura musculosa de una apariencia no del todo humana, en una postura absurda, arrogante, con los dedos de los pies levantados y los nudillos sobre las caderas. Parecía por cierto excesivamente engalanado para lo que estaba haciendo, con cintas en las rodillas, tajos en el jubón y una guirnalda de flores moribundas alrededor del ancho sombrero; pero era sin lugar a dudas una caña de pescar lo que llevaba al hombro. También había algo parecido a una red, y otros adminículos que ella desconocía; y un perro, que se parecía extraordinariamente a Chispa, dormido a sus pies. Era el Abuelo quien llamaba el Deportista a esta figura; debajo de ella, escrita en mayúsculas redondas, la palabra PISCATOR.
—Bien —dijo Violet—, nuevas explicaciones, y buenos momentos, o aventuras al aire libre, para alguien. Eso es agradable.
—¿A quién? —preguntó Nora.
—Para quién.
—Bueno, ¿para quién?
—Para quien sea a quien le estamos echando las cartas. ¿Lo habíamos decidido ya? ¿O era sólo para practicar?
—Ya que está saliendo tan bien —dijo Nora—, digamos que es para alguien.
—August. —Pobre August, algo bueno tenía que depararle la suerte.
—De acuerdo. —Pero antes de que Violet llegara a abrir una nueva carta, Nora dijo:— Espera. No deberíamos jugar con estas cosas. Porque si no era August desde el comienzo..., ¿que pasaría si ahora apareciera algo horroroso, quiero decir? ¿No temeríamos que pudiera cumplirse? —La mirada perdida más allá de la enmarañada figura de las cartas, sentía miedo por primera vez de su poder.— ¿Siempre se cumplen?
—No sé. —La mano de Violet se apartó bruscamente de las cartas.— No —dijo—. A nosotros no. Creo que pueden predecir cosas que nos podrían suceder. Pero..., bueno, nosotros estamos protegidos, ¿no?
Nora no contestó. Ella confiaba en Violet, y estaba convencida de que Violet conocía del Cuento cosas que ella ni siquiera podía imaginar; pero protegida, no, ella nunca se había sentido protegida.
—Hay catástrofes —dijo Violet— de naturaleza ordinaria, que si las cartas las predijeran yo no las creería.
—¡Y tú corriges
mi
gramática! —dijo Nora, riendo. Violet, riendo a su vez, dio vuelta la carta siguiente: el Cuatro de Copas, invertido.
—Hastío. Disgusto. Aversión —dijo Nora—. Una experiencia amarga.
Abajo, sonó el timbre de la puerta. Nora se levantó de un salto.
—Vaya, quién podrá ser —dijo Violet, mientras recogía las cartas de un manotazo.
—Oh —dijo Nora—. No sé. —Corrió al espejo, y se esponjó la espesa cabellera dorada y se alisó la blusa.—
Podría
ser Harvey Nube, dijo que tal vez vendría de pasada a devolver un libro que le he prestado. —Se detuvo un momento y suspiró, como si la fastidiara la interrupción.— Creo que será mejor que baje a ver.
—Sí —dijo Violet—. Ve a ver. Volveremos a hacer esto otro día.
Pero cuando, una semana después, Nora solicitó otra lección, y Violet fue al cajón en que guardaba las cartas, ya no estaban allí. Nora insistía en que ella no las había sacado. No estaban en ningún otro sitio en que Violet, distraídamente, hubiera podido dejarlas. Con la mitad de sus cajones vacíos y papeles y cajas en profusión desparramados por el suelo tras la infructuosa búsqueda, se sentó en el borde de la cama, intrigada y un poco alarmada.
—Han desaparecido —dijo.
—Haré lo que tú quieras, August —dijo Amy—. Todo lo que quieras.
August inclinó la cabeza hasta sus levantadas rodillas y dijo:
—Oh, Jesús, Amy. Oh, por Dios, lo siento tanto.
—No jures así, August, es terrible. —Tenía el rostro ensombrecido y lloroso, como el paisaje del ya segado maizal, velado por los celajes del otoño; los mirlos rondaban en busca de grano, remontándose en vuelo como alertados por señales invisibles, para volver a posarse en otros sitios. Puso sobre las manos de August las suyas, agrietadas por las faenas de la cosecha. Temblaban los dos, de frío y de lo frío de la circunstancia.— He leído en los libros, y aquí y allá, que las personas se aman por un tiempo, y después ya no más. Nunca supe por qué.
—Tampoco yo sé por qué, Amy.
—Yo te querré siempre.
August irguió la cabeza, tan agobiada de melancolía y de tiernos remordimientos que era como si él se hubiese transformado en niebla y otoño. Antes, la había amado intensamente, pero nunca con un amor tan puro como ahora, cuando acababa de decirle que nunca más la volvería a ver.
—Sólo quisiera saber por qué —dijo ella.
Él no podía decirle que se trataba, principalmente, de una cuestión de planes, nada que tuviera que ver con ella en realidad, sólo ciertos compromisos perentorios que él tenía en otra parte... oh, Dios, perentorios, perentorios... Se había citado con ella allí, bajo los heléchos, al amanecer, cuando en casa no la echarían en falta, para romper con ella, y la única explicación aceptable y honorable que pudo encontrar era que ya no la quería, y ésa era la que le había dado, al cabo de largas vacilaciones y de una multitud de besos fríos. Pero ella se había mostrado tan valerosa cuando se lo dijo, tan aquiescente, y las lágrimas que le rodaban por las mejillas eran tan saladas, que ahora le parecía que se lo había dicho para ver lo buena que era, lo leal, lo sumisa; para atizar, con la idea de la inminencia de la pérdida, sus sentimientos vacilantes.
—Oh, no, Amy, por favor, yo nunca quise... —La tomó en sus brazos y ella cedió, temerosa de transgredir la prohibición que él le impusiera un momento antes, cuando le dijo que ya no la quería; y su timidez, la mirada implorante de sus grandes ojos asustados, y locamente esperanzados, lo desarmaron.
—Es que no deberías, August, si no me quieres.
—No digas eso, Amy, por favor.
A punto de llorar también él, como si realmente no fuera a verla nunca más (aunque ahora sabía con certeza que tenía que hacerlo, y que lo haría), allí, sobre el crujiente lecho de las hojas penetró con ella en ese nuevo, triste y dulcísimo territorio del amor, donde se restañaron todas las heridas que él le había infligido.
—¿El domingo que viene, August? —Tímida, pero segura ahora.
—No. El domingo que viene no. Pero... Mañana. O esta noche. ¿Podrás...?
—Sí. Ya pensaré algo. Oh, August. Dulzura.
Echó a correr, enjugándose la cara, recogiéndose el pelo, retrasada, en peligro, feliz, a través del prado. Para esto he venido, pensó él, en un último y aún resistente baluarte de su alma: incluso el fin del amor no es sino un nuevo acicate del amor. Echó a andar en sentido contrario, hacia donde lo esperaba su coche con aire acusador. La cola de ardilla que ahora lo adornaba colgaba, lacia, de su soporte, humedecida por la niebla. Tratando de no pensar, giró la manivela y dio vida al motor.
¿Qué diablos podía hacer, de todos modos?
Había pensado que la ardiente espada de emociones que lo había traspasado la primera vez que vio a Amy Praderas después de adquirir su don, no era nada más que la certeza de que al fin vería satisfecho su deseo. Y después, sin embargo, certeza o no certeza, se había puesto en ridículo por ella, se había envalentonado con su padre, había dicho mentiras desesperadas a granel, siempre en un tris de que lo pescaran en falta. Esperaba horas y horas en el suelo frío de los fondos de la casa hasta que ella conseguía escaparse —ellos le habian prometido poder sobre las mujeres (ahora lo comprendía amargamente), mas no poder sobre sus circunstancias—, y si bien Amy accedía a todas sus proposiciones, y respondía uno por uno a todos sus caprichos, ni siquiera el impudor con que se le entregaba aliviaba aquella sensación de no tener un verdadero dominio de la situación, de estar a merced de un deseo más exigente, menos una parte de él y más un demonio que lo tiranizaba, de lo que antes fuera.
La sensación se agudizó, con el correr de los meses, mientras iba y venía en su Ford por los cinco poblados, hasta convertirse en una certidumbre: él conducía el Ford, pero se sentía llevado, timoneado, manipulado sin cuartel.
Violet no preguntó por qué había renunciado a la idea de instalar un garaje en Arroyodelprado. De tanto en tanto él se quejaba de que en el viaje de ida y vuelta a la estación de servicio más próxima consumía casi toda la gasolina que cargaba el tanque, pero eso no parecía ser una insinuación ni una provocación, y en realidad se lo veía menos discutidor que nunca. Tal vez, pensaba ella, ese aire abstraído, casi hosco, como de quien está concentrado en alguna otra cosa, significara que estaba incubando algún proyecto aún más descabellado, si bien, Comoquiera, ella suponía que no; y esperaba que ese gesto de cansancio culposo que parecía notar en el rostro de su hijo cuando lo veía ir y venir sin rumbo por la casa no significara que se estaba entregando a algún vicio secreto; algo, sin duda, había sucedido. Las cartas habrían podido decirle qué, pero las cartas habían desaparecido. Era probable, pensaba, que —pura y simplemente— estuviese enamorado.
Eso era verdad. Si Violet no hubiera elegido recluirse en una habitación de los altos, habría tenido alguna idea de los estragos que estaba haciendo su hijo menor entre las adolescentes, la flor y nata de los cinco poblados que formaban una estrella alrededor de Bosquedelinde. Los padres de ellas lo sabían, un poco; las chicas mismas, entre ellas, hablaban de eso; un atisbo del Ford T de August, con la vistosa y brillante cola de ardilla flameando al viento suspendida de una varilla móvil en el parabrisas, significaba un día de angustia, una noche de agitado desvelo, una almohada mojada por la mañana; ellas ignoraban —¿cómo lo iban a imaginar?, todos sus corazones le pertenecían— que los días y las noches de August eran muy semejantes a los de ellas.
Eso era algo que él no había previsto. Había oído hablar de Casanova, pero no lo había leído. Se imaginaba los harenes, la palmada imperiosa del sultán tras la cual acudía al instante —como un refresco de chocolate, en el bar, tras la moneda que has echado en la ranura— el sumiso objeto del deseo. Se sintió azorado, confundido cuando, sin que su loco deseo de Amy cediera en lo más mínimo, se enamoró perdidamente de la hija mayor de los Flores. Devorado por la pasión y la lujuria, pensaba en ella sin cesar, cuando no estaba con Amy; o cuando no estaba pensando —¿sería posible?— en la pequeña Margaret Junípero, que aún no tenía ni siquiera catorce años. Aprendía, lentamente, lo que todos los amantes atormentados han de aprender: que si algo obliga con toda certeza al amor, es el amor mismo; que, salvo tal vez la fuerza bruta, es lo único que hace, si bien tan sólo (y ése era el don terrible que le había sido otorgado) cuando el enamorado cree de verdad, como podía creerlo August, que si su amor es suficientemente fuerte debe serle correspondido, y el de August lo era.
Cuando con el corazón acongojado y las manos trémulas había depositado sobre la roca del estanque lo que era (por más que se esforzara en ignorarlo) el tesoro más preciado de su madre, las cartas, y luego de recoger lo que allí dejaran para él, una vulgar cola de ardilla, no un regalo por cierto sino probablemente las sobras del desayuno de algún buho o un zorro, sentía que en medio de esta locura sólo el obscuro peso de la esperanza virgen lo había inducido a atarla a su Ford, pero no se hacía ilusiones. Sin embargo, ellos habían cumplido su promesa, ay, sí, y él estaba ahora en vías de convertirse en toda una antología del amor, hasta con notas al pie (un par de bragas al pie de su asiento, sin que pudiera recordar a cuál de ellas se las había sacado); mas, mientras iba y venía en su coche del bar a la iglesia, de una granja a otra granja, con el peludo talismán flameando al viento, llegó a comprender que el supuesto talismán no contenía ni había contenido jamás su poder sobre las mujeres; que su poder sobre las mujeres residía en el poder que ellas tenían sobre él.
Por lo general, los Flores venían de visita los miércoles, con un cargamento de flores para la habitación de Violet, y aunque Violet siempre se sentía un tanto azorada y culpable en presencia de tantas flores decapitadas que agonizaban lentamente, procuraba expresar admiración y maravillarse por la buena mano que tenía para las plantas la señora Flores. Pero hoy era martes, y ellos no traían flores.
—Adelante, adelante —dijo Violet. Los Flores se habían detenido, inusitadamente tímidos, en la puerta de su alcoba—. ¿Tomarán una taza de té?
—Oh, no —dijo la señora Flores—. Sólo unas palabras.
Pero cuando estuvieron sentados, intercambiando miradas entre ellos (y sin atreverse, al parecer, a mirar a Violet), durante un rato insoportablemente largo no pronunciaron una sola.
Los Flores habían aparecido en la región justo después de la Guerra, para ocupar la vieja finca de los MacGregor, «huyendo», como solía decir la señora Flores, de la Ciudad. El señor Flores había tenido allá posición y dinero, aunque qué posición exactamente nunca se supo con certeza, y menos aún cómo le había dado dinero; y no porque ellos pretendieran ocultarlo sino más bien porque les costaba, al parecer, hablar de las banalidades de la vida cotidiana. Habían sido miembros, con John, de la Sociedad Teosófica, y estaban ambos enamorados de Violet. Como la de John, la vida de los Flores era una fuente inagotable de apacible dramatismo, de vagas y a la vez apasionantes intuiciones de que la vida no era lo que pensaba el común de la gente; se contaban entre aquellos (y a Violet le sorprendía que fueran tantos, y que tantos hubiesen derivado hacia Bosquedelinde) que contemplan la vida como si fuera un gran telón opaco siempre a punto —ellos lo saben— de levantarse para mostrar algún espectáculo sorprendente y exquisito, y aunque nunca se levantara del todo, ellos eran pacientes, y notaban, entusiasmados, cada casi imperceptible oscilación del telón, a medida que los actores iban ocupando sus puestos en el escenario, aguzando el oído para escuchar los desplazamientos del inimaginable decorado.