Pqueño, grande (49 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—Arriba y a ellos, huh —dijo—. Y siempre llegas tarde. Bobaliconas.

Pensó, mientras se preparaba para el ordeñe: mira lo que me hace hacer el amor. Y quedó un momento en suspenso, sintiendo la oleada de calor que le inundaba el corazón y los ijares, porque era la primera vez que usaba esa palabra para expresar lo que sentía por Auberon. Amor, repitió para sus adentros; y sí, el sentimiento estaba allí, y la palabra era como un sorbo de ron. Por George Ratón, su amigo del alma, y de por vida, pasara lo que pasara, para él, que la había recogido cuando no tenía ningún otro sitio adonde ir, sentía una profunda gratitud y una mezcolanza de otros sentimientos, casi todos buenos; pero no este calor, semejante a una llama con una gema en el centro. La gema era una palabra: amor. Se echó a reír. Amor. Es maravilloso estar enamorado. El amor la disfrazaba con un chaquetón tosco y guantes de hortelano, el amor la mandaba a cuidar a las cabras y a calentarse las manos bajo las axilas antes de ordeñarlas.

—Ya va, ya va, un poquito de paciencia —dijo, con dulzura, dirigiéndose a ellas y al amor disfrazado de faena—. Un poquito de paciencia, ya vamos.

Acarició las ubres de Punchita.

—Eh, tetona.
Ay, mami
. ¿De dónde sacaste semejantes tetas? ¿Las encontraste debajo de una mata? —Se afanaba, pensando en Auberon dormido en su cama, en George dormido en la suya; sólo ella despierta, y todo en secreto. Encontrada debajo de una mata: una criatura abandonada. Salvada de la Ciudad, albergada dentro de esos muros y puesta a trabajar. En los cuentos, esas criaturas encontradas resultan ser, a la larga, personas de alto linaje, dadas por muertas, o abandonadas por algún error; una princesa que nadie conoce. Princesa: así la llamaba siempre George. Eh, Princesa. Una princesa perdida, hechizada y despojada de sus recuerdos de princesa; una cabreriza; pero si te arrancaras de pronto las ropas sucias de la cabreriza, ahí estaría la señal, la joya, la marca de nacimiento, la sortija de plata, todo el mundo asombrado, todo el mundo contento. Los chorros rápidos de la leche resonaban contra el cubo y siseaban al subir en espuma, izquierda, derecha, izquierda, derecha, sosegándola, intrigándola. Y entrar por fin en posesión de su reino, después de todo el trabajo: agradecida por el humilde albergue, y humilde ella por haber encontrado allí el verdadero amor; y para todos vosotros, buena gente, la libertad; y el oro. Y la mano de la princesa. Apoyó la cabeza contra el flanco peludo y tibio de Punchita, y sus pensamientos se transformaron en leche, en húmeda hojarasca, cachorritos, conchas de caracoles, patas de fauno.

—Menuda princesa —dijo Punchita—. Vaya faena.

Sylvie alzó vivamente la cabeza.

—¿Qué has dicho? —preguntó, pero Punchita se limitó a volver hacia ella su larga jeta, y continuó mascando su chicle interminable.

La casa de Brownie

Fuera otra vez, en el cercado, con un jarro de leche recién ordeñada y un huevo de cascara obscura que acababa de sacarle a la gallina que tenía su nido en el sofá despanzurrado que amueblaba la sala de estar del apartamento de las cabras. Cruzó el corcovado plantío de verduras hasta un edificio en el lado opuesto, un edificio cubierto de mustias enredaderas, con altas y tristes ventanas falsas y una escalera que no subía a ninguna puerta. Por detrás y debajo de la escalera, una pequeña rampa conducía al sótano; una miscelánea de tablas rotas y listones grises claveteados en la entrada y las ventanas permitían atisbar por entre las rendijas, pero en la obscuridad no se veía nada. Al oír a Sylvie que se acercaba, varios gatos salieron en tropel, maullando a gritos, del interior del sótano, sólo unos pocos de la manada de la Alquería; George solía decir que lo que más se cultivaba en su Alquería eran «troncos», y que el ganado que mejor prosperaba era el gatuno. Un malandrín grandote y tuerto, de cabeza achatada, era el rey allá abajo: éste no se dignó aparecer, pero sí una preciosa gatita manchada, preñadísima la última vez que Sylvie la había visto. Ya no, sin embargo: esmirriada, enflaquecida, el vientre y las grandes mamas rosadas colgantes.

—Conque has tenido gatitos, ¿eh? —dijo Sylvie en tono de reproche—. ¡Y no se lo has dicho a nadie! ¡Bribona! —La acarició, vertió un poco de leche para ellos en un platillo y, agachándose, espió por entre los resquicios.— Ojalá pueda verlos —dijo—. Mininos.

Los gatos la rondaron mientras espiaba, pero todo cuanto ella alcanzó a ver fue un par de enormes ojos amarillos: ¿los del cacique? ¿O los de Brownie?

—Hola, Brownie —dijo, porque ésa era también la casa de Brownie, pese a que nadie lo había visto jamás allí. Déjalo en paz, decía siempre George, él sabe cómo arreglarse. Pero Sylvie siempre decía hola. Tapó el jarro de la leche, lleno hasta la mitad, y empujándolo apenas junto con el huevo, lo puso en el sótano, sobre una repisa—. Está bien, Brownie, ya me voy. Gracias.

Sólo una estratagema, en cierto modo, porque no se movió de allí, con la esperanza de echarle siquiera un vistazo. Otro gato salió. Pero Brownie seguía adentro. Al fin se irguió y, desperezándose, se encaminó hacia el Dormitorio Plegable. En la Alquería del Antiguo Fuero ya había amanecido, un amanecer brumoso y apacible, no tan frío después de todo. En el centro del amurallado jardín urbano, sintiéndose suavemente bendecida, se detuvo un momento. Princesa. Hmp. Pronto tendría que pensar en conseguir un trabajo, hacer algunos planes, poner su historia nuevamente en camino. Pero en ese momento, enamorada y protegida, las faenas cumplidas, sentía que no necesitaba ir a ninguna parte, ni hacer ninguna cosa más, y de todos modos su historia seguiría su curso, clara y feliz.

E interminable. Supo, por un instante, que su historia era interminable, más interminable que cualquier cuento de hadas para niños, más interminable que «Un Mundo en Otraparte» y todas sus vicisitudes. Comoquiera. Exultante, respirando con fruición las especiosas emanaciones animales y vegetales, y sonriendo, cruzó a paso vivo la Alquería.

Desde su casa, Brownie, sonriendo también él, la siguió con la mirada por entre las rendijas. Con sus largas manos, y sin hacer ningún ruido, sacó el jarro de leche y el huevo de la repisa en que Sylvie los había dejado, y los llevó al interior de su casa; bebió la leche, sorbió el huevo y bendijo a su reina con todo su corazón.

Un banquete

Con tanta prontitud como antes se había vestido, se desnudó, dejándose sólo las bragas, mientras Auberon, despertando, la observaba por entre las mantas; desnuda, trepó de prisa junto a él, lanzando grititos a medida que se zambullía en el calor, ese calor que ella merecía (pensaba) más que nadie en el mundo, ese calor del que siempre debería disfrutar. Auberon se apartaba, riendo, de sus manos y sus pies fríos que lo buscaban, que buscaban su carne desvalida, blanda aún de sueño, pero al fin se rindió. Arrullando como una paloma, Sylvie hundió la helada nariz en el hueco de su cuello, para calentársela, mientras las manos de Auberon asían el elástico de sus bragas.

En Bosquedelinde, Sophie puso una carta sobre otra, caballo de bastos y reina de copas.

Más tarde dijo Sylvie:

—¿Tú tienes pensamientos?

—¿Hum? —dijo Auberon. Desnudo bajo su gabán, estaba preparando la hoguera en la chimenea.

—Pensamientos —dijo Sylvie—. Durante entonces. Yo sí, a montones, es casi como un cuento.

Auberon entendió a qué se refería, y se echó a reír.

—Oh,
pensamientos
—dijo—. Entonces. Claro. Descabellados. —Tenía prisa por ver el fuego encendido, echándole despreocupadamente casi toda la leña que quedaba en el cajón. Quería que hiciera calor en el Dormitorio Plegable, calor suficiente para atraer a Sylvie fuera del abrigo de las mantas. Quería verla.

—Como ahora —dijo ella—. Esta vez. Yo me dejé ir.

—Sí —dijo Auberon, porque también él se había dejado ir.

—Niños —dijo Sylvie—. Bebés, o cachorritos. De todos los tamaños y colores.

—Sí —dijo Auberon. También él los había visto—. Lila —dijo.

—¿Quién?

Él se sonrojó y atizó el fuego con un palo de golf que para ese fin guardaban en la habitación.

—Una amiga —dijo—. Una chiquilla. Una amiga imaginaria.

Sylvie, ausente aún, todavía no del todo de regreso de sus andanzas, no respondió nada. De pronto:

—Di otra vez, ¿quién?

Auberon explicó.

En Bosquedelinde, Sophie dio vuelta un arcano, el Nudo. Estaba preguntando, sin haber decidido preguntar, pero una vez más preguntando, por una hija perdida de George Ratón y por su destino, mas no encontraba la respuesta que buscaba. Encontró, en cambio, y cuanto más buscaba más la seguía encontrando, a otra niña, ésta no perdida: ahora no perdida sino buscando. Y muy cerca de ella los reyes y las reinas marchaban fila sobre fila, recitando cada cual su mensaje: Yo soy la Esperanza, Yo soy el Remordimiento, Yo soy la Indolencia, Yo soy el Inesperado Amor. Armados y montados en sus cabalgaduras, amenazantes y solemnes, proseguían su marcha a través del misterioso bosque de los arcanos; pero separada de ellos, sólo por Sophie vislumbrada, avanzando radiante en medio de obscuros peligros, una princesa que ninguno de ellos conocía. Mas, ¿dónde estaba Lila? Abrió la última carta: era el Banquete.

—Y entonces, ¿qué le pasó? —preguntó Sylvie. Las llamas crepitaban, la habitación empezaba a caldearse.

—Sólo lo que te he contado —dijo Auberon, abriendo los faldones de su gabán para calentarse las nalgas—. Nunca más la volví a ver después de ese día, en el picnic...

—A
ésa
no —dijo Sylvie—. No a la imaginaria. A la real. A la recién nacida.

—Oh. —Como si desde que llegara a la Ciudad hubiera dejado a sus espaldas varios siglos, tan sólo recordar Bosquedelinde era todo un esfuerzo; pero rastrear en las memorias de su infancia era desenterrar Troya.— Es que no lo sé, de verdad. Quiero decir que no creo que nunca me hayan contado toda la historia.

—Bueno, pero ¿qué
sucedió
? ¿Se murió, quiero decir?

—No, no lo creo —dijo Auberon, horrorizado ante esa posibilidad. Por un momento, vio toda la historia a través de los ojos de Sylvie, y parecía grotesca. ¿Cómo pudo su familia haber perdido a un bebé? O, si no lo habían perdido, si la explicación era simple (adopción, muerte inclusive), ¿cómo, entonces, podía ser que él no lo supiera? En la historia familiar de Sylvie había unos cuantos bebés perdidos, en asilos o entregados en adopción; y todos recordados, sí, todos llorados. Si en aquel momento él hubiera sido capaz de alguna emoción que no estuviera dirigida a Sylvie y a los planes inmediatos que tenía para con ella, le habría enfurecido su ignorancia. En fin, qué importaba ahora todo eso—. No importa —dijo, contento de saber que no le importaba—. No, ya no me importa un bledo.

Ella bostezó con ganas, tratando al mismo tiempo de hablar, y le dio risa.

—Entonces, ¿no piensas volver?

—No.

—¿Ni siquiera después que encuentres tu fortuna?

Él no dijo que
ya la había encontrado
, aunque era la verdad; lo había sabido desde el momento mismo en que se convirtieron en amantes. Convertirse en amantes: como por un sortilegio, como las ranas que se convertían en príncipes.

—¿Tú no quieres que vuelva? —preguntó, mientras se desembarazaba de su gabán y subía a la cama.

—Te seguiría —dijo ella—. Sí, te seguiría.

—¿Calentita? —dijo él, tirando hacia abajo el edredón que la cubría.

—Hey —dijo ella—.
Ay, qué grande
.

—Calentita —dijo él, y tomó entre sus labios el cuello y los hombros que había ido destapando y los sorbió y los mordisqueó como un caníbal. Carne. Pero viva, toda viva.

—Me estoy derritiendo —dijo ella.

Él la envolvió, entrelazándola, como si su cuerpo largo pudiera engullirla. De un solo bocado, pero infinito. Y se dispuso a dar cuenta de su desnudez: un banquete.

—Es más —dijo ella—, me estoy asando. —Y así era, porque el calor que sentía, el calor que la embargaba, profundo como era, se ahondaba sin cesar, embellecido por la gema incandescente que latía en su seno.

Maravillada, lo contempló con gratitud; lo contempló mientras él la devoraba, mientras la atraía sin cesar hacia su corazón vacío. Después, se dejó ir, y él también, ambos, una vez más, hacia el mismo reino (más tarde hablarían, compararían los sitios en que habían estado, para descubrir que eran los mismos); un reino al cual era Lila —o eso imaginaba Auberon— quien los conducía: emparejados, sin caminar y no obstante yéndose, dejándose llevar por los senderos vertebrados de malezas de una comarca sin fin, por los desvíos y meandros de una larga, larguísima historia, un y-entonces de nunca acabar, hacia un paraje semejante a aquel que Sophie, en Bosquedelinde, veía en el obscuro grabado del arcano llamado el Banquete: una larga mesa ataviada con un mantel recién plegado, con absurdas patas de grifo que pisoteaban las flores bajo los árboles retorcidos y nudosos, la alta compotera desbordante, los candelabros simétricos, todo dispuesto para los numerosos comensales, todo vacío.

Capítulo 1

Ellos no trabajan ni lloran; su sola apariencia es su razón de ser.

Virginia Woolf

Los años transcurridos desde que la recién nacida Lila fuera arrebatada de los brazos de su madre dormida habían sido para la señora Sotomonte los más ajetreados que podía recordar en una larga (en realidad casi eterna) vida. No sólo había que velar por la educación de Lila, y vigilar igual que siempre a todos los demás; estaban, por añadidura, todos los concilios y reuniones, consultas y celebraciones que se multiplicaban sin cesar a medida que los planes largamente acariciados y con tanto celo pergeñados empezaban a fructificar y los acontecimientos a sucederse con rapidez creciente; y todo ello amén de sus quehaceres de toda la vida, cada uno compuesto por incontables detalles imposibles de escatimar o escamotear.

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