Pero a medida que los «camaradas» iban tomando más importancia en la vida de la señora de Verdurin, el dictado de pelma y de réprobo lo aplicaba a todo lo que impedía a los amigos que fueran a su casa, a lo que los llamaba a otra parte; a la madre de éste, a la profesión de aquél o a la casa de campo y salud delicada de un tercero. Cuando el doctor Cottard se levantaba de la mesa y consideraba imprescindible salir para ir a ver un enfermo grave, le decía la señora de Verdurin: «¡Quién sabe!, quizá le siente mejor que no vaya usted esta noche a molestarlo; pasará muy bien la noche sin usted, y mañana va usted tempranito y se lo encuentra bueno». En cuanto entraba diciembre se ponía mala de pensar en que los fieles «desertarían» el día de Navidad y el de Año Nuevo. La tía del pianista exigía que la familia cenara aquella noche en la intimidad, en casa de la madre de ella.
—Y se le figura a usted que se va a morir su madre —exclamaba ásperamente la señora de Verdurin—, si no va usted a cenar con ella la noche de Año Nuevo, como hacen en
provincias
.
Esas inquietudes retornaban para Semana Santa.
—Doctor, supongo que usted, un sabio, un hombre sin prejuicios, ¿vendrá el Viernes Santo como un día cualquiera? —dijo a Cottard el primer año, con tono tranquilo, como el que está seguro de lo que le van a contestar. Pero esperaba la respuesta temblando, porque si no iba el doctor, corría peligro de estarse sola aquella noche.
—Sí, sí, vendré el Viernes Santo a despedirme, porque nos vamos a pasar la Pascua de Resurrección a Auvernia.
—¿A Auvernia? Para dar de comer a pulgas y piojos. ¡Que les haga buen provecho!
Y tras un momento de silencio:
—Por lo menos, si nos lo hubiera usted dicho, habría podido organizarse algo y hacer el viaje juntos y con más comodidad.
Igualmente, cuando alguno de los «fieles» tenía un amigo, o una «parroquiana», un
flirt
, que podían ser causa de «deserción», los Verdurin, que no se asustaban de que una mujer tuviera un amante con tal de que hablaran de su casa y de que la amiga no lo antepusiera a ellos, decían: «Pues bueno, traiga usted a ese amigo». Y se lo llevaba a prueba, para ver si era capaz de no guardar ningún secreto a la señora de Verdurin y si se lo podía agregar al
clan
. En caso desfavorable, se llamaba aparte al fiel que lo había presentado, y se le hacía el favor de mal quistarlo con su amigo o su querida. Y en caso favorable, el «nuevo» pasaba a ser «fiel». Así que cuando aquel año la
demimondaine
contó al señor Verdurin que había conocido a un hombre encantador, un señor Swann, e insinuó que él tendría mucho gusto en poder ir a aquellas reuniones, Verdurin transmitió acto continuo la petición a su esposa. (Nunca opinaba hasta que ella había opinado, y su misión particular era poner en ejecución los deseos de su mujer y los de los fieles, con gran riqueza de ingenio.)
—Aquí tienes a la señora de Crécy, que te quiere pedir una cosa. Le gustaría presentarte a un amigo suyo, al señor Swann. ¿Qué te parece?
—Pero vamos a ver, ¿se puede negar algo a una preciosidad como ésta? Sí, preciosidad; usted cállese, no se le pregunta su opinión.
—Bueno, como usted quiera —contestó Odette, en tono de discreteo—, ya sabe usted que yo no ando
fishing for compliments
[21]
.
—Bueno, pues traiga usted a su amigo, si es simpático.
Claro que el «cogollito» no guardaba ninguna relación con la clase social en que se movía Swann, y un puro hombre de mundo hubiera considerado que no valía la pena de gozar una posición excepcional, como la de Swann, para ir luego a que lo presentaran en casa de los Verdurin. Pero a Swann le gustaban tanto las mujeres, que cuando trató a casi todas las de la aristocracia y las conoció bien, ya no consideró aquellas cartas de naturalización, casi títulos de nobleza, que le había otorgado el barrio de Saint-Germain, más que como una especie de valor de cambio, de letra de crédito, que por sí no valía nada, pero gracias a la cual podía ser recibido muy bien en un rinconcillo de Provincias o en un oscuro círculo social de París, donde había una chica del hidalgo del pueblo o del escribano, que le gustaba. Porque el amor o el deseo le infundían entonces un sentimiento de vanidad que no tenía en su vida de costumbre (aunque ese sentimiento debió de ser el que antaño lo empujara hacia esa carrera de vida elegante donde malgastó en frívolos placeres las dotes de su espíritu y puso su erudición en materias de arte a la disposición de damas de alcurnia que querían comprar cuadros o amueblar sus hoteles), y que lo inspiraba el deseo de brillar a los ojos de una desconocida que le cautivara con mayor elegancia de la que implicaba el solo nombre de Swann. Lo deseaba, especialmente, cuando la desconocida era de condición humilde. Lo mismo que un hombre inteligente no tiene miedo de parecer tonto a otro hombre inteligente, el hombre elegante no teme que su elegancia pase inadvertida para el gran señor, sino para el rústico. Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y las mentiras de vanidad que, rebajándose, prodigaron desde que el mundo es mundo los hombres, van dedicadas a gente inferior. Y Swann, que con una duquesa era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado ante una criada.
No era de esas personas que por pereza o por resignado sentimiento de la obligación, que crea la grandeza social de estarse siempre amarrado a cierta orilla, se abstienen de los placeres que les ofrece la vida fuera de la posición social en que viven confinados hasta su muerte, y acaban por contentarse cuando se acostumbran, y a falta de cosa mejor, con llamar placeres a las mediocres diversiones y los aburrimientos soportables que esa vida encierra. Swann no hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que pasaba el tiempo, sino que hacía por pasar el tiempo con las mujeres que le habían parecido bonitas. Y muchas veces eran mujeres de belleza bastante vulgar: porque las cualidades físicas que buscaba estaban, sin darse cuenta él, en oposición completa con las que admiraba en los tipos de mujer de sus pintores o escultores favoritos. La profundidad y la melancolía de expresión eran un jarro de agua para su sensualidad, que despertaba, en cambio, ante una carne sana, abundante y rosada.
Si en un viaje se encontraba con una familia, con la que habría sido más elegante no trabar relación, pero en la que alguna mujer se le aparecía revestida de un encanto nuevo, guardar el decoro, engañar el deseo que ella inspiró, sustituir con un placer distinto el que habría podido sacar de esa mujer escribiendo a una antigua querida suya para que fuera a reunírsele, le hubiera parecido una abdicación tan cobarde ante la vida, una renuncia tan estúpida a un placer nuevo, como si en vez de viajar se estuviera encerrado en su cuarto viendo vistas de París. No se encerraba en el edificio de sus relaciones, sino que había hecho de él, para poder alzarlo de nuevo desde su base y a costa de nuevas fatigas, en cualquier parte donde hubiera una mujer que le gustaba, una tienda desmontable como las que llevan los exploradores. Y consideraba sin valor, por envidiable que a otros pareciera, todo lo que tenía traducción o cambio a un placer nuevo y con un placer nuevo. Muchas veces su crédito con una duquesa, formado de los muchos deseos que la dama había tenido durante años y años de serle agradable, sin encontrar nunca la ocasión, se venía abajo de un golpe, porque Swann le pedía, en un indiscreto telegrama, una recomendación telegráfica que inmediatamente lo pusiera en relación con un intendente suyo, que tenía una hija que había llamado la atención de Swann en el campo, comportamiento semejante al de un hambriento que da un diamante por un pedazo de pan. Y aquello, después de hecho, le divertía muchas veces, porque tenía Swann, contrapesada por sutiles delicadezas, cierta cazurrería. Pertenecía a esa clase de hombres inteligentes que viven sin hacer nada, en ociosidad, y buscan consuelo y acaso excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas tan dignos de interés como el arte o el estudio, y que la «vida» contiene situaciones más interesantes y novelescas que todas las novelas. Y así se lo aseguraba, y convencía de ello a sus más finos amigos, especialmente al barón de Charlus, al cual divertía mucho contándole aventuras picantes que le habían ocurrido; por ejemplo, que se encontraba en el tren a una mujer, que luego llevaba a su casa, y que resultaba ser la hermana de un rey que por entonces tenía en sus manos todos los hilos de la política europea, de la cual venía él a enterarse perfectamente y de un modo sumamente grato; o que, por un raro juego de circunstancias, dependía de la elección de Papa que hiciera el cónclave el que se ganara o no los favores de una cocinera.
Y no sólo ponía Swann cínicamente en el trance de servirle de terceros a la brillante falange de viudas, generales y académicos con quienes tenía particular amistad. Todos sus amigos solían recibir, de cuando en cuando, cartas suyas, pidiendo una esquela de recomendación o de presentación, con una habilidad diplomática tal, que, mantenida a través de sucesivos amores y pretextos distintos, revelaba, mucho mejor que lo hubieran revelado repetidas torpezas, un carácter permanente y una identidad de objetivos. Muchos años después, cuando empecé a interesarme por su carácter, a causa de las semejanzas que en otros aspectos ofrecía con el mío, me gustaba oír contar que cuando escribía Swann a mi abuelo (que todavía no lo era, porque los grandes amores de Swann comenzaron hacia el tiempo en que yo nací, y vinieron a cortar esas prácticas, éste, al ver en el sobre la letra de su amigo, exclamaba: «Este Swann ya va a pedir algo, ¡ojo!» y ya fuera por desconfianza, ya por ese sentimiento inconscientemente diabólico que nos impulsa a ofrecer una cosa tan sólo a las gentes que no tienen ganas de ella, mis abuelos oponían siempre una negativa absoluta a las suplicas más sencillas de satisfacer que Swann les dirigía, como presentarle a una muchacha que cenaba todos los domingos en casa; y tenían que fingir, cada vez que Swann les hablaba de ella, que apenas si la veían, cuando la verdad era que toda la semana habían estado pensando en la persona a quien podría invitarse el día que iba a casa esa muchacha, sin dar muchas veces con el invitado apropiado, todo por no querer hacer una seña, al que tanto lo estaba deseando.
Muchas veces, un matrimonio amigo de mis abuelos, que hasta entonces se habían estado quejando de que Swann nunca iba a verlos, anunciaba con satisfacción, y quizá con cierto deseo de inspirar envidia, que Swann estaba ahora amabilísimo y no se separaba nunca de ellos.
Mi abuelo no quería aguarles la fiesta; pero miraba a mi abuela, tarareando:
¿Qué misterio es éste?
Yo no entiendo nada.
o
Visión fugitiva…
o
En casos semejantes
Más vale no ver nada.
Unos cuantos meses después, cuando mi abuelo preguntaba al nuevo amigo de Swann si seguía viendo a éste tan a menudo, al interlocutor se le alargaba la cara. «Nunca pronuncie usted su nombre en mi presencia.» «Pero si yo creía que eran ustedes…» De ese modo fue íntimo durante unos meses de unos primos de mi abuela, y cenaba casi a diario en su casa. Pero de pronto dejó de ir sin decir una palabra. Ya creyeron que estaba malo, y la prima de mi abuela iba a mandar preguntar por él, cuando se encontró en la despensa una carta que por equivocación había ido a parar al libro de cuentas de la cocinera. En esa carta notificaba a aquella mujer que se marchaba de París y no podría ya ir nunca por allí. Y es que ella era querida suya, y en el momento de romper estimó que a ella sola debía avisar.
Cuando su querida del momento era, por el contrario, persona del gran mundo, o por lo menos que tenía abiertas sus puertas, aunque fuera de extracción humilde o de posición algo equívoca, Swann entonces volvía a aquel ambiente, pero sólo a la órbita particular en que ella se movía, a donde él la llevara. «Esta noche no hay que contar con Swann —se decían—; es la noche de ópera de su dama americana.» Y lograba que la invitaran a casas aristocráticas de muy difícil acceso, donde él tenía sus costumbres hechas, su comida un día a la semana y su
poker
; todas las noches, después que un leve rizado en su espeso pelo rojo templaba con cierta suavidad el ardor de sus ojos verdes, escogía una flor para el ojal y se iba a cenar a casa de tal o cual señora de sus amistades, donde estaría su querida; y entonces, al pensar en las pruebas de admiración y de amistad que todas aquellas elegantes personas que por allí habría, y que lo miraban a él como árbitro de la elegancia, le iban a prodigar en presencia de la mujer querida, aun encontraba su encanto a esta vida mundana, de la que ya estaba hastiado, sí, pero que en cuanto incorporaba a ella un amor nuevo se le aparecía bella y preciosa, porque la materia de esa vida se impregnaba y se coloraba con una llama latente y retozona.
Pero mientras que todas estas relaciones o
flirts
[22]
fueron realización más o menos completa del sueño inspirado por un rostro o un cuerpo que a Swann le parecieran espontáneamente y sin esforzarse muy bonitos, en cambio, cuando un día, en el teatro, le presentó a Odette de Crécy uno de sus amigos de antaño, que le habló de ella como de una mujer encantadora, de la que acaso se pudiera lograr algo, pero presentándola como más difícil de lo que en realidad era con objeto de dar aún mayor valor de amabilidad al hecho de la presentación, Odette pareció a Swann, no fea, pero de un género de belleza que nada le decía, que no le inspiraba el menor deseo, que llegaba a causarle una especie de repulsión física: una de esas mujeres corno las que tiene todo el mundo, diferentes para cada cual, y que son todo lo contrario de lo que demanda nuestra sensualidad. Tenía un perfil excesivamente acusado, un cutis harto frágil, los pómulos demasiado salientes y los rasgos fisonómicos muy forzados para que a Swann le pudiera gustar. Los ojos eran hermosos, pero grandísimos, tanto, que dejándose vencer por su propia masa, cansaban el resto de la fisonomía y parecía que Odette tenía siempre mal humor o mala cara. Poco después de aquella presentación en el teatro, le escribió pidiéndole que le mostrara sus colecciones, que tanto le interesaban a «ella, ignorante, pero muy aficionada a las cosas bonitas», diciendo que así se imaginaría ella que le conocía mejor, después de haberlo visto en su «home», que ella se figuraba «muy cómodo, con su té y sus libros»; si bien no ocultó Odette su asombro de que Swann viviera, en un barrio que debía de ser tan triste «y tan poco
smart
[23]
para un hombre tan
smart
». Odette fue a casa de Swann, y al marcharse le dijo que sentía haber estado tan poco tiempo en una casa que tanto se alegró de conocer; y hablaba de Swann como si para ella fuera algo más que el resto de los humanos que conocía, el cual parecía crear entre ambos una especie de lazo romántico, que a él le arrancó una sonrisa. Pero a la edad en que frisaba Swann, cuando ya se está un tanto desengañado y sabemos contentarnos con estar enamorados por el gusto de estarlo, sin exigir gran reciprocidad, ese acercarse de los corazones, aunque ya no sea como en la primera juventud la meta necesaria del amor, en cambio sigue unido a él por una asociación de ideas tan sólida, que puede llegar a ser origen de amor si se presenta antes que él. Antes soñábamos con poseer el corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante nos basta para enamorarnos con sentir que se es dueño del corazón de una mujer. Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor —el amor más físico— sin tener previamente y como base el deseo. En esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces, y no evoluciona él solo, con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado. Lo ayudamos nosotros, lo falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer uno de sus síntomas, nos acordamos de los demás, los volvemos a la vida. Como ya tenemos su tonada grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la empiece a cantar por el principio —admirados ante su belleza— para poder seguir. Y si empieza por en medio —allí donde los corazones se van acercando y se habla de no vivir más que el uno para el otro—, ya estamos bastante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compañera de canto en la frase donde ella nos espera.