Por el camino de Swann (6 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Oí los pasos de mis padres, que acompañaban a Swann, y cuando el cascabel de la puerta me indicó que acababa de marcharse, me puse a la ventana. Mamá estaba preguntando a mi padre si le había parecido bien la langosta y si el señor Swann había repetido del helado de café y del de pistacho. «Los dos me han parecido buenos —dijo mi madre—; otra vez probaremos con otra esencia.» «No os podéis figurar lo que me parece que cambia Swann —dijo mi tía—; está viejísimo.» Mi tía tenía tal costumbre de ver siempre en Swann al mismo adolescente, que se extrañaba al descubrirle de pronto más en años de los que ella le echaba. Mis padres, además, comenzaban a ver en él esa vejez anormal, excesiva, vergonzosa y merecida de los solteros, de todas las personas para las cuales parece que el gran día que no tiene día siguiente sea más largo que para los demás, porque para ellos está vacío y los momentos van adicionándose desde la mañana sin llegar a dividirse después entre los hijos. «Creo que le da muchos disgustos la bribona de su mujer, que vive, como sabe todo Combray, con un tal señor de Charlus. Es la irrisión de todo el inundo.» Mi madre nos hizo observar que, sin embargo, desde hacía algún tiempo no estaba tan tristón. «Y ya no hace tanto como antes el ademán ese de su padre de secarse los ojos y pasarse la mano por la frente. Yo creo que en el fondo ya no quiere a esa mujer.» «Claro que no la quiere —contestó mi abuelo—. Tuve ya hace tiempo una carta suya, que por lo pronto no me convenció y que no deja lugar a duda respecto a los sentimientos que abriga hacia su mujer, por lo menos al amor que le tenga. ¡Ah!, y ya he visto que no le habéis dado las gracias por el vino de Asti», añadió mi abuelo dirigiéndose a sus dos cuñadas. «¡Que no le hemos dado las gracias! ¡Ya lo creo! Y me parece, aquí para entre nosotros, que nos ha salido muy bien», contestó mi tía Flora. «Sí, te salió perfectamente; yo te admiré», dijo mi tía Celina. «Tú también se lo has dicho muy bien.» «Sí, la verdad es que estoy bastante contenta de mi frase sobre los vecinos amables.» «¿Y a eso lo llamáis dar las gracias? —exclamó mi abuelo—. Eso sí que lo he oído, pero ¿cómo me iba a figurar que se refería a Swann? Podéis estar seguras de que él no se ha enterado.» «¡Ya lo creo, Swann no es tonto, y no me cabe duda de que ha sabido apreciarlo! ¡No iba a decirle cuántas eran las botellas y lo que costaban!»

Mis padres se quedaron solos, sentáronse un momento, y luego mi padre dijo: «Bueno, pues si tú quieres subiremos a acostarnos». «Como quieras, aunque yo no tengo pizca de sueño. Y no será ese anodino helado de café el que me haya desvelado. Veo luz en la cocina, y ya que Francisca está levantada esperándome, voy a decirle que me desabroche el corsé mientras qué tú te desnudas.» Y mi madre abrió la puerta con celosía del vestíbulo, que daba a la escalera. La oí que subía a cerrar su ventana. Sin hacer ruido salí al pasillo; tan fuerte me latía el corazón, que me costaba trabajo andar; pero ya no me latía de ansiedad, sino de espanto y de alegría.

Vi en el hueco de la escalera la luz que proyectaba la bujía de mamá. Por fin la vi a ella y eché a correr hacia sus brazos. En el primer momento me miró con asombro, sin darse cuenta de lo que pasaba. Luego, en su rostro se pintó una expresión de cólera; no me decía ni una palabra; en efecto, por cosas menos importantes que aquélla había estado sin dirigirme la palabra varios días. Si mamá me hubiera hablado, eso habría sido reconocer que se podía seguir hablando conmigo; y además me hubiese parecido aún más terrible cosa, como señal de que ante la gravedad del castigo que me esperaba, el silencio y el enfado eran pueriles. Una palabra hubiera sido la tranquilidad con que se contesta a un criado cuando ya está decidido el despedirlo; el beso que se da a un hijo cuando se le manda sentar plaza, beso que se le hubiera negado si todo se redujera a una desavenencia de dos días. Pero mamá oyó a mi padre subir del tocador, en donde estaba desnudándose, y para evitar el regaño que me echaría, me dijo con voz entrecortada por la cólera: «Anda, corre; por lo menos, que no te vea aquí tu padre esperando como un tonto». Pero yo seguía diciéndole: «Ven a la alcoba a darme un beso», aterrorizado al ver cómo subía por la pared el reflejo de la bujía de mi padre, pero utilizando su inminente aparición como un medio de intimidación, en la esperanza de que mamá, para que mi padre no me encontrara allí si ella seguía negándose, me dijera: «Vuelve a tu cuarto, que yo iré». Pero ya era tarde. Mi padre estaba allí, delante de nosotros. Murmuré sin querer estas palabras, que no oyó nadie: «Estoy perdido».

Pero no hubo nada de eso. Mi padre me negaba constantemente licencias que se me consentían en los pactos más generosos otorgados por mi madre y mi abuela, porque no daba importancia a los «principios» y para él no existía el «derecho de gentes». Por un motivo contingente, o sin motivo alguno, me suprimía a última hora un paseo tan habitual ya, tan consagrado, que no se me podía quitar, sin cometer dolo, o hacía lo que aquella noche, decirme que me fuera a acostar sin más explicaciones. Pero precisamente por carecer de principios (en el sentido que da a la palabra mi tía), tampoco tenía intransigencia. Me miró un momento, con cara de extrañeza y de enfado, y en cuanto mamá le explicó con unas cuantas frases embarulladas lo que había pasado, le dijo: «Pues mira, ya que decías que no tenías sueño, vete con él y estate un rato en su alcoba; yo no necesito nada». Pero el que yo tenga o no sueño no tiene nada que ver. A este niño no se lo puede acostumbrar a…» «Si no es acostumbrarlo a nada —dijo mi padre, encogiéndose de hombros—; ya ves que el niño tiene pena, el pobre tiene un aspecto atroz; no hay que ser verdugos. ¿Qué vas a sacar en limpio con que se te ponga malo? Ya que hay dos camas en su cuarto, di a Francisca que te prepare la grande, y por esta noche duerme en su alcoba. Vamos, buenas noches. Yo, que no tengo tantos nervios como vosotros, voy a acostarme.»

No era posible dar las gracias a mi padre; lo que él llamaba sensiblerías le hubiera irritado. Yo no me atrevía a moverme; allí estaba el padre aún delante de nosotros, enorme, envuelto en su blanco traje de dormir y con el pañuelo de cachemira que se ponía en la cabeza desde que padecía de jaquecas, con el mismo ademán con que Abrahán, en un grabado copia de Benozzo Gozzoli, que me había regalado Swann, dice a Sara que tiene que separarse de Isaac. Ya hace muchos años de esto. La pared de la escalera por donde yo vi ascender el reflejo de la bujía, hace largo tiempo que ya no existe. En mí también se han deshecho muchas que yo creí que durarían siempre, y se han alzado otras nuevas, preñadas de penas y alegrías nuevas que entonces no sabía prever, lo mismo que hoy me son difíciles de comprender muchas de las antiguas. Hace mucho tiempo que mi padre ya no puede decir a mamá: «Vete con el niño». Para mí nunca volverán a ser posibles horas semejantes. Pero desde que hace poco otra vez empiezo a percibir, si escucho atentamente, los sollozos de aquella noche, los sollozos que tuve valor para contener en presencia de mi padre, y que estallaron cuando me vi a solas con mamá. En realidad, esos sollozos no cesaron nunca; y porque la vida va callándose cada vez más en torno de mí, es por lo que los vuelvo a oír, como esas campanitas de los conventos tan bien veladas durante el día por el rumor de la ciudad, que parece que se pararon, pero que tornan a tañer en el silencio de la noche.

Aquélla la pasó mamá en mi cuarto; en el mismo momento en que acababa de cometer una falta tan grande que ya esperaba que me echaran de casa, mis padres me concedían mucho más de lo que hubiera logrado de ellos como recompensa de una buena acción. Y hasta en aquella hora en que se manifestaba de modo tan benéfico, el comportamiento de mi padre conmigo conservaba algo de aquel carácter de cosa arbitraria e inmerecida que lo distinguía y que derivaba de que su conducta obedecía más bien a circunstancias fortuitas que a un plan premeditado. Y puede ser que hasta aquello que yo llamaba su severidad, cuando me mandaba a acostar, era menos digno de ese nombre que la severidad de mi madre o mi abuela, porque su naturaleza, mucho más distinta de la mía en ciertos puntos que la de mi mamá y mi abuelita probablemente no había adivinado hasta entonces lo que yo sufría todas las noches, cosas que ellas sabían muy bien; pero me querían lo bastante para no consentir en ahorrarme esa pena, querían enseñarme a dominarla con objeto de disminuir mi sensibilidad nerviosa y dar fuerza a mi voluntad. Mi padre, que sentía por mí un afecto de otro género, no sé si hubiera tenido ese valor; pero una vez que comprendió que yo pasaba pena, dijo a mi madre que fuera a consolarme. Mamá se quedó aquella noche en mi cuarto, y como para no aguar con remordimiento alguno esas horas tan distintas de lo que yo lógicamente me esperaba, cuando Francisca preguntó, al comprender que pasaba algo viendo a mamá sentada a mi lado, mi mano en la suya y dejándome llorar sin reñirme, qué le sucedía al señorito que lloraba tanto, mamá contestó: «Ni él mismo lo sabe, está nervioso; prepáreme en seguida la cama grande y suba usted a dormir». Y así, por vez primera, mi pena no fue ya considerada como una falta punible, sino como un mal involuntario que acababa de tener reconocimiento oficial, como un estado nervioso del que yo no tenía la culpa; y me cupo el consuelo de no tener que mezclar ningún escrúpulo a la amargura de mi llanto, de poder llorar sin pecar. Y no fue poco el orgullo que sentí delante de Francisca por esa vuelta que habían dado las cosas humanas, que una hora después de aquella negativa de mamá de subir a mi cuarto y de su desdeñoso recado de mandarme a dormir, me elevaba a la dignidad de persona mayor, y de un golpe me colocaba en una especie de pubertad de la pena, de emancipación de las lágrimas. Debía sentirme feliz y no lo era. Parecíame que mi madre acababa de hacerme una concesión que debía costarle mucho, que era la primera abdicación, por su parte, de un ideal que para mí concibiera, y que ella, tan valerosa, se confesaba vencida por primera vez. Que si yo había ganado una victoria, era a ella a quien se la gané; que había logrado, como pudieran haberlo hecho la enfermedad, las penas o los años, aflojar su voluntad y quebrantar su ánimo, y que aquella noche comenzaba una era nueva y sería una triste fecha. De haberme atrevido, habría dicho a mamá: «No, no quiero que te acuestes aquí». Pero conocía bien aquella práctica discreción suya, realista, diríamos hoy, que templaba en su persona la naturaleza ardientemente idealista de mi abuela, y me daba cuenta de que ahora que el mal ya estaba hecho, prefería dejarme saborear por lo menos el placer de la calma y no ir a molestar a mi padre. Verdad que el hermoso rostro de mi madre tenía aún el brillo de la juventud aquella noche en que me guardaba cogidas las manos intentando acabar con mi llanto; pero precisamente se me figuraba que aquello no debía ser, y su cólera habría sido menos penosa para mí que aquella dulzura nueva, desconocida de mi infancia; y que con una mano impía y furtiva acababa de trazar en su alma la primera arruga y pintarle la primera cana. Esta idea me hizo llorar aún más, y entonces vi a mamá, que conmigo no se dejaba nunca llevar por ningún enternecimiento, dejarse ganar de pronto por el mío, y vi que refrenaba sus ganas de llorar. Como se diera cuenta de que yo lo había notado, me dijo riendo: «Este gorrión, este tontito, va a volver a su mamá tan boba como él, si seguimos así. Vamos a ver, ya que ninguno de los dos tenemos sueño, en vez de estar aquí cansándonos los nervios, hagamos algo, vamos a coger un libro de los tuyos». Pero yo no tenía allí ninguno. «¿No te disgustarías luego si te sacara ahora los libros que te va a regalar la abuela el día de tu santo? Piénsalo bien, ¿no vas luego a quejarte de que no te dan nada pasado mañana?» La proposición me encantó, y mamá fue por un paquete de libros, que a través del papel que los envolvía no me dejaron adivinar más que su forma apaisada, pero que ya en este su primer aspecto, aunque sumario y velado, eclipsaban a la caja de pinturas del día de Año Nuevo y a los gusanos de seda del año anterior. Los libros eran:
La Mar au Diable
,
François le Champi
,
La Petite Fadette y Les Maîtres Sonneurs
. Según supe más tarde, mi abuela había escogido primeramente las poesías de Musset, un volumen de Rousseau e
Indiana
; que si juzgaba las lecturas frívolas tan dañinas como los bombones y los dulces, no creía, en cambio, que los grandes hálitos del genio ejercieran sobre el ánimo, ni siquiera el de un niño, una influencia más peligrosa y menos vivificante que el aire libre y el viento suelto. Pero como mi padre casi la llamó loca al saber los libros que quería regalarme, volvió ella en persona al librero de Jouy le Vicomte para que no me expusiera a quedarme sin regalo (hacía un día de fuego, y regresó tan mala, que el médico advirtió a mi madre que no la dejara cansarse así) y cayó sobre las cuatro novelas campestres de Jorge Sand. «Hija mía —decía a mamá—, nunca podré decidirme a regalar a este niño un libro mal escrito.»

En realidad, no se resignaba nunca a comprar nada de que no se pudiera sacar un provecho intelectual, sobre todo ese que nos procuran las cosas bonitas al enseñarnos a ir a buscar nuestros placeres en otra cosa que en las satisfacciones del bienestar y de la vanidad. Hasta cuando tenía que hacer un regalo de los llamados útiles, un sillón, unos cubiertos o un bastón, los buscaba en las tiendas de objetos antiguos, como si, habiendo perdido su carácter de utilidad con el prolongado desuso, parecieran ya más aptos para contarnos cosas de la vida de antaño que para servir a nuestras necesidades de la vida actual. Le hubiera gustado que yo tuviera en mi cuarto fotografías de los monumentos y paisajes más hermosos. Pero en el momento de ir a comprarlas, y aunque lo representado en la fotografía tuviera un valor estético, le parecía en seguida que la vulgaridad y la utilidad tenían intervención excesiva en el modo mecánico de la representación en la fotografía. Y trataba de ingeniárselas para disminuir, ya que no para eliminar totalmente, la trivialidad comercial, de substituirla por alguna cosa artística más para superponer como varias capas o «espesores» de arte; en vez de fotografías de la catedral de Chartres, de las fuentes monumentales de Saint-Cloud o del Vesubio, preguntaba a Swann si no había ningún artista que hubiera pintado eso, y prefería regalarme fotografías de la catedral de Chantres, de Corot; de las fuentes de Saint-Cloud, de Hubert Robert, y del Vesubio, de Turnen, con lo cual alcanzaba un grado más de arte. Pero aunque el fotógrafo quedase así eliminado de la representación de la obra maestra o de la belleza natural, sin embargo el fotógrafo volvía a recobrar sus derechos al reproducir aquella interpretación del artista. Llegada así al término fatal de la vulgaridad, aun trataba mi abuela de defenderse. Y preguntaba a Swann si la obra no había sido reproducida en grabado, prefiriendo, siempre que fuera posible, los grabados antiguos y que tienen un interés más allá del grabado mismo, como, por ejemplo, los que representan una obra célebre en un estado en que hoy ya no la podemos contemplar (como el grabado hecho por Morgen de la
Cena
, de Leonardo, antes de su deterioro). No hay que ocultar que los resultados de esta manera de entender el regalo no siempre fueron muy brillantes. La idea que yo me formé de Venecia en un dibujo del Ticiano, que dice tener por fondo la laguna, era mucho menos exacta de la que me hubiera formado con simples fotografías. En casa ya habíamos perdido la cuenta, cuando mi tía quería formular una requisitoria contra mi abuela, de los sillones regalados por ella, a recién casados o a matrimonios viejos que a la primera tentativa de utilización se habían venido a tierra agobiados por el peso de uno de los destinatarios. Pero mi abuela hubiera creído mezquino el ocuparse demasiado de la solidez de una madera en la que aun podía distinguirse una florecilla, una sonrisa y a veces un hermoso pensamiento de tiempos pasados. Hasta aquello que en esos muebles respondía a una necesidad, como lo hacía de un modo al que ya no estamos acostumbrados, la encantaba, lo mismo que esos viejos modos de decir en los que discernimos una metáfora borrada en el lenguaje moderno por el roce de la costumbre. Y precisamente las novelas campestres de Jorge Sand que me regalaba el día de mi santo abundaban, como un mobiliario antiguo, de expresiones caídas en desuso y convertidas en imágenes, de esas que ya no se encuentran más que en el campo. Y mi abuela las había preferido lo mismo que hubiera alquilado con más gusto una hacienda que tuviera un palomar gótico o cualquier cosa de esas viejas que ejercen en nuestro ánimo una buena influencia, inspirándole la nostalgia de imposibles viajes por los dominios del tiempo.

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