—¿Qué ocurriría si los marcianos descubrieran las excepcionales propiedades del dedona y llegaran a construir aviones como los de usted? —interrogó Berta, súbitamente desasosegada por lo que acababa de ocurrírsele.
—Ya pude imaginárselo —suspiró Miguel Ángel—. Las fuerzas volverían a estar igualadas y no habríamos adelantado un solo paso. Por fortuna, no hay noticias de que exista dedona en otra parte que en este asteroide.
—Sí, pero los thorbod podrían desalojarnos de aquí. ¡Cielos, creo que empiezo a ver claro lo que ocurrirá! La lucha va girar ahora en torno a este planetilla. Aquél que consiga ocuparlo y utilizar la dedona para fabricar aparatos del modelo de los del Rayo, será sin duda quien alcance la victoria final.
—Calculo que va a ser así.
—¿Y sabiéndolo puede quedarse tan tranquilo? —exclamó Berta.
—¿Tranquilo dice? —Refunfuñó Ángel—. Sepa, señorita, que este hombre tan «tranquilo» no ha podido pegar un ojo desde el día en que Hotep, aquel maldito Jed de los hombres grises, rechazó una tras otra nuestras proposiciones de paz.
—Perdone si le he molestado —balbuceó Berta, enrojeciendo. Y para disimular su turbación añadió—: Tendremos que tomar algunas medidas de seguridad.
—Ya pedí refuerzos a la Tierra —dijo Ángel—. Deben de estar al llegar, pero no se haga demasiadas ilusiones, porque nuestra situación será progresivamente crítica en los próximos tres meses. Este asteroide de nuestros desvelos corre ahora hacia Marte, mientras la Tierra se aleja. Por lo tanto, la base de los aparatos terrestres estará por días más distante, mientras que los marcianos nos tendrán cada día más cerca.
—Bueno —suspiró Berta—. No son dificultades lo que nos falta.
—No —gruñó Ángel—. Sería milagro que no las hubiera estando yo de por medio.
—¡Hola! —Exclamó la muchacha, clavando sus luminosos ojos negros en el almirante—. ¡Ya me parecía que usted no era precisamente optimista!
—El optimismo es un lujo caro para los hombres predestinados a luchar constantemente contra las dificultades —murmuró Ángel, enrojeciendo.
—¡Oh! ¿Se considera a sí mismo desafortunado? —Mucho.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque ansiando como nunca ansiará hombre alguno la paz, jamás pude disfrutar de ella. Esto todavía era soportable cuando tenía junto a mí una mujer con quien compartir mis preocupaciones. Ahora… —Todavía es usted joven, míster Aznar. No puede vivir su vida esclavizado al recuerdo de una muerta. No digo que haya en el mundo montones de mujeres como fue la suya, pero alguna habrá capaz de quererle con la misma intensidad, de rodearle de cariño y sentimientos agradables y de compartir sus penas y satisfacciones…
—No lo creo. Tenga en cuenta, Berta, que yo pertenezco, como mis amigos, a una generación extinta… a una generación que vivió en este mundo hace nada menos que 4 siglos y medio. De sus cuerpos, de su manera de ser, de su paso, ¿quedan siquiera cenizas, recuerdo, ni huellas? Soy un hombre viejo, Berta, ¡inmensamente viejo! Y este mundo del siglo XXV pesa sobre mi cabeza como usted no puede imaginar. Aunque físicamente represente treinta y cinco años, soy, con relación a usted, casi 500 años más viejo. La forma de vivir de ustedes, la forma de pensar, incluso la de guerrear, son extrañas y casi desconocidas para mí.
—Pues no se nota —sonrió Berta—. Además, sólo hace poco más de un año que regresó usted de su largo viaje intersideral. Vivirá todavía nuestro promedio actual de cerca de doscientos años. Tiene por delante tiempo de sobra para adaptarse al mundo presente.
—No creo que me acostumbre nunca —suspiró Ángel—. Siempre recordaré con nostalgia aquel siglo veinte. Los hombres y mujeres que vivimos aquella era creíamos que el mundo no podía estar peor. ¡Cuán equivocados estábamos!
—Bueno, si bien se mira, no estamos ahora peor que entonces. Hemos logrado desterrar el hambre, las enfermedades y las injusticias sociales. ¡Claro que tenemos otros problemas! También las generaciones del futuro tendrán los suyos, y como nosotros, los solucionarán a su manera. Largos siglos de experiencia acumulada de generación en generación, hicieron bajar de los árboles a nuestros remotos antepasados. Ellos tallaron la piedra, usaron el bronce y el hierro, y todo este acopio de ensayos, de fracasos y de éxitos, han formado ese acervo de conocimientos que llamamos civilización. Se ha demostrado científicamente que la experiencia acumulada llega a formar un instinto, y que el instinto se transmite de una generación a otra con la herencia genética. En consecuencia, nada de cuanto ocurre, bueno o malo, se puede dar por desaprovechado. Somos una humanidad joven. Dentro de un millón de años, las nuevas generaciones poseerán por instinto las mejores virtudes, aquellas que por selección natural habrán perdurado como beneficiosas para la comunidad. Por lo tanto, ninguno de nuestros errores o sufrimientos se pueden dar por inútiles.
Miguel Ángel Aznar dejó caer sobre la joven una mirada de admiración.
—¿Quién me hubiera dicho que una jovencita como usted tendría que dar una lección a un viejo como yo? Le aseguro que en adelante miraré con más respeto a los jóvenes de esta generación. Es manía en los viejos anatemizar los actos y los pensamientos de la juventud. No quisiera caer en el pecado de menospreciar lo que resulta incomprensible para mí. Tal vez sea yo el imperfecto…
—¡Es usted un hombre admirable! —aseguró Berta con vehemencia.
Y como él la miraba sorprendido, giró sobre sus talones y salió del despacho de Miguel Ángel para que éste no viera la turbación que se asomaba por los enormes y brillantes ojos negros.
L
.legaron refuerzos de la Tierra: doce mil aparatos de combate y cuatro mil aviones de transporte atiborrados de maquinaria, generadores de combustión atómica y expertos en minería. Con ellos vinieron también los generales Yenangyat y Power. El general Ortiz quedó en España como enlace.
—¿Qué tal van las cosas por el Mundo? —preguntó el almirante.
—El Mundo clama contra la Policía Sideral y todos los que formamos parte de ella —aseguró Power, sin empacho—. Los habitantes de la Tierra esperaban otra cosa bien distinta de nosotros.
—¿De veras? —gruñó Ángel.
—Ya lo creo. En los Estados Unidos y en la Federación Ibérica ha caído cómo una bomba la noticia de que tendrían que afrontar un largo período de restricciones y sacrificios antes de poderse liberar del espectro de la guerra.
—¿Consideran mucho tiempo dos años?
—Para los terrestres, habituados a una vida cómoda y bien surtida, privarles de algunas menudencias es un crimen.
—¡Al diablo los terrestres con su delicadeza! —Refunfuñó Ángel—. En resumen, ¿qué van a hacer?
—No pueden hacer otra cosa que resignarse a lo inevitable; en este caso, apretarse el cinturón y esperar que la Policía Sideral cumpla su promesa de mantener la paz en lo venidero. Por cierto, que nadie cree en esa utopía.
—¿Quién es «nadie»? —preguntó el profesor Stefansson metiendo baza.
—Nadie son «todos», míster Stefansson —repuso Power con exquisita amabilidad.
Para Berta Anglada, que estaba presente en esta conversación, la forma en que Miguel Ángel arrugó la nariz, tenía un significado inequívoco. Al almirante le molestó que el mundo pensara lo mismo que él; es decir, que lograr alguna vez la paz absoluta y permanente era una pura fantasía. Para el deprimido ánimo de Ángel hubiera sido de gran ayuda saber que el mundo entero confiaba y creía en él. Porque la Policía Sideral no era cualquier cosa inmaterial o abstracta. La Policía Sideral era Miguel Ángel Aznar en persona, y no confiar en aquella organización era desconfiar de Ángel.
—Lo han hecho polvo —pensó Berta para sí.
Y esperó verle más pesimista y malhumorado. Por eso se asombró cuando veinticuatro horas más tarde volvió a encontrarle vigoroso y decidido, ultimando los preparativos de marcha de los primeros 50 aviones de carga que iban a salir rumbo a la Tierra, llevando un cargamento de dedona. Estos aviones iban escoltados por cien aparatos de combate, cuya exclusiva misión era escoltar el convoy. El gasto de fabricar uno solo de los nuevos cruceros interestelares del tipo de los que formaban la dotación del autoplaneta, se calculaba en un equivalente de mil aparatos de características corrientes. Por lo tanto, fabricar mil cruceros interestelares equivaldría poco más o menos a construir un millón de aviones normales. Sin embargo, mil cruceros interestelares vendrían a ser como mil acorazados del siglo XX frente a un millón de viejas carabelas del siglo XV; prácticamente invencibles e infinitamente más poderosos.
El Mundo había afrontado un gasto tremendo al querer construir algunos miles de cruceros para la Policía Sideral; pero una vez estuvieran construidos, ninguna aeronave de las conocidas en el Universo podría enfrentarse con ellos.
El propósito de Miguel Ángel era acumular en el mismo asteroide cuanto mineral pudiera para transportarlo a la Tierra cuando ésta, después de completar su viaje alrededor del Sol, volviera a aproximarse a Eros. Lo más costoso de esta gigantesca empresa iba a ser arrancar el tenaz mineral de las entrañas del asteroide 433, y la tarea más ardua, transportarlo a las fábricas ubicadas en la Tierra formando un puente aéreo de miles de aviones yendo y viniendo en afanoso trajín. Una vez en marcha las fábricas, en plena actividad las minas y con el puente interplanetario tendido, el trabajo entraría en su más hermosa fase, lanzando los nuevos y flamantes cruceros interestelares, que serían el orgullo del Universo y la seguridad de la civilización terrícola.
En los quince días que siguieron a la partida de los aviones que iban a llevar a la Tierra las primeras toneladas de dedona, la actividad creció en el planetilla 433 hasta alcanzar un grado de efervescencia delirante. El profesor Erich von Eiken, auxiliado por Pedro Mendizábal y un ejército de eficientes hombre de ciencia de todas las razas, empezó a hacer cálculos sobre la posibilidad y el costo de crear una fundición en el propio asteroide.
Era un sueño que, a poder realizarse, les haría ganar tiempo y economizar gastos.
En efecto, el peso específico de la dedona era tanto que cada avión no llegaba nunca a utilizar todo su espacio disponible. Cada metro cúbico de mineral pesaba aproximadamente 80.000 kilos. Este peso no significaba mucho en Eros, donde la fuerza de la gravedad era pequeñísima, pero al llegar a la Tierra creaban dificultades insalvables para los aviones, que no podían frenar su descenso con tan enormes pesos.
Hubiera sido mucho más práctico traer a Eros el utillaje necesario y, aún a riesgo de tener que levantar toda una ciudad aislada del vacío por una gigantesca campana de vidrio, fundir la dedona allí mismo, junto a sus fuentes de procedencia.
Sólo había un grave inconveniente, y era éste el hombre gris. El alucinante hombre gris, que podría llegar de un momento a otro con sus poderosas escuadras de platillos volantes y reducir a polvo en un minuto lo que tanto esfuerzo costaría levantar.
Para montar una industria en Eros capaz de sobrevivir a un bombardeo atómico, habría que enterrar a ésta a varios miles de metros de profundidad y guarecerla luego con formaciones masivas de aparatos de combate. Pero para esto sería indispensable retirar las fuerzas aéreas de la Tierra y Venus, dejando desamparados a los planetas, y esto no podía hacerse. Hubiera sido el colmo del sarcasmo acumular todas las defensas en Eros para que, mientras, se presentaran los marcianos en la Tierra y ocuparan el planeta.
El problema hubiera tenido solución, únicamente, contando con aviones suficientes para guarnecer a Eros y a la Tierra y Venus. Y sabido es que la aviación terrestre había quedado bastante mermada después de la última guerra.
—Hemos de abandonar por imposible ese proyecto —dijo el almirante al profesor von Eiken—. El camino más largo es el de transportar el mineral a la Tierra. Es el más difícil… pero el que ofrece más garantías de seguridad.
En este momento sonó el zumbador del televisor. Se encontraban en el confortable despacho del almirante. Este interrumpió su conversación con von Eiken y los generales para empujar la palanquita del aparato.
En la pantallita apareció la cara rubicunda de Richard Balmer con los auriculares puestos. El radiotelegrafista parecía excitado.
—Escuche esto, almirante —dijo sin más preámbulos.
Hizo un movimiento rápido con la mano, conectando sin duda con otra línea. Inmediatamente se escuchó una voz excitada diciendo en español:
—¡Atención, autoplaneta Rayo! ¡Aquí cohete sideral 301! ¡Nos atacan los platillos volantes! ¿Me escuchan? ¡Oiga, autoplaneta!
—Hable usted, le escucha el propio almirante Aznar —dijo Richard.
El micrófono oculto en el televisor dejó escapar un poderoso zumbido que ahogó la voz del distante piloto ibero.
—Interferencia —comentó Richard, moviendo las manos sobre el cuadro de mandos, no visible en la pantalla de Ángel.
El zumbido bajó de tono. Entre él se oyó débilmente la voz del angustiado aviador:
—¡Nos atacan unos mil platillos volantes…! (Zumbido)… pero no pudimos escapar… (Zumbido)… más veloces que nosotros. Están disparando como demo… (Zumbido)… ocupo el centro de la formación y veo caer aparatos propios a mí alrededor… (Penetrante zumbido)… no caen aunque han encajado varios de mis disparos… parecen invulnerables ante los Rayos Z… (Zumbido)… ¡No! ¡Ahora veo caer a uno! ¡No son totalmente invulnerables, pero muestran una extraordinaria resistencia…!
El micrófono dejó oír un silbido penetrante intercalado por zumbidos y gruñidos. Miguel Ángel se inclinó sobre el televisor y gritó con ansiedad:
—¡Richard…! ¡Richard…! ¡Trate de sintonizar nuevamente con ese aparato!
—Imposible, almirante —dijo Richard moviendo la cabeza—. La interferencia es muy eficaz. Por otro lado, es muy posible que ese muchacho haya sucumbido a su vez.
—¡Trate de localizarlo! —bramó Ángel.
Súbitamente cesaron los zumbidos del micrófono.
—¡Atención CS-301! ¡Atención CS-301! —llamó Richard.
No hubo más respuesta que el suave zumbar del aparato.
—Inútil, Ángel —gruñó Richard—. No contestan. Probaré otra vez.
—Déjalo, Richard —suspiró Ángel—. Creo que el cohete sideral 301 ha corrido la misma suerte que sus compañeros. Ese aparato formaba parte del convoy en ruta a la Tierra, ¿verdad?