Policia Sideral (4 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Policia Sideral
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Desde las paredes de la cúpula a los rascacielos quedaba un espacio libre de cien metros, donde se alineaban cierto número de pequeñas aeronaves en forma de motobotes, de estilizado perfil y proa afilada. Eran las famosas zapatillas volantes, aparatos de caza de los que ya había oído hablar Berta Anglada.

Otros aparatos más grandes, en forma de submarino, reunían en torno cierto número de hombres que trabajaban en la carga de proyectiles cohete.

Entre los cuatro esbeltos rascacielos quedaba una plaza de cien metros de lado, o sea, con una superficie de 10. 090 metros cuadrados, a los que había que añadir los espacios libres entre los rascacielos, que eran del orden de 80 metros entre paredes. Del centro geométrico de esta plaza, cuyo piso era de mármol pulido, se elevaba como una lanza un ascensor hasta el punto más alto de la monumental cúpula.

Por entre los esbeltos destructores que formaban la dotación del autoplaneta circulaban varios automóviles. Sobre uno de estos coches llegó para recibir al general Cervera el almirante Miguel Ángel Aznar. Berta Anglada fijó entonces toda su atención en este hombre del que tanto había oído hablar.

Capítulo 3.
Embajada de paz

M
iguel Ángel Aznar vestía una especie de malla metálica ceñida a las muñecas y a los tobillos por unos pasadores dorados. La malla estaba formada de diminutas escamas y era totalmente negra. Sobre los anchos hombros llevaba las charreteras de acero con los distintivos de Almirante, y en el pecho un círculo rojo con una flecha y un rayo cruzado.

1.\2 echaba de ver este mismo distintivo en el casco de los aparatos aéreos y supuso, con razón, que era el emblema particular de los dueños del autoplaneta Rayo. La muchacha quedó maravillada desde el primer momento de la sencillez y seguridad que emanaba de este hombre extraordinario, solamente un año antes desconocido en el mundo y ahora el personaje más popular del Universo.

Aparte de la sencillez y la seguridad habían otras cosas emanantes de Aznar: fuerza, agilidad, inteligencia y honradez. No era, desde luego, el personaje ensoberbecido y altanero que Berta Anglada había imaginado.

Junto a Miguel Ángel Aznar, Berta Anglada se sintió por primera vez mujer. La era actual, al da a la mujer los mismos conocimientos que al hombre, había extirpado buena parte de los sentimientos femeninos que antiguamente tanto gustaban al hombre. La mujer de hoy no consideraba al sexo masculino más inteligente ni más fuerte que ella misma. En cultura general, en conocimientos técnicos, en política y en arte, la mujer moderna no solamente había igualado al hombre, sino que le había rebasado en ciertos aspectos.

Berta, como la inmensa mayoría de las mujeres de su generación, consideraba a los hombres puramente como individuos que por una necesidad fisiológica y espiritual eran imprescindibles en la vida para que ésta no resultara totalmente aburrida y desprovista de ilusiones. El amor era quizá lo único que no había cambiado ni cambiaría. La ciencia había escudriñado el cielo y resuelto los más complicados problemas, pero era todavía un misterio la fuerza que impulsaba a un hombre y a una mujer a quererse y a desear estar juntos por toda una vida, encontrando extraordinario lo que en otros hombres era corriente y en otras mujeres común.

Esta vez, ante Miguel Ángel Aznar, la joven comandante sintió por primera vez en su vida, latir su corazón descompasadamente a causa de una emoción desconocida.

Miguel Ángel, sin embargo, se limitó a estrechar su mano y a murmurar un «¿cómo está usted?», cuando el general Cervera le presentó. Berta sintióse ligeramente ofendida porque el almirante ni le miró a los ojos. Se lo perdonó poco después, al comprender que el almirante andaba bastante preocupado por culpa de los marcianos.

—Haré cuanto esté de mi mano para hacerles comprender que la felicidad del mundo depende del comportamiento futuro de Marte. Sin embargo, me asombraría que los hombres grises comprendieran los conceptos «felicidad» y «comportamiento». Ellos no son como nosotros en ningún sentido. Aunque no tienen corazón, ni pulmones, ni sangre roja como nosotros, serían capaces de entendernos si su cerebro razonara como el humano. Sin embargo, no sucede así. Habrá que reconocer que el corazón es algo entrañablemente unido a los sentimientos humanitarios, y que la falta de esa víscera en un organismo implica también la total carencia de piedad y amor.

—El caso de los hombres grises es quizás único en la creación —aseguró el general Cervera—. Son mucho más distintos de nosotros que cualquier ave o reptil. En todos los seres vivos que nos rodean hayamos algún parecido con el hombre creado por Dios, pero no ocurre lo mismo con los hombres grises. Ni respiran, ni piensan, ni viven como nosotros. ¿De dónde proceden? ¿Para qué están aquí? ¿Tendremos que destruirles o serán ellos los predestinados a acabar con la humanidad?

—Tal vez debiéramos considerarlas como simples bestias y exterminarlos como hace siglos exterminamos a los insectos dañinos de la Tierra —murmuró Pedro Mendizábal.

—Lo haríamos, si pudiéramos, después de estar seguros de que son bestias y no hombres con derecho a la vida —suspiró Cervera. Y después de una breve pausa añadió—: ¿Pero cómo saber si son seres humanos o no? La ciencia puede penetrar a través de sus cuerpos, pero es imposible extraer uno por uno sus pensamientos y examinarlos bajo el microscopio.

—Sean hombres o bestias tendrán que dialogar —dijo Miguel Ángel con el ceño fruncido—. No podemos vivir eternamente pendientes de lo que ellos hagan o vayan a hacer. Si alguna vez estuvo la humanidad cerca del Paraíso es ahora. Hay que terminar de una vez con las guerras… o las guerras acabarán con nosotros.

Fueron en grupo hasta uno de los rascacielos. Allí, cómodamente sentados en los sillones de fibra de cristal, discutieron durante una hora los pormenores de la embajada. El general Cervera se despidió de todos para regresar a Madrid en el mismo giróscopo que le había traído y recomendó al almirante:

—Sea todo lo paciente que pueda con los hombres grises, y si la embajada ha de fracasar, procure asegurarse de que los marcianos no van a emprender la guerra antes de que tengamos en línea las nuevas aeronaves.

—Pienso ser franco con ellos —respondió el almirante—. No soy hombre que guste de promesas, dilaciones y mentiras. Esto equivale a decir que no me considero el embajador más apropiado para…

—No hablemos de eso. —Ha sido designado embajador y debe de ir a Marte. Espero que todo salga bien. Adiós.

Cervera volvió a su giróscopo. El almirante y cuatro de sus amigos: George Paiton, Richard Balmer, Thomas Dyer y el profesor Stefansson, con Berta Anglada y Pedro Mendizábal, acompañaron al general español hasta la esquina de uno de los rascacielos y luego volvieron sobre sus pasos para tomar el ascensor que bajaba desde lo alto de la cúpula del autoplaneta, se detenía en mitad de la enorme plaza y se hundía hacia los pisos inferiores.

George Paiton era un muchacho de mediana estatura, esbelto, de tez sonrosada y ojos verdes. Richard Balmer era un hombre de unos treinta años, alto, fornido, rubio y con nariz aplastada como la de un boxeador. Thomas Dyer era lo más parecido a un gorila. Bajo, ancho de hombros, corto de piernas y brazos desmesuradamente largos. Estos tres vestían como Miguel Ángel, un traje de una sola pieza, hecho de diminutas escamas metálicas color gris perla.

En cuanto al profesor Stefansson merecía mención aparte. Era menudo, delgado, nervioso. Tenía una frente despejada que iba a unirse a su reluciente calva, la nariz aguileña, las facciones angulosas como las de una momia y los ojos pequeños, claros y centelleantes tras los gruesos cristales de sus gafas de miope.

Contrariamente a sus compañeros, el profesor Louis Frederick Stefansson vestía uno de aquellos arcaicos trajes del siglo XX, del que no había querido desprenderse pese a su ostensible anacronismo con la época actual. Los bolsillos de la raída chaqueta negra del profesor amenazaban estallar de un momento a otro, abultados como iban por un exceso de carga compuesta por los objetos más heterogéneos, inverosímiles y, a la vez, inútiles en su mayor parte.

Como de costumbre, la pelambrera canosa del profesor reclamaba a gritos la intervención de las tijeras del peluquero. Pero si el profesor se hubiera desprendido de los rizos enmarañados que rodeaban su reluciente calva, habría perdido su personalidad.

Otro tanto ocurriría si se mandara hacer un traje nuevo. Aparte de que hacía siglos que no fabricaban tejidos de lana, y aparte de que la moda había evolucionado lo suyo, míster Louis Frederick Stefansson, un revolucionario impenitente en cuestiones científicas, era un retrógrado en cuanto a la forma de vestir.

Con estos simpáticos personajes del siglo XX, Berta Anglada y Pedro Mendizábal volvieron al centro de la inmensa plaza, entraron en un rápido y capaz ascensor y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en la sala de control del autoplaneta. Allí fueron presentados al profesor Erich von Eiken, un hombre relativamente joven, alto y erguido, que inmediatamente empezó a hacer preguntas a Pedro Mendizábal.

Aunque el autoplaneta Rayo hubiera podido perfectamente cubrir en unas pocas horas la distancia de 80 millones de kilómetros, empleó en la travesía 27 días. Miguel Ángel Aznar, a quien repugnaba ostensiblemente su misión de embajador, no tenía prisa en llegar. Aparte de esto, el crucero del Rayo no era solamente en misión de embajada, sino también de instrucción.

A bordo del autoplaneta venían 50 comandantes de navío de cada una de las seis potencias signatarias de la Policía Sideral: Federación Ibérica, Estados Unidos de América, Imperio Asiático, Unión Africana y Estados Unidos de Europa por parte de la Tierra, y el Bloque Azul por parte del planeta Venus. Cada representación venía encabezada por un general, y tanto los generales como los 300 comandantes de navío recibían instrucción de Miguel Ángel Aznar y de los hombres de raza azul que constituían la primitiva tripulación del autoplaneta.

Berta Anglada, como futuro comandante de uno de aquellos cruceros que todavía estaban por fabricar, asistió a todas las clases y efectuó algunos vuelos con los destructores del Rayo.

A medida que transcurrían los días, y según se aproximaban a Marte, Berta notaba crecientemente nervioso e irritable a Miguel Ángel Aznar. Este exteriorizó su preocupación cierta noche diciendo:

—Dentro de un par de años la Policía Sideral estará en condiciones de rechazar cualquier agresión marciana. Es lo que pueda ocurrir en el plazo de estos dos años lo que me intranquiliza. Si los hombres grises se enteran de que estamos preparándonos para obligarles al desarme no esperarán a que tengamos en línea nuestras fuerzas. Se lanzarán al ataque y nos veremos envueltos en una guerra, cuyo alcance nadie podría predecir.

—¿Cree usted que los marcianos nos derrotarían? —preguntó Berta.

—Aunque fueran ellos los vencidos, ¿qué? Antes que poderles expulsar de nuestro sistema planetario tendríamos a Venus y a la Tierra parcialmente destruidos. No me preocupa solamente el resultado de una nueva guerra, sino la guerra en sí con su hecatombe de vidas humanas.

—Podemos aniquilar a Marte sin perder una sola vida —recordó Berta Anglada—. Tenemos la bomba que podría iniciar una reacción en cadena del agua y la atmósfera de Marte. La destrucción sería tan completa que Marte quedaría en el mismo estado que nuestro satélite la Luna.

—Sí —murmuró el almirante—. Podríamos hacerlo, pero la cuestión es ésta: ¿debemos hacerlo? ¿Qué derecho nos asiste?

—El de quitar de en medio a quienes pretenden destruirnos.

—¿Y quiénes somos nosotros para arrogarnos atribuciones que sólo competen a Dios? Humanos o no, los hombres grises son criaturas de inteligencia… Antes de llegar a un final tan espantoso hemos de apurar todos nuestros recursos… Incluso toda nuestra paciencia.

Berta Anglada no osó responder, pero conservó de esta conversación un recuerdo desagradable. La admiración que sentía hacia el almirante se desmoronó en parte. Ella creía que Miguel Ángel era un hombre duro, enérgico, dominante, autoritario e inexorable para con sus enemigos. Después de haberle oído expresarse de forma tan desconcertante, Berta Anglada sintióse defraudada. —Es un blandengue —se dijo despechada. Y pronosticó para la embajada del almirante de la Policía Sideral el más ruidoso de los fracasos. Para ella, la solución del problema que llevaba a Miguel Ángel a Marte era fácil. Si ella contara con el apoyo oficial del mundo como el almirante, llamaría a su presencia al caudillo de los hombres grises y le diría: «Esta es la cuestión. O dejáis de hacer el tonto y consentís en el desarme o aniquilaremos vuestro planeta».

Los hombres grises, a juicio de Berta Anglada, no tendrían más remedio que acceder y aceptar las condiciones que ella les dictara.

Por espacio de varios días, Berta rehuyó el encuentro con el almirante. Pero el día que el autoplaneta se detuvo a 20.000 millas de Marte, Berta sintió la picazón de la curiosidad y bajó a la sala de control, donde sólo era permitida la entrada a los generales de las seis potencias signatarias de la Policía Sideral.

—¡Caramba! —exclamó George al verla—. Creímos haberla ofendido en algo. El almirante se proponía pedirle una explicación por su alejamiento de estos días.

Berta se sonrojó y miró a Ángel con el rabillo del ojo. El almirante estaba ante la pantalla de un radiovisor. En esta pantalla podía verse la horrible cara de un hombre gris.

Berta no los había visto nunca personalmente, aunque los conociera por fotografía y película. Casi todas las películas de la Tierra versaban sobre aventuras con intervención de los inhumanos hombres grises.

Un hombre gris era la cosa más parecida a un hombre terrestre, al menos en lo que se refería al cuerpo. Los hombres grises tenían solamente dos piernas y dos brazos. Los brazos eran bastante largos y las piernas robustas, con sólo cuatro dedos en cada miembro. La estatura mínima en ellos era de 2 metros, y la máxima de 2'5O metros. La cabeza de estas extrañas criaturas era dos veces mayor que la de un hombre. Tenía cierto parecido con un huevo prolongado hacia atrás formando una frente abombada, bajo la que miraban, fríos y enormes un par de ojos de pupila hendida verticalmente. Tenían una trompetilla movible en lugar de nariz, y la boca carnosa, sin forma y armada de una doble hilera de afilados y pequeños colmillos. Prácticamente carecían de mandíbula inferior, y las orejas eran alargadas y rematadas en punta. La única muestra de vello estaba en sus cejas, inclinadas en un ángulo de 45 grados. El resto del cráneo, de la cara y del cuerpo, estaba desprovisto de pelo y tenía una coloración gris ceniza.

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