—¡Bueno… bueno…! —Exclamó el general Kisemene, haciendo muecas—. No empecemos con las disputas. Usted, míster Aznar, tiene el genio corto y la palabra muy incisiva. Usted, general Power, no parece sino que esté buscando la escisión y el fracaso de la Unión de Naciones y de la Policía Sideral. Somos militares profesionales, ¡qué caramba!, y no podemos asustarnos como una gallina vieja en cuanto se deja oír el primer trueno de la tempestad. Examinemos la situación con calma. ¿Es que ya no queda más solución que rellenar este asteroide de bombas atómicas y hacerle saltar por los aires para que no vaya a parar a manos del enemigo?
—Tal vez fuera la mejor solución —refunfuñó Power.
Kisemene se volvió hacia Miguel Ángel.
—A usted, almirante, ¿no se le ocurre una solución mejor?
—¿Y a usted? —preguntó a su vez Miguel Ángel.
—¡Hombre, míster Aznar! —Exclamó el negro—. ¡Tiene usted unas cosas! Yo soy militar puro, mientras que usted es estratega y científico a la vez. ¿No le queda ningún truco en la manga?
—Algo hay… —murmuró Ángel acariciándose pensativamente el mentón y haciendo latir más deprisa el corazón de Berta Anglada—. No se trata de nada nuevo, sino de desarrollar en mayor escala las defensas del autoplaneta. Por ejemplo, podríamos rodear a Eros de una atmósfera…
—¡Cielos! —gimió el general Limoges—. ¿Es posible crear una atmósfera alrededor del asteroide 433, míster Aznar?
—Sí. Por fortuna, Eros es un planetilla muy pequeño.
—¡Entonces estamos salvados! —gritó el general azul Kadde.
—Los inconvenientes que haya, serán puramente financieros. Levantar una atmósfera representa un tremendo gasto de energía atómica. Y los aparatos necesarios para crear esa atmósfera serán carísimos. ¿Creen que el Consejo de las Naciones afrontaría este nuevo gasto?
—¿Qué otro remedio le queda? —Refunfuñó Power—. Lo someteremos a su aprobación. Y a menos que el mundo opte por el suicidio aceptará cualquier cosa que ofrezca esperanzas de salvación.
Miguel Ángel se inclinó sobre el radiovisor y llamó al profesor Erich von Eiken a su despacho. El sabio alemán estuvo en pocos segundos ante el almirante y respondió con rapidez a cuantas preguntas se le hicieron.
Desde luego, era factible levantar una atmósfera alrededor del asteroide 433. La mayor dificultad consistiría en construir toda la complicada maquinaria que se necesitaría con la brevedad de tiempo que los problemas militares y estratégicos de Eros reclamaba.
—Sugiero —dijo Power— que algunos de nosotros nos personemos en Madrid con la mayor brevedad de tiempo posible para exponer el asunto ante el Consejo de las Naciones. El profesor von Eiken debiera acompañarnos para apoyar nuestro proyecto con sus datos científicos.
—Me parece muy bien —apoyó Miguel Ángel—. Podrían ustedes hacer el viaje en un par de semanas en uno de nuestros destructores interestelares. Mientras, míster von Eiken haría un presupuesto de lo que necesitaría para crear una atmósfera en Eros.
El proyecto se aprobó inmediatamente. Se decidió que los generales Power, Kisemene y Kadde partirían rumbo a la Tierra con el profesor. Erich von Eiken. Al ponerse en pie para marchar a hacer los preparativos, entró el profesor míster Louis Frederick Stefansson, todavía enfundado en su pesada coraza de presión para vacío.
—¿Encontró por fin ese proyectil que no llegó a hacer explosión? —le preguntó Ángel.
—Sí. Estaba profundamente enterrado, pero no fue difícil descubrirlo con la ayuda de las máquinas excavadoras.
—¿Era en realidad un proyectil sin piloto? —Sin duda. Estaba convertido en un montón de acero retorcido. Me he traído una muestra del material que recubre su casco— dijo míster Stefansson, dejando caer sobre la mesa un pedazo de acero que parecía un trozo de metralla.
El profesor von Eiken lo tomó y sospesó con ambas manos.
—Parece mucho más denso que el acero corriente —dijo.
—Observe esa pintura que recubre su cara exterior. Creo que todo el misterio de su extraordinaria resistencia a los Rayos Z se condensa en esa capa. Es un componente de dedona.
—Es muy posible —murmuró el sabio alemán—. Yo he pensado —prosiguió míster Stefansson—, que si los hombres grises de Marte han recubierto sus proyectiles y aviones con una capa de pintura a base de dedona, también podríamos hacer nosotros lo mismo con nuestros aviones.
Un hosco silencio acogió las palabras del profesor Stefansson.
—Creo que tendremos que aplazar el viaje a la Tierra… al menos hasta después de haber analizado esta especie de pintura marciana. Si en su composición entra la dedona tendremos un argumento más para persuadir al Consejo de Naciones de que debemos apresurar la fabricación de cruceros interestelares a base de este material —dijo Miguel Ángel. Y volviéndose hacia el profesor von Eiken preguntó: ¿Cuánto tiempo cree que necesita para completar el análisis?
—Procuraremos comprobar que se trata de dedona. Si lo es, estará resuelto el problema en una hora.
—Perfectamente. Puede empezar ahora mismo.
Míster Erich von Eiken saludó a los generales y abandonó el despacho seguido por el profesor Stefansson. Ángel decidió echar pie a tierra para pasar revista a los equipos mineros que habían reanudado su labor con los elementos que el bombardeo marciano no había reducido a astillas.
Berta Anglada se empeñó en acompañarle. Para esta excursión por la superficie de Eros, el almirante y Berta vistieron sus pesadas armaduras metálicas de vacío. Cuando la joven se reunió con Ángel en el gran portal del rascacielos, advirtió que éste llevaba sobre la espalda un aparatito, especie de depósito de forma rara sujeto por fuertes correas. Ángel tenía en la mano otro de estos aparatos que llamaron poderosamente la atención de Berta.
—¿Qué es esto?
—Se llama «back» y sirve para volar individualmente. Póngaselo. El «back» es una de las varias aplicaciones de la dedona. Este pequeño cuadro de mandos que cae sobre el pecho sirve para dejar paso a una corriente eléctrica que convierte al material de que está construido el «back» en fuerza repelente a la atracción de las masas. Esta palanquita sirve para subir o bajar. Para evolucionar en el espacio hay que valerse con movimientos musculares… Vea cómo lo hago yo.
Ángel dio vuelta a un botón, empujó ligeramente una palanquita hacia arriba y se elevó seis pies sobre el nivel del piso del autoplaneta. Hizo girar otro botón, empujó la segunda palanquita y un fino chorro de gases le empujó hacia adelante. Ángel dio media vuelta dándose impulso con las piernas y volvió junto a Berta.
—¿Se ha dado cuenta? —preguntó.
—Es maravilloso —exclamó la joven adosándose el «back» con la ayuda del almirante.
Luego, se ayudaron uno al otro para ponerse sobre los hombros las escafandras y se encaminaron hacia una de las salidas.
Unos minutos más tarde avanzaban sobre el anillo de cien metros de anchura que rodeaba al autoplaneta y desde allí tendían la vista a su alrededor dominando una amplia panorámica. Entre densas columnas de polvo podían verse mover grandes máquinas excavadoras, vagonetas formando largos trenes de los que tiraban robustas locomotoras eléctricas y hombres encerrados en sus corazas de vacío que iban de un lado a otro vigilando la labor de las máquinas.
En la parte posterior de sus escafandras llevaban sendos aparatos de radio, de los que se servían para comunicarse entre sí, pues aunque ante cada oído llevaban un auricular para captar los ruidos del exterior, el silencio más absoluto imperaba a su alrededor en contraste con la febril actividad de las máquinas zapadoras. En él vacío el silencio era completo.
Berta y Ángel se lanzaron por el espacio hacia un grupo de poderosas máquinas excavadoras que estaban levantando grandes nubes de polvo. Por efectos de la débil fuerza de gravedad de Eros, este finísimo polvo tardaba horas enteras en volver a caer por su leve peso hacia tierra, de modo que siempre había una neblinosa capa de polvo en suspensión.
Las grandes palas mecánicas, manejadas por control remoto, tomaban el mineral arrancado por los martillos neumáticos y lo vertían en las vagonetas. Estas, moviéndose sobre un laberinto de pequeñas vías, se dirigían al autoplaneta Rayo, suspendido e inmóvil en el espacio a un centenar de metros de altura.
Desde la parte inferior del gran anillo que rodeaba al autoplaneta colgaban recios cables de acero que enganchaban a las vagonetas y las levantaban con su carga hasta las grandes puertas abiertas en el casco del autoplaneta, bajo aquella especie de alero formado por el anillo ecuatorial.
En el interior del autoplaneta, debajo de la plataforma que lo dividía por la mitad, había visto Berta Anglada una extensión de terreno de 11. 333 metros cuadrados con una altura libre de 30 metros hasta el techo. Era el «parque» del autoplaneta.
Una capa de diez metros de tierra vegetal servía de base a las variadas plantas y los árboles que allí crecían un poco desordenadamente. Plantas, flores y árboles eran en su mayor parte desconocidos para Berta.
—Son producto de las semillas que tomamos durante nuestro viaje a Venus, y que teníamos a bordo del Lanza cuando nuestra aeronave se estrelló en el planeta Ragol.
—Más tarde las plantamos aquí y, ya ve. Tenemos un precioso huerto —dijo Miguel Ángel Aznar cuando le mostraba el autoplaneta a Berta.
En este espacio libre vertían las vagonetas el mineral, arruinado, naturalmente, el muy querido «huerto» de los propietarios del Rayo.
Ahora, en su visita a los yacimientos, Berta y el almirante se detuvieron a charlar con los ingenieros que dirigían los trabajos.
—Es un minera horriblemente tenaz —les comunicó uno de los ingenieros—. Cada hora de trabajo hay que recambiar los taladros de las perforadoras. Esto retrasa considerablemente la extracción.
—Tendremos que aplicar las primeras toneladas de dedona a la fabricación de barrenas —dijo Ángel a Berta mientras proseguían su excursión—. Entonces aumentaremos la extracción.
Poco después llegaban hasta los oídos de Berta el zumbido característico de una llamada por radio. Era Richard Balmer anunciando:
—¡Vuelvan enseguida al Rayo! ¡Los vigías telescópicos acaban de descubrir a una poderosa formación de aparatos marcianos que se acercan a Eros a gran velocidad!
—¡Elévense con el Rayo y tiendan la cortina atómica! ¡Pronto! —ordenó Miguel Ángel.
¡Pero usted…!
¡Yo estoy bien aquí! ¡Invertiría demasiado tiempo entre llegar al autoplaneta y entrar! ¡Pronto, no hay tiempo que perder!
—A la orden, jefe. Le tendré al corriente de lo que ocurra. Ya he dado la señal de alarma a los aparatos.
Los ojos negros de Berta se volvieron interrogantes hacia los de Ángel.
—No se preocupe —le tranquilizó el joven—. Estaremos a cubierto dentro de la atmósfera.
Mientras volaban sobre las máquinas zapadoras pudieron ver al autoplaneta elevándose rápidamente en el espacio.
Desde la superficie del asteroide ni siquiera se alcanzaban a ver los aparatos amigos ni enemigos. Estaban demasiado lejos para que la vista los distinguiera. Pero muy pronto fueron perfectamente visibles las explosiones de éstos cuando estallaban en el espacio bajo el impacto de los Rayos Z.
En Eros, el trabajo de extracción de mineral continuó como si nada ocurriera. Berta y Miguel Ángel fueron a situarse junto a un gigantesco transporte, cuya tripulación había montado un telescopio con el cual seguían las incidencias del combate.
—Soy Miguel Ángel Aznar —dijo el almirante al comandante del transporte—. Quisiera utilizar su aparato de radio para comunicar con mi autoplaneta.
El comandante español se apresuró a hacer entrar en su aparato a Ángel y ordenó a su radiotelegrafista que estableciera contacto por radio y televisión con el autoplaneta. Poco después, Miguel Ángel veía la rubicunda cara de Richard sonriéndole desde la sala de control del Rayo.
—Todo marcha bien —aseguró.
Los aparatos marcianos caían como moscas alrededor del Rayo, pese a estar demostrando una resistencia poco común contra los proyectores de Rayos Z. Como un centenar de proyectiles teledirigidos marcianos acababan de hacer explosión al tratar de rebasar con velocidades meteóricas la barrera atómica tendida por el Rayo sobre sí y sobre el hemisferio oriental de Eros. Los destructores del autoplaneta, a su vez, abrían una profunda mella en las formaciones masivas del enemigo. Richard calculaba en más de diez mil aparatos thorbod los que estaban peleando por abrirse paso hasta el asteroide.
A Miguel Ángel le asombró la tenacidad de los aparatos thorbod. ¿No estaban enterados todavía de la invulnerabilidad de los aparatos del autoplaneta y del propio autoplaneta frente a los Rayos Z?
La razón se la dieron los acontecimientos del hemisferio opuesto defendido por la flota de la Federación Ibérica. Mientras diez mil aparatos marcianos acosaban al autoplaneta y a sus aparatos, quince mil platillos volantes peleaban contra los españoles allí donde ni los proyectores ni la atmósfera del Rayo podía llegar por impedírselo la misma mole del asteroide 433.
Al mismo tiempo que el almirante recibía esta comunicación por radio, el avión desde el cual seguía el curso de la pelea empezó a vibrar. Los hombres grises estaban pulverizando el hemisferio opuesto con bombas atómicas.
—¡Atención, Richard! —Llamó Ángel—. Ordene a nuestros destructores y «zapatillas» que corran a auxiliar a los aparatos iberos del otro lado del asteroide ¡Parece que lo están pasando muy mal!
Berta Anglada, junto a Ángel, estaba mirando por una de las ventanillas del avión. De pronto vio algo que le, paralizó el corazón. Borrosamente, a través de las nubes de polvo que levantaban las máquinas excavadoras, identificó a un platillo volante que, a poca velocidad y altura, venía en línea recta hacia ellos.
—¡Cuidado! —gritó—. ¡Un platillo volante thorbod! Miguel Ángel dio un brinco y se puso en pie mirando hacia donde le señalaba la mano de Berta. El platillo volante hizo fuego contra alguna máquina o avión que estaba envuelto en una nube de polvo. Una cegadora llamarada azul indicó el fin del objetivo que acababa de atraer la atención del platillo volante. Este prosiguió su lento vuelo en dirección al avión de transporte. De pronto lo descubrió. Una explosión terrorífica hirió dolorosamente los tímpanos de Berta Anglada. Se vio envuelta en una llamarada azul. Y de pronto lanzada a gran distancia sobre la capa de polvo que envolvía al asteroide 433 por una enorme brecha abierta en el casco del avión.