Policia Sideral (11 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Policia Sideral
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—¡Pero todo eso invertirá mucho tiempo… tres o cuatro meses cuanto menos! —protestó Limoges.

—Procuren abreviar esas tareas todo lo posible. Piensen que, de todas formas, insistir en explotar estos yacimientos sin asegurarnos contra los bombardeos marcianos es tiempo perdido. Perderemos tres o cuatro meses en estos preparativos; bien, pero una vez estemos firmemente asentados en Eros no podrán los thorbod impedirnos que saquemos la dedona en grandes cantidades y creemos la gran flota de la Policía Sideral.

—¿Y si los marcianos ocuparan este asteroide mientras tanto?

—No lo ocuparán, esté seguro. Y si lo hicieran tanto peor para ellos. Yo les impediré que arranquen ni un pedazo de dedona, simplemente empleando su propia táctica de bombardeos y ataques esporádicos. Al mismo tiempo efectuaré algunos raids por las cercanías de Marte. Les molestaré cuanto pueda, me dedicaré sin descanso a la caza de aparatos aéreos y, en fin, les tendré en jaque hasta que estén ustedes de regreso.

—¡Con tal de que no respondan a sus ataques con la declaración de la guerra total! —murmuró Kadde.

—No habrá guerra total, al menos por algún tiempo —aseguró el almirante—. ¿Es que no han comprendido la táctica de los marcianos todavía? ¿Acaso ha contestado la Tierra con una guerra total a la provocación de Marte? Desengáñense. Ellos están en el mismo caso que nosotros. No están bastante preparados para una guerra en firme y procuran entretenernos, molestarnos e impedir que nos armemos. No sé por qué lo harán. Supongo que estarán fabricando más armas y aviones. Tal vez sólo tengan protegidos con pintura a base de dedona un corto número de aparatos, y si fuera así se explicaría su demora en lanzarse a la invasión del Mundo. Mientras no tengan todas sus escuadras pintadas, no empezarán la guerra en serio.

Los generales no respondieron. Durante un buen rato meditaron sobre las palabras del almirante.

—Yo creo que el almirante está en lo cierto. Tanto importa que el autoplaneta Rayo esté aquí como en la Tierra mientras no podamos dedicarnos con tranquilidad a la explotación de los yacimientos de dedona. Algo hemos conseguido en todo este tiempo. Tenemos bastante dedona para proteger a un considerable número de aparatos aéreos y para fabricar los taladros que incrementarán la producción de este mineral.

—Sí —apoyó el general Limoges—. Vayamos a la Tierra lo más rápidamente posible. Volveremos con nuevos pertrechos, maquinaria, baterías «Z» y una poderosa flota cuyos aparatos estarán ya protegidos con esa nueva pintura.

Poco más se habló. Inmediatamente empezaron a hacerse los preparativos de marcha. Las máquinas zapadoras que todavía eran útiles fueron introducidas en el autoplaneta para evitar que las utilizara y destruyera el enemigo. Los aparatos de la aviación de la Federación Ibérica que habían sobrevivido a los dos ataques de los thorbod partieron apenas el último zapador estuvo alojado en el autoplaneta.

Berta Anglada presenció todos aquellos preparativos con el ceño fruncido. Fue decidida en busca del almirante y le dijo.

—Yo quiero quedarme con usted, señor Aznar.

Contra lo que esperaba y la mantuvo preocupada, el almirante no se opuso.

—Puede quedarse conmigo si ese es su gusto, Berta —sonrió—. No quiero privarle del espectáculo de los combates que van a empezar en breve.

Poco después, desde la cabina de mando del destructor España, Berta Anglada veía con cierta tristeza cómo el autoplaneta Rayo se internaba en el espacio y desaparecía rumbo a la Tierra. Bajo sus pies, todavía envuelto en nubes de polvo, el asteroide 433 se le mostraba desierto y frío Ni un ser viviente quedaba sobre él. La única NT de vida estaba en el espacio, donde se movían los 47 destructores restantes y las 200 aerodinámicas zapatillas volantes.

Capítulo 9.
Piratería sideral

N
o había en el mundo, con toda seguridad, fuerza armada tan original como la de Miguel Ángel Aznar.

Los destructores eran unos navíos de setenta metros de largo y forma de huso, bastante parecidos a los submarinos atómicos del siglo XX, incluso por la achatada torrecilla que sobresalía sobre el centro de su parte superior. En realidad, estos destructores no solamente podían viajar de planeta a planeta cubriendo distancias de millones de kilómetros en pocos días, sino que podían también navegar sobre o bajo la superficie del mar.

Lo más extraordinario de estos destructores era su tripulación. Por lo general bastaba un solo hombre para mandar tan complicado instrumento de guerra y, en realidad, cualquiera de aquellos destructores hubiera podido desempeñar cualquier misión sin la presencia ni el control de ningún ser vivo.

La tripulación de estos navíos era puramente mecánica; es decir, electrónica, y solamente los dos pilotos tenían forma y movimientos humanos, porque eran robots de una perfección inverosímil, capaces de «ver», «oír», «hablar» e incluso «pensar».

Los artilleros, los oficiales de derrota, los vigías… todos los demás elementos indispensables en un navío de guerra, eran también electrónicos, aunque ni siquiera tenían forma humana. Un artillero era a bordo de aquellos destructores una máquina aneja al cañón que manejaba. Esta máquina «pensaba», «veía», y sobre todo gozaba de una extraordinaria memoria. Si el comandante del destructor le ordenaba disparar sobre un avión, el artillero electrónico no solamente obedecía con rapidez y puntería infinitamente superior a la de un ser vivo, sino que en lo sucesivo dispararía siempre contra aquel tipo de avión, cualesquiera que fueran las circunstancias y aunque hubiera transcurrido un siglo desde la primera vez que le fue «presentado» como enemigo.

El navegador automático, por ejemplo, era un complicado instrumento encargado exclusivamente de saber en todo momento la situación del navío.

Las únicas máquinas dotadas del privilegio de andar, sentarse y, en fin, de todos los movimientos que caracterizan al hombre humano, del que tenían también la forma y los principales órganos ópticos, acústicos y fonéticos, eran el piloto y el copiloto robots.

De estos pilotos puede decirse que eran las máquinas más perfectas creadas por el genio del hombre. Pilotos electrónicos como éstos eran los que tripulaban las curiosas zapatillas volantes, aparatos exclusivamente creados para la caza. Los pilotos electrónicos habían sido especialmente fabricados y adiestrados para combatir en el espacio y desempeñar este cometido con tan fría, segura e infatigable precisión, que bien podía calificárseles como máquinas especializadas en matar.

Mataban sin encono, ni odio, ni rencor. Mataban con la indiferencia de la cuchilla que cae con seco golpe sobre el cuello del condenado a muerte. Mataban sin saber por qué ni para qué lo hacían, simplemente porque se les ordenaba destruir tal o cualquier avión o aquél o este hombre, animal o máquina.

Estos hombres mecánicos jamás preguntaban el porqué de nada. Nunca protestaban ni se rebelaban. Nunca se cansaban. Sus cerebros electrónicos trabajaban infatigablemente con la serena y fría precisión de las máquinas bien construidas. Su exclusivo alimento era la electricidad, que recibían por una pequeña antena que sobresalía de sus cráneos de acero. Cuando no recibían ondas electromagnéticas los robots quedaban inmóviles, «muertos». Ningún hombre mecánico tenía conocimientos bastantes para formarse una idea de su propia existencia. Sabían cómo pilotar un avión y llevarlo a cualquier parte que se les ordenara, sabían buscar al enemigo y elegir el momento adecuado en que habían de disparar sus mortales rayos de fuego, pero ignoraban la secreta fuerza que les daba vida, porque su razón no alcanzaba a tanto.

Berta Anglada no podía evitar un estremecimiento de repulsión cada vez que veía moverse a estas extrañas criaturas electrónicas.

En un principio, antes de que el autoplaneta, los destructores y las zapatillas volantes entraran a formar parte de la Policía Sideral, los destructores llevaban comandantes saissais o de raza azul. Los robots habían sido creados por una rama de esta gran familia azul que fue a habitar Ragol, de modo que los hombres mecánicos no obedecían a otra lengua que a la saissai.

Ahora, después de la partida del autoplaneta, los destructores estaban mandados por aviadores terrestres de la Policía Sideral. Los hombres de raza azul que Ángel y sus amigos trajeron del planeta Ragol, habían partido con el Rayo, y también se marcharon George Paiton, Richard Balmer, Thomas Dyer y los profesores Louis Frederick Stefansson y Erich von Eiken.

Berta comprendió que si el almirante le permitió quedarse con él en Eros, se debió más a la necesidad de contar con algún amigo que a cualquier otra cosa.

En efecto, privado de la compañía de sus amigos, Miguel Ángel hizo de Berta Anglada su confidente. La vida a bordo del destructor España, inmovilizado a cien millas del asteroide 433 de la serie, era monótona y aburrida. En sus ratos de malhumor, Ángel confiaba a Berta sus dudas y temores. Cuando estaba alegre, entonces relataba sus extraordinarias aventuras por el cosmos o la vida del siglo XX.

Y Berta Anglada, según conocía más y mejor a Miguel Ángel, sentíase más ligada a él por los vínculos secretos de su admiración. ¿Se dio cuenta el almirante de que en los bellos ojos negros de su atento oyente había algo más que interés y curiosidad cuando le relataba sus pasadas aventuras y sus esperanzas para el futuro?

Había veces en que Berta sentía su alma desnuda bajo la penetrante mirada de Miguel Ángel. Entonces se decía que él había descubierto el amor de ella. Pero luego, los acontecimientos demostraban a Berta lo contrario. Miguel Ángel no era ciego. Sencillamente, estaba demasiado preocupado con los marcianos para caer en la cuenta de la muda adoración de su compañera. Y, por otro lado, estaba demasiado reciente la muerte de Bárbara Watt, la esposa de Ángel, para que éste olvidara su antiguo amor.

Transcurrieron cincuenta horas sin que nada ni nadie alterara la bochornosa paz del asteroide 433.

—¿Usted cree que volverán los platillos volantes? —preguntó Berta a Ángel.

—No tardarán mucho en acercarse, siquiera sea para ver qué estamos haciendo.

Corroborando la suposición del almirante de la Policía Sideral, trece horas más tarde se dejaba oír el timbre de alarma del vigía telescópico automático. La comandante Juana Graner, el único ser humano aparte de Berta y Ángel a bordo del destructor España, llamó al almirante a la cabina de mando. Juana era una mujer de mediana estatura y unos treinta años de edad, trigueña y provista de un par de ojos color verde, afilados como puñales.

La cabina de mando del destructor era circular. De frente a la proa estaban sentados en sendos sillones dos robots. Estos eran los pilotos. Ocupando el centro de la sala había una mesa redonda, sobre cuya superficie se proyectaban las imágenes captadas por el poderoso telescopio de a bordo. Una formación de quizás 15.000 platillos volantes del último modelo se acercaba a gran velocidad.

Vistos sobre la mesa parecían una espesa nube de moscas dispuestas a devorar la escasa fuerza de 48 destructores y 200 zapatillas volantes de la Policía Sideral.

La batalla de Eros comenzó dos minutos más tarde, cuando ambas fuerzas se hallaban separadas por 300 millas de distancia. A 300 millas, el disparo de los Rayos Z de los destructores era ya efectivo. El alcance de los proyectores de Rayos Z de los platillos era de cerca de 200 millas, ligeramente superior al de las Fuerzas Aéreas de la Tierra. Los aviones terrestres, como las «zapatillas», alcanzaban solamente 150 millas.

Los 48 destructores del autoplaneta abrieron simultáneamente el fuego en cuanto los platillos volantes rebasaron las 300 millas de seguridad.

Una hecatombe de platillos volantes siguió a la primera andanada de los destructores. El espacio, totalmente negro, sobre el que brillaban las estrellas, y, muy próximo, Marte, se pobló de relámpagos azules, cada uno dé los cuales daba cuenta del fin de un aparato marciano.

La segunda andanada siguió a la primera con un segundo de intervalo. El espacio se vio invadido unos segundos por un centenar de nuevas estrellas. Luego, por otro…, por otro…

Los platillos volantes rompieron su formación y se abrieron en abanico envolviendo a Eros y los destructores. Berta pudo ver unas a especie de flechas doradas que surcaban el cielo en dirección a los platillos volantes. Eran las «zapatillas», el avión de caza más manejable y veloz del mundo entero.

Con ayuda del telescopio auxiliar, Berta Anglada pudo seguir a su comodidad el curso de la tremenda batalla aérea. Junto a ella, el almirante daba órdenes restallantes a sus pilotos electrónicos y a los comandos de las demás unidades. Berta, con el ojo pegado a una lente que se diferenciaba muy poco de la de un submarino del siglo XX, vio cómo las «zapatillas» se abalanzaban sobre los aparatos marcianos obligando a éstos a entrar en un cuerpo a cuerpo que, sin género de dudas, no era del gusto de los pilotos grises.

Vio cómo, a una orden de Miguel Ángel, empezaban a moverse los destructores, eludiendo las nutridas andanadas de torpedos atómicos que los platillos volantes estaban lanzando al espacio.

Los destructores se dieron a evolucionar de un modo continuo, esquivando los torpedos y destruyendo a éstos con los mortíferos Rayos Z.

Durante quince minutos la situación de los destructores se hizo punto menos que insostenible. Berta apartó un momento el ojo de la lente y miró a Miguel Ángel. Le vio preocupado, con la frente cubierta de sudor y dando órdenes sin cesar mientras mantenía los ojos en el indicador de la temperatura del caso, que oscilaba entre los 4. 800 grados y los 5.000 grados casi de modo incesante. El registro automático señalaba 51 platillos volantes derribados o, cuando menos, capturados por los haces de rayos Rayos Z. Un cálculo superficial arrojaba la abrumadora cantidad de cerca de 2. 400 platillos volantes derribados, dando a cada destructor un término medio de 50 platillos destruidos. ¿Cuántos habrían destruido las «zapatillas» desde que se lanzaron al ataque?

Era imposible entretenerse en averiguarlo en estos momentos de tensión. Lo cierto era que al pegar nuevamente el ojo a la lente del telescopio auxiliar, Berta pudo ver que el número de platillos volantes había disminuido notablemente. Hacia su derecha vio a dos platillos desintegrados en el vacío interestelar. Luego vio con dolor cómo un destructor de la flota del autoplaneta sucumbía de forma aparatosa y violenta bajo el impacto de un torpedo de un centenar de platillos volantes que le acosaban sin descanso. Dos «zapatillas» acudieron inmediatamente al lugar de la catástrofe y liquidaron al enemigo de una forma que jamás Berta había visto. Mientras abatían a dos platillos con sendos certeros disparos, las «zapatillas» hicieron una pirueta y se arrojaron contra los platillos, atravesando a dos de parte a parte y lanzándose contra los dos que quedaban incólumes.

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