El mayor se interrumpió para respirar. Luego prosiguió:
—En cuanto se supo que Tarjas Kan había muerto se sublevaron las antiguas naciones de Europa. Un centenar de aspirantes a la sucesión del trono imperial se dieron a morderse entre sí sin importarles un ardite el hecho de que nosotros estábamos avanzando por Europa en un desfile militar, y los norteamericanos tomaban la iniciativa invadiendo la China. Cuando los amarillos vinieron a darse cuenta, estaban totalmente vencidos. Nosotros, ayudados por Aznar, habíamos dado buena cuenta de la flor y nata de sus Fuerzas Aéreas. Los amarillos se rindieron dos semanas después de nuestro afortunado ataque contra Jakutsk. Inmediatamente empezó a hablarse de la Policía Sideral.
—¿Qué tal es físicamente ese Miguel Aznar? —preguntó Berta Anglada.
—Un buen ejemplar de hombre. Mide casi dos metros de estatura y tiene el clásico tipo de atleta. Es moreno, de ojos oscuros… Un hombre guapo, si es lo que querías saber.
—¿Dónde está ahora?
—En una pequeña «villa» que el Gobierno le ha regalado en la Costa Brava. El pobre sufrió un rudo golpe con la muerte de su esposa.
—¿De modo que era casado? ¿Cuándo se casó?
—Hace cuatrocientos veintinueve años, poco más o menos. Su esposa estuvo con él en aquel remoto planeta. Bárbara Watt murió al estrellarse un ascensor contra el suelo. Fue un accidente estúpido… casi sarcástico. Bárbara Watt había corrido con su marido mil peligros, capaces de cortarle la respiración a uno… y murió en plena paz, cuando todo se anunciaba feliz y tranquilo.
—Sí que es sarcasmo —murmuró la joven. Y luego de una corta pausa añadió—: Bien, hábleme de la Policía Sideral.
—Es ni más ni menos que una tentativa más para acabar con las guerras. Se trata de formar un ejército internacional que agrupe a todas las fuerzas armadas del mundo, bajo un mando único… el de Miguel Ángel Aznar. En esta policía entran por igual fuerzas de la raza amarilla y la negra, de los Estados Europeos, de los Estados Unidos y de la Federación Ibérica. También acaban de aliarse los hombres azules de Venus… ¿Sabías que Venus pudo, al fin, proclamar su independencia?
—Sí. Es una de las noticias llegadas por radio hasta Eros que más me alegraron. Venus entra por fin en la gran unión universal, pero… ¿y Marte?
—Marte continúa siendo la oveja negra de la familia, tal vez porque los hombres grises de allá son la copia más horrible que pueda hacerse de la Humanidad y no puedan llamarse con propiedad familiares nuestros. Es posible colaborar incluso con los amarillos, pero con los hombres grises… con esos creo que perdemos el tiempo.
—Supongo que se les habrán hecho propuestas. ¿Qué han contestado?
—Nada. Ni se han dignado contestar siquiera. Esto, claro está, tiene la mar de preocupados a los países signatarios de la Policía Sideral. No es posible reducir los efectivos bélicos mientras exista una amenaza de agresión por parte de Marte. La Policía Sideral se propone reunir en un solo ejército parte de las unidades de los ejércitos de la Tierra, de Venus y de Marte. Todo el colosal gasto que representa el mantener los formidables ejércitos modernos, se aplicaría a mejorar las condiciones de vida de las naciones que están atrasadas en su desarrollo con respecto a los Estados Unidos y a la Federación Ibérica. Ahora bien, si Marte se mantiene al margen de esta alianza y amenaza nuestra paz, entonces no podemos reducir nuestros efectivos bélicos.
—Sí, lo comprendo. Ni Venus, ni las naciones de la Tierra podemos bajar la guardia mientras ignoremos cuáles son las verdaderas intenciones de los thorbod. Eso significa la obligación de mantener al día nuestros ejércitos, tanto técnica como numéricamente. Lástima. La idea de una Policía Sideral es francamente buena.
—Es una idea tan vieja como la Humanidad. Desde tiempos inmemoriales, el hombre se esfuerza por vivir en paz. Tal vez nunca pusieron todo su empeño en lograrlo, o puede ser que las diferencias políticas y económicas hicieran irrealizable la idea. Ahora es diferente. Ahora el hombre ya no vive esclavizado a la fecundidad de su tierra. Todos los alimentos se producen sintéticamente, y todo el mundo es capaz de poner en pie una industria alimenticia que solucione su problema fundamental. Solamente con que dedicáramos durante cinco años nuestros esfuerzos en ayudar al Asia y al África, estas naciones, libres del agobio de tener que alimentar costosos ejércitos, podrían atender a su propio sustento. La paz sería posible entonces. El hombre siempre es más tolerante cuando tiene el esto —mago lleno.
—Sí murmuró Berta, pensativamente —; pero es tara al sentir satisfechas sus necesidades fisiológica cuando el hombre se mete en política y aspira a levanta bien alto el pabellón de sus ideales.
—Desde luego. Pero para mantener encerradas dentro de sus propias fronteras las ideologías de cada pueblo contaríamos con la Policía Sideral. Cada nación podría gritar cuanto quisiera, pero no se permitiría a nadie que tratara de imponer con el peso de las armas sus ideales políticos ni religiosos.
—Es un bello sueño —suspiró la muchacha.
—Miguel Ángel Aznar se ha propuesto imponer la paz. Aunque tenga que ser él la única Policía Sideral.
—¿Podría hacerlo?
—Seguramente, si en vez de tener un solo autoplaneta tuviera medio centenar. Claro, que eso sería sacar las cosí fuera de quicio. Una paz impuesta sería una paz inestable que todos aborreceríamos. Por de pronto, la Tierra Venus han acogido a la Policía Sideral con auténtica entusiasmo. Miguel Ángel se propone ir personalmente Marte para conversar con los hombres grises. ¡Es un gran hombre ese Aznar!
—Por una causa así sí si merecería la pena Lucha —suspiró la joven.
—Tus deseos se verán cumplidos —dijo Queipo, después de una corta pausa añadió—: He visto tu nombre en la lista de aviadores que pasarán a formar parte del primer turno de la Policía Sideral.
L
a comandante Berta Anglada Alarcón dedicó dos días completos a «saturarse» de vida ciudadana. Después de un año largo de destierro en el asteroide 433, a 218 millones de kilómetros de la Tierra, la joven encontraba un especial placer en la contemplación de aquella hermosa y superpoblada población, enclavada en el corazón de España.
La vida en un pequeño planetilla como Eros, que sólo tenía 15 kilómetros de diámetro y 45 de circunferencia había sido mucho más desagradable de lo que cierto capitán de aviación expuso a dos generales en el aeropuerto madrileño. Berta había llegado a aborrecer a todos sus compañeros de expedición, quienes a su vez la aborrecían a ella, y acabaron por odiarse los unos a los otros con todas sus fuerzas.
La forzada y estrecha convivencia entre un puñado de seres humanos encerrados en una aeronave, en un planetilla que era como un insignificante átomo en el cosmos; la aridez del trabajo que se veían forzados a ejecutar, y su lejanía de centenares de millones de kilómetros de su patria, traía con harta frecuencia el drama a estos exploradores del espacio.
Ni siquiera la radio podía atenuar su espantosa sensación de soledad. Cuando Berta Anglada llegó a Eros para relevar a la expedición científica que llevaba trabajando allí nueve meses, y de la que nada se sabía en cuarenta días, los recién llegados tuvieron ocasión de presenciar un espectáculo macabro.
Los veinte exploradores llegados con anterioridad al asteroide 433 se habían pasado a cuchillo unos a otros, en mitad de lo que debió de ser una horrible orgía de sangre y odio. El último superviviente había dejado escrita una nota relatando de una manera superficial que después de haber intentado aplacar las rencillas entre sus compañeros, éstos se habían atacado los unos a los otros, persiguiéndose con saña inhumana hasta darse muerte. El historiador de la tragedia no podía explicarse cómo gente que habían emprendido el viaje a Eros alegres y optimistas, se había asesinado luego. El mismo había tomado parte en la degollina, y como sabía la pena que le esperaba, optaba por suicidarse.
Berta Anglada hubiera podido escribir un grueso tomo sobre sus singulares experiencias conseguidas en Eros. La tensión había llegado a ser tan grave entre los miembros de la expedición de Berta, que el recuerdo de lo sucedido a la expedición anterior, y no otra cosa, impidió más de tres veces que empuñaran hachas y cuchillos para perseguirse en aquel desierto anonadador de polvo cósmico y rocas grises. Solamente, cuando Pedro Mendizábal captó una radio de la Tierra en el que se les anunciaba el relevo, se levantaron las nubes sombrías cernidas sobre la adición. Luego, durante el regreso a España, las rencillas habíanse disipado y casi volvieron a ser los buenos camaradas de siempre. Pero Berta Anglada preferiría suicidarse a tener que volver con los mismos acamara un planetilla como Eros. Sabía que de volver allá acabaría asesinando a Pedro Mendizábal y a su copiloto, a quienes había cobrado un odio insano.
No es de extrañar, pues, que Berta Anglada se extasiara admirando desde la altura de cualquier torre metálica bella perspectiva ciudadana, ni que gozara dejan arrastrar por la muchedumbre que se apelotonaba en las plataformas de los tranvías sin fin o en las entradas: «metro». Hubieron de transcurrir dos días antes de Berta se considerara saciada de color, de movimiento vida y de perfumes. Entonces volvió a su diminuto piso donde vivía en compañía de sus padres y una hermana. Allí estaba esperándole un despacho oficial, en el que instaba a presentarse con la mayor brevedad ante su inmediato superior.
Berta contaba con dos meses de licencia, de modo aquella orden le sorprendió casi tanto como la definitiva constitución de la Policía Sideral.
La Policía Sideral, bajo la jefatura suprema de Miguel Ángel Aznar y la supervisión de un grupo de acreditados generales, estaba ya en marcha. ¿Qué había ocurrido? Berta Anglada se puso en movimiento hacia el aeródromo militar, dándole vueltas en la cabeza a la conversa sostenida con el mayor Alberto Queipo.
Evidentemente, la Policía Sideral no resolvería el palpitante problema de la carrera de armamentos mayor azote de los tiempos modernos, a menos que fuera una fuerte minoría vigilando la conducta de una inmensa mayoría desarmada. No era posible el desarme en estos momentos, cuando todavía pendía sobre la Tierra la amenaza gris. En tal caso, ¿para qué se apresuraba la Unión de Naciones en ratificar el poder conferido a la Policía Sideral? Una fuerza armada, integrada por todos los ejércitos completos de la Tierra y Venus, sería un organismo sin cohesión. A la primera polémica, los aviadores negros, blancos o amarillos tomarían sus aparatos y regresarían a «casa» para defender las exigencias de los suyos. Sería, indudablemente, una fuerza de peso contra la agresión marciana, pero la paz interior de los planetas continuaría expuesta a las idas y venidas caprichosas de los acontecimientos.
—Si ese Miguel Ángel Aznar es el hombre que supongo, no se sentirá a estas horas muy orgulloso de mandar la Policía Sideral —se dijo Berta en el momento que se encaminaba hacia la oficina del general Cervera—. No ha hecho otra cosa que meter a cinco lobos dentro de la misma jaula para que tengan más oportunidades de morderse a placer.
En el antedespacho del general, Berta se encontró de manos a boca con un hombre odioso: Pedro Mendizábal.
—¡Vaya! —Exclamó la comandante torciendo la boca—. Esperaba que nunca jamás nos volviéramos a encontrar.
«Mendi» estaba sentado en un sillón de fibra de cristal con un policía militar a cada lado. Su aspecto era el de un hombre que acaba de salir de una gran borrachera. Ahora, sin embargo, estaba sereno, aunque muy pálido.
—¡Hola, Berta! —saludó desmayadamente—. ¿También a ti te han arrestado por emborracharte?
La joven hizo un mohín de asco. La puerta del despacho se abrió y por ella asomó un coronel.
—Pueden pasar —dijo haciendo seña a Berta y a «Mendi».
Los dos policías ayudaron a «Mendi» a incorporarse Este se sacudió de las manos de sus aprehensores y entró con paso vacilante tras la joven. El general Cervera estaba de pie tras la mesa de su despacho y dejó caer sobre «Mendi» una mirada severa.
—Siéntense —dijo. Y dirigiéndose al coronel ayudante añadió—: Ocúpese de que preparen el avión para salir inmediatamente.
«Mendi» se pasó su trémula mano por los rubios cabellos. No tenía miedo. El temblor de su mano era efecto de la borrachera.
—De modo que ha estado usted entregado a la bebida durante tres días.
—Sí, mi general —respondió el hombre.
—¿A cuánta gente ha hablado del planetilla Eros?
—No creo haber tenido muchas ocasiones de hacerlo. Como las ordenanzas prohíben el estado de embriaguez e la vida pública, me encerré en mi piso con unas cuantas botellas y me dediqué a beber hasta caer sentado.
—¿No habló con nadie acerca del nuevo mineral que usted descubrió en Eros? —preguntó el general.
—Ni una palabra; de eso puedo estar seguro.
—¿Por qué?
—Porque bebía para olvidar nuestro largo año de destierro, arañando el polvo del asteroide 433. ¿Cómo quería que le contara a nadie lo que estaba empeñado e olvidar?
—No es una razón muy convincente —gruñó Cervera—. En fin, esperemos que sea como usted «supone» que ha sido.
Zumbó el televisor. Cervera bajó una palanquita y en la pantalla apareció el rostro del coronel ayudante.
—El avión espera, mi general —anunció.
—Allá vamos —dijo Cervera, poniéndose en pie y haciendo seña a Berta y a Pedro para que le siguieran.
Estos cruzaron una mirada de perplejidad, pero no osaron preguntar al general a dónde iban. Enfrente del pabellón esperaba uno de los mayores giróscopos de la aviación de la Federación Ibérica, que se remontó en el espacio en cuanto hubieron subido el general Cervera, Berta y Pedro. Cervera llevó a los dos sorprendidos subalternos hasta el salón y les hizo sentar en un cómodo diván.
—Mendizábal —dijo el general—. ¿Qué utilidad pensó usted que podría tener ese mineral que descubrió en el asteroide 433?
—Muy poca… o ninguna —aseguró el hombre—. No pude analizarlo a fondo en Eros por la falta de aparatos adecuados. Espero que sea muy tenaz y bastante difícil de fundir, pero es horriblemente pesado. No aprovecharía para construir aviones ni siquiera aunque resistiera por cuatro segundos los Rayos Z. El costo de extracción, de transporte hasta la Tierra y de separación de las impurezas en que va mezclado lo harían tan caro como antaño lo fue el oro.