Policia Sideral (10 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Policia Sideral
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Capítulo 8.
Comandos grises

U
n mullido lecho de polvo recibió a Berta Anglada.

Esta quedó atontada por el rudo golpe, se incorporó sobre las rodillas y trató de aquilatar la magnitud de la catástrofe. Pero la explosión del avión terrestre había levantado tal turbión de polvo que la vista no alcanzaba a ver más allá de un metro. Era como si estuviera envuelta por una espesa niebla.

—¡Berta! ¡Berta! —oyó que la llamaba Ángel por radio.

—¡Ángel! —sollozó la muchacha con el corazón encogido—. ¿Dónde estás? ¿Te han herido?

—¡Maldito polvo! ¿Cómo se encuentra?

Berta recuperó la serenidad. Su voz era ya más tranquila al decir:

—Bien… perfectamente… creo.

Vio avanzar a alguien entre aquel espantoso caos polvoriento. Y corrió hacia la altísima figura con los brazos extendidos gritando:

—¡Señor Aznar!

Solamente al tener enfrente al hombre que avanzaba lentamente como un trampero por un campo recién nevado y sin raquetas comprendió que se había equivocado. Aquel no era Miguel Ángel Aznar. El verdadero Miguel Ángel gritó por radio:

—¡Berta! ¿Dónde está usted? ¿Qué le ocurre?

La voz se negó a salir de la garganta de la muchacha. Porque lo que tenía ante sí, alto, ancho, poderoso y amenazador, era nada menos que un hombre gris.

La sorpresa de Berta fue tanta que en el primer segundo ni siquiera tuvo miedo. El thorbod empuñaba un fusil ametrallador atómico. Sus grandes y redondos ojos color escarlata se clavaron en la cara de Berta con fijeza horripilante, y en ellos creyó leer la joven española el pensamiento de matar.

Efectivamente, el hombre gris, cuya trompetilla se había arrugado detrás de la campana transparente que cubría su cabeza, echó mano del fusil atómico.

Berta sintió entonces el primer ramalazo del miedo, y su instinto de conservación le impulsó a saltar rápidamente contra el thorbod al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas:

—¡A mí! ¡Socorro! ¡Ángel… a mí… un thorbod!

Por efectos de la escasa fuerza de gravedad de aquel planetilla, el impulso que Berta dio a sus jóvenes piernas la lanzó como un proyectil contra el hombre gris. Las dos armaduras de acero entraron en colisión con estrépito que resonó en los oídos de Berta Anglada, y por la violencia del choque, ambos rodaron por el polvo en confuso montón.

—¡Berta! ¿Dónde está usted? —oyó la joven gritar a Ángel.

—¡Corra… estoy… luchando… contra él! —jadeó Berta agarrándose con todas sus fuerzas a la robusta muñeca de la armadura del thorbod.

Este hacía todo lo posible por sacudirse la garra de la española. Cada movimiento contribuía a hacer más difícil la visibilidad. Ambos se revolcaban sobre un lecho de polvo cósmico, mil veces más fino que la más fina de las harinas, y tan blando y poco consistente que en la lucha se hundían más y más en él, como en unas arenas movedizas. Berta apenas veía la horrible y feroz faz de su enemigo a través de aquella polvareda, pero percibía claramente la ruda vibración de su propia armadura de vacío cada vez que sus cuerpos chocaban con furia.

De pronto, al alzar sus ojos angustiados, Berta vio sobre ella a una alta figura encerrada en una coraza negra.

—¡Ángel! —exclamó al reconocer al almirante.

Ángel la asió de un brazo y la arrancó de un tirón de entre los brazos del thorbod. Berta observó entonces que Miguel Ángel empuñaba con la diestra una barra de hierro que en la tierra hubiera pesado sus buenos 60 kilogramos. Aunque en Eros pesaba menos de cinco kilos, aquella barra de hierro tenía la misma dureza que allá. Como en un sueño, por entre el polvo, Berta vio cómo el hombre gris saltaba ágilmente en pie empuñando una pistola eléctrica.

—¡Cuidado! —avisó echándose atrás.

La barra de hierro de Ángel golpeó con fuerza sobre la muñeca del thorbod, quien soltó el arma al tiempo que retrocedía un paso. La pistola fue a desaparecer entre el polvo. Berta observó entonces que el thorbod llevaba el fusil atómico colgado de una correa de la mano izquierda. Ángel dio un salto adelante, enarboló su terrible barra de hierro y descargó un golpe sobre la campana transparente que cubría la cabeza del thorbod.

Berta se arrojó de bruces al suelo y buscó a tientas, entre el polvo, la pistola eléctrica que el enemigo había dejado caer. Dejó escapar un grito de alegría cuando sus dedos entraron en contacto, a través del guantelete de acero, con la culata del arma, y se irguió empuñándola al tiempo que Miguel Ángel levantaba la barra de hierro para golpear con ella al thorbod, que había caído de espaldas al suelo.

—¡Déjeme a mí! —dijo Berta avanzando por entre el caos de polvo.

El hombre gris trataba de incorporarse cuando Berta disparó contra él a quemarropa. Una chispa eléctrica surgió del cañón de la pistola y fue a dar en mitad del amplio pecho metálico de la armadura del thorbod, donde abrió un agujero del tamaño de un puño. El oxígeno a presión que llenaba la armadura se escapó por aquel agujero, que el hombre gris trataba en vano de tapar con sus manos enguantadas en acero.

A través de la escafandra, Berta pudo ver cómo los enormes ojos del thorbod saltaban de sus órbitas mientras un jugo espeso y blancuzco, la sangre de aquella horrible criatura, escapaba por los poros en pequeños chorros que luego bajaban por la faz espantosamente blanca del moribundo.

Berta apartó sus ojos sintiendo náuseas. Miguel Ángel arrebató el fusil atómico al hombre gris y fue a situarse junto a ella asiéndola por un brazo y diciendo:

—Vamos a elevarnos sobre este asqueroso mar de polvo. Con toda seguridad hay más hombres grises por estos andurriales.

Apenas acababa de sugerir esta posibilidad cuando vieron borrosamente entre el polvo dos altísimas siluetas más oscuras que avanzaban penosamente por la espesa capa de cenizas cósmicas.

—¡Hombres grises! —gritó Berta.

Miguel Ángel los había visto al mismo tiempo. Se detuvo, se echó el fusil a la cara y disparó dos veces con rapidez.

No pudieron escuchar el más leve rumor, pero dos deslumbradoras explosiones señalaron el impacto de los dos proyectiles atómicos contra los corpulentos hombres grises.

Acto seguido se elevaron con sus «backs» sobre el caos polvoriento. Al mirar a su alrededor, cuando estaban a cien metros de altura, pudieron ver a un platillo volante que evolucionaba seguido de muy cerca por una de aquellas pintorescas y aerodinámicas zapatillas volantes del autoplaneta.

El platillo estalló en una llamarada azul y la «zapatilla» se arrojó contra un segundo platillo que acababa de aparecer sobre el combado horizonte de Eros. Bajo sus pies, la vista no alcanzaba a distinguir lo que ocurría a causa de las densas nubes de polvo que lo cubrían todo. Sin duda estaba desarrollándose una feroz lucha entre los comandos thorbod y los españoles. Una escuadrilla de seis zapatillas volantes apareció volando a tremenda velocidad. Un objeto bajó del cielo envuelto en llamas y fue a estrellarse contra la superficie de Eros.

—Nuestras «zapatillas» parece que están dando buena cuenta de los platillos volantes —observó Ángel.

Conectó su pequeño aparato de radio. Al hacerlo llegaron hasta él las atropelladas voces de cien aviadores formando una confusión de la que nada podía sacarse en claro.

A través del polvo, Ángel divisó a un par de hombres grises que estaban disponiéndose a disparar contra un avión de transporte. Ángel hizo fuego con su fusil atómico. Los dos comandos thorbod fueron hechos pedazos. En este momento divisaron un destructor interestelar.

—Ahí viene uno de mis aparatos —dijo Miguel Ángel. Y empezó a llamarlo por radio.

El destructor estaba muy ocupado ametrallando desde arriba a los comandos thorbod que las densas nubes de polvo le dejaban ver de vez en cuando. Al acercarse a Berta y a Ángel dejó tras sí, en el suelo, un rastro de grandes columnas de polvo que señalaban otros tantos impactos de sus cañones atómicos.

Un momento más tarde, los dos jóvenes entraban en el destructor por una angosta puertecilla que llevaba a una cámara neumática. Al salir de la cámara, Ángel ordenó al destructor que pusiera rumbo al autoplaneta, adonde llegaron cinco minutos más tarde.

El almirante se apresuró a bajar a la sala de control. Berta se fue con él y escuchó atentamente la radio enterándose así de la marcha de la batalla.

Al parecer, unos cincuenta platillos volantes habíanse introducido a poca velocidad en la atmósfera del Rayo y, a ras de la superficie de Eros, habíanse dedicado a ametrallar las máquinas zapadoras, los generadores atómicos de electricidad, los compresores y los aviones de transporte posados en el suelo. Al mismo tiempo desembarcaron una fuerza de doscientos comandos, que se dedicaron a matar sistemáticamente a cuantos terrestres encontraban al paso.

—Ahora estamos dedicados a la limpieza de comandos —dijo el comandante Arxis por radiotelevisión—. Cuando nosotros llegamos al hemisferio defendido por la aviación ibera, los comandos estaban saltando sobre el asteroide. Comprendí que más importante que derribar platillos volantes era impedir la acción de los comandos, de modo que ordené a una escuadrilla de zapatillas volantes que volaran a poca altura sobre Eros y ayudaran a los de tierra. Todavía estamos cazando diablos grises, y creo que nos llevará un rato largo acabar con todos ellos. Este maldito polvo nos impide ver nada desde arriba.

El almirante se puso en comunicación con el coronel Fuster, que estaba al mando de la guarnición de Eros. El coronel estaba dado a los demonios.

—Desde luego —dijo tras soltar un juramento—, en cuanto supe que habían desembarcado comandos puse sobre aviso a todas las fuerzas de mi mando. Pero la lucha entre el polvo y la oscuridad es quizá la más endiablada que he vivido, la más traidora y la más insensata. Estos comandos sabían de cierto que no saldrían vivos de Eros. Se necesita tener coraje para saltar en estas condiciones sobre una posición ocupada por el enemigo. Y, desde luego, si se proponían desalojarnos de Eros han fracasado.

—Jamás soñaron en desalojarnos de aquí —aseguró el almirante—. Su objetivo era limitado. Hacer bajas entre los aviadores y destruir la maquinaria y el utillaje de las minas. Entiendo que han conseguido ambas cosas.

Así era, por desgracia. Según fue aclarándose la confusión empezaron a llegar noticias desastrosas. Unos cinco mil aparatos con el león ibero pintado en sus cascos habían perecido. Ciertamente, se llevaron por delante al infierno no menos de tres mil platillos volantes, pero si hubo algún vencedor, en la batalla aérea, fueron los hombres grises quienes ganaron. Sus platillos volantes llevaron la mejor parte.

En cuanto a los daños causados por el bombardeo con proyectiles dirigidos contra el hemisferio opuesto al defendido por el autoplaneta, y también por los comandos, alcanzaban proporciones insospechadas. La acción de los comandos, en especial, había sido relativamente corta, pero muy rápida y eficaz El ochenta por ciento de la maquinaria quedó inservible. Unos doscientos españoles desaparecieron sin dejar rastro.

Miguel Ángel Aznar encajó el rudo golpe con estoicismo.

—¿Dónde está el profesor von Eiken? —preguntó—. Ahora baja —repuso George Paiton malhumorado y sombrío.

El sabio alemán entró en la sala de control. Ángel le miró interrogante.

—La capa de pintura de que van recubiertos los aparatos marcianos es un compuesto de dedona —dijo el sabio con voz profunda.

—¿Seguro?

—Seguro.

Berta clavó sus ojos en la cara enérgica de Miguel Ángel Aznar, tratando en vano de descubrir en ella una contracción, un gesto o cualquier otra cosa que denunciara las sensaciones del almirante. Pero la faz curtida de Ángel continuó impasible.

—Me lo figuraba —murmuró—. ¿De modo que los hombres grises conocen la dedona y sus propiedades?

—Puede que sólo conozcan de la dedona su extraordinaria capacidad para resistir los rayos «Z». Por lo demás, los marcianos no deben andar muy sobrados de dedona, como lo demuestra el hecho de haberse limitado a recubrir los cascos de sus aparatos aéreos con una delgada capa de pintura, en vez de protegerlos con una coraza de este mineral.

—Ojalá sea como usted dice —murmuró el almirante.

—Puesto que terminé el análisis, ¿debo partir inmediatamente hacia Tierra?

Espere, todavía no. Necesito hablar antes con los generales. ¿Puede decirme alguien dónde están?

—En el salón de conferencias —dijo uno de los hombres azules que ayudaba a Balmer ante los aparatos de radio.

—Vengan conmigo —dijo Ángel a Berta y al profesor von Eiken.

Entraron en el ascensor que cruzando el corazón del autoplaneta ponía en comunicación el polo sur con el polo norte, y poco después entraban en el salón de conferencias, donde el general Power les salió al paso diciendo.

—¿Cuándo partimos hacia la Tierra? Después de demostrar que la superioridad de los aparatos thorbod sobre los nuestros se debe a esa capa de dedona que los recubre, no encontraremos grandes dificultades en convencer al Consejo de las Naciones de que es indispensable continuar en este asteroide.

—He cambiado de parecer —dijo Miguel Ángel acercándose a la mesa y apoyando en ella sus manos—. El descubrimiento de que los thorbod protegen sus aparatos con una ligera capa de pintura a base de dedona altera todos nuestros planes anteriores. También nosotros podemos proteger a nuestros aparatos con esa pintura… y hemos de hacerlo cuanto antes para acabar con la supremacía de los marcianos sobre los aviones terrestres.

—También nosotros acabábamos de llegar a esa conclusión —aseguró el general Kisemene—. Sin duda, nos urge llevar un buen cargamento de dedona a las fundiciones de la Tierra y preparar esa pintura antes que nada. Lo malo es que no tenemos aviones apropiados para el transporte, a excepción de los de usted. Pero estos no podemos utilizarlos para el transporte, pues apenas se hayan alejado volverán los platillos volantes y ocuparán Eros.

—Tenemos a bordo del autoplaneta veinte mil metros cúbicos de dedona —dijo Ángel—. Puesto que los marcianos nos han destruido el ochenta por ciento de la maquinaria de extracción de mineral y los trabajos han quedado poco menos que totalmente paralizados, la permanencia del autoplaneta en este asteroide es, al menos temporalmente, innecesaria. El Rayo puede hacer el viaje a la Tierra. Váyanse con el Rayo llevándose también a toda la guarnición. Yo me quedaré aquí con cuarenta y ocho destructores y las doscientas zapatillas volantes. Esta fuerza bastará para impedir que los hombres grises ocupen Eros durante la ausencia del Rayo. Una vez en la Tierra lleven la dedona a las fundiciones, expliquen al Consejo de Naciones lo ocurrido y procuren por todos los medios conseguir del Consejo los aparatos y la enejaría atómica que necesitamos para crear una atmósfera en Eros. No regresen a menos que sea llevando nueva maquinaria, los aparatos para la atmósfera y bastantes proyectores de Rayos Z para defender a Eros y asegurarnos una explotación de estas minas libre del peligro de los bombardeos marcianos.

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