Habíamos dejado el coche a dos manzanas, en un aparcamiento. El que tiene alrededor una valla de hierro forjado. No había muchos sitios para aparcar cerca del río; las estrechas calles adoquinadas y las aceras anticuadas del casco antiguo estaban pensadas para caballos, no para automóviles. Una tormenta de verano que había empezado y terminado mientras cenábamos había refrescado las calles. Las primeras estrellas brillaban por encima de nosotras como diamantes cosidos a un paño de terciopelo.
—¡Más deprisa, tortugas! —gritó Mónica.
Catherine me miró y sonrió. Antes de que me diera cuenta, había echado a correr hacia Mónica.
—Oh, por el amor de Dios —murmuré. Quizá, si hubiera bebido en la cena, yo también habría echado a correr, aunque tenía serias dudas.
—No seas quejica —me gritó Catherine.
¿Quejica? Les di alcance caminando. Mónica se reía como una tonta. No sé por qué, pero no me esperaba otra cosa. Catherine y ella reían, apoyadas la una en la otra. Sospeché que se reían de mí.
Mónica se calmó lo suficiente para fingir un susurro teatral.
—¿Sabéis qué hay al doblar la esquina?
La verdad era que lo sabía. El último asesinato de un vampiro había sucedido a sólo cuatro manzanas de allí. Estábamos en la zona que los vampiros llamaban
el Distrito
. Los humanos la llamaban
la Orilla
o
Villasangre
, según quisieran ser neutros o desagradables.
—El Placeres Prohibidos —dije.
—Vaya, has estropeado la sorpresa.
—¿Qué es el Placeres Prohibidos? —preguntó Catherine.
—Ah, estupendo, no se ha estropeado tanto —dijo Mónica con una risita. Se cogió del brazo de Catherine—. Te va a encantar, te lo prometo.
Tal vez le encantaría a Catherine; a mí, seguro que no, pero las seguí y doblé la esquina. El letrero era una espiral de neón rojo sangre. No se me escapó el simbolismo.
Subimos los tres amplios escalones y vimos a un vampiro delante de la puerta abierta. Llevaba el pelo negro muy corto, y tenía los ojos pequeños y claros. Los anchos hombros amenazaban con romperle la camiseta negra y ceñida. ¿No era un poco absurdo dedicarse a hacer pesas después de morir?
Desde el propio umbral era capaz de oír el murmullo de voces, risas y música. El rumor de muchas personas reunidas en un espacio pequeño y decididas a pasárselo bien.
El vampiro estaba junto a la puerta, muy quieto. Había algo vivo en él, una sensación de movimiento, a falta de un término mejor. Como mucho, llevaría unos veinte años muerto. En la oscuridad parecía casi humano, incluso a mis ojos. Aquella noche ya se había saciado; se le veía la piel sana y con buen color, y tenía las mejillas casi sonrosadas. Es lo que hace una ración de sangre fresca.
—Oh, palpad estos músculos —dijo Mónica apretándole el brazo.
Él sonrió, mostrando los colmillos. Catherine jadeó. La sonrisa del vampiro se ensanchó.
—Buzz y yo somos viejos amigos, ¿verdad, Buzz?
¿Buzz? No me podía creer que un vampiro se llamara Zumbido. Sin embargo, él asintió.
—Adelante, Mónica. Tenéis una mesa reservada.
¿Una mesa? ¿Qué enchufe tenía Mónica? El Placeres Prohibidos era el local por excelencia de la movida del Distrito, y nunca admitía reservas.
En la puerta había un gran cartel en el que ponía:
NO SE PERMITEN CRUCES, CRUCIFIJOS NI OTROS ARTÍCULOS SAGRADOS EN EL INTERIOR.
Lo leí y pasé de largo. No tenía ninguna intención de desprenderme de mi crucifijo.
—Anita, es un verdadero placer contar con tu presencia —dijo una voz grave y melodiosa que flotó a nuestro alrededor.
Era la voz de Jean-Claude, propietario del local y maestro vampiro. Tenía el aspecto que se supone que debe tener un vampiro, con el pelo suavemente ondulado que se enredaba en el cuello alto de encaje de una camisa antigua. El encaje le caía también sobre las manos, pálidas y de largos dedos. Llevaba la camisa abierta y mostraba el pecho lampiño y esbelto, enmarcado por más encaje. A prácticamente cualquier hombre le habría quedado fatal una camisa como aquella, pero el vampiro la hacía parecer de lo más masculina.
—¿Os conocéis? —Mónica parecía sorprendida.
—Desde luego —dijo Jean-Claude—. La señorita Blake y yo hemos coincidido en otras ocasiones.
—He ayudado a la policía en algunos casos que han ocurrido en la Orilla.
—Es su experta en vampiros. —Jean-Claude hizo que la última palabra sonara suave, cálida y vagamente obscena.
Mónica soltó una risita. Catherine miraba fijamente a Jean-Claude con ingenuidad y los ojos muy abiertos. Le toqué el brazo, y ella se sobresaltó como si despertara de un sueño.
—Un consejo importante para tu seguridad: no mires nunca a un vampiro a los ojos. —No me molesté en susurrar; él me habría oído de todos modos.
Ella asintió, y hubo un asomo de miedo en su expresión.
—Jamás le haría daño a una joven tan encantadora. —Jean-Claude tomó la mano de Catherine y se la llevó a los labios. Apenas la rozó, pero Catherine sé sonrojó.
También le besó la mano a Mónica. Luego me miró y se echó a reír.
—No te preocupes, mi pequeña reanimadora. No voy a tocarte; sería hacer trampa.
Se acercó a mí. Lo miré fijamente al pecho y vi la cicatriz de una quemadura, casi oculta por el encaje. Tenía forma de cruz. ¿Cuántos decenios habrían transcurrido desde que le pusieron una cruz en el pecho?
—Por el mismo motivo, llevar una cruz te daría una ventaja injusta.
¿Qué podía decirle? En cierto modo, tenía razón.
Era una lástima que no bastara con la forma de la cruz para hacerle daño a un vampiro; si así fuera, Jean-Claude habría tenido serios problemas. Por desgracia, tenía que ser una cruz bendecida y respaldada por la fe. Ver a un ateo blandir una cruz ante un vampiro era un espectáculo patético.
—Anita —pronunció mi nombre como un susurro que me erizó la piel—, ¿qué pretendes?
Tenía una voz increíblemente relajante. Estaba deseando levantar la vista y ver la cara que acompañaba a aquellas palabras. A Jean-Claude lo intrigaban mi inmunidad parcial a sus trucos y la quemadura en forma de cruz de mi brazo. Le parecía una cicatriz muy divertida. Cada vez que nos veíamos, él hacía lo posible por hechizarme, y yo hacía lo imposible por resistirme. Hasta aquel momento había ganado yo.
—Nunca te habías opuesto a que llevara una cruz.
—Porque venías por asuntos policiales; esta vez es distinto.
Lo miré al pecho y me pregunté si el encaje sería tan suave como parecía; probablemente no.
—¿Tan poco confías en tus habilidades, mi pequeña reanimadora? ¿De verdad crees que toda tu resistencia ante mí radica en el trozo de plata que llevas al cuello?
No lo creía, pero sabía que algo contribuía. Jean-Claude afirmaba tener doscientos cinco años, y un vampiro adquiere mucho poder en dos siglos. Me estaba llamando cobarde veladamente. Y de eso nada.
Levanté los brazos para desabrocharme la cadena. Él se apartó y me volvió la espalda. La cruz me inundó las manos de un resplandor plateado. Una humana rubia apareció junto a mí; me entregó un resguardo y cogió el colgante. Qué monos, hasta tenían una consigna para objetos sagrados.
Me sentí repentinamente desnuda sin el crucifijo. Dormía y me duchaba con él.
—El espectáculo de esta noche te resultará irresistible, Anita —dijo Jean-Claude, acercándose de nuevo—. Te van a hechizar.
—Más quisieras —contesté. Pero es difícil hacerse la dura con alguien a quien se mira al pecho. Para imponer un poco hay que mirar a la otra persona a los ojos, y en aquella situación era impensable.
Él rió. Era un sonido tangible, como la caricia de las pieles: cálido y con un levísimo deje de muerte.
—Te va a encantar, te lo prometo —dijo Mónica, cogiéndome del brazo.
—Sí —dijo Jean-Claude—. Será una noche verdaderamente inolvidable.
—¿Es una amenaza?
Volvió a reír, con aquel sonido cálido y siniestro.
—Este es un lugar dedicado al placer, no a la violencia.
—Venga, que el espectáculo está a punto de empezar —dijo Mónica, tironeándome del brazo.
—¿El espectáculo? —preguntó Catherine.
No tuve más remedio que sonreír.
—Bienvenida al único local de
boys
vampíricos, Catherine.
—Estás de guasa.
—Por mis niños —dije.
No sé por qué, volví a mirar a la puerta. Jean-Claude estaba inmóvil, sin proyectar ninguna sensación, casi como si no estuviera allí. Hasta que de pronto se movió: se llevó una mano pálida a los labios y me lanzó un beso a través de la sala. Empezaba el espectáculo.
Nuestra mesa estaba pegada al escenario. Por el local fluían el alcohol y las risas, y se oían gritos de temor fingido cuando los vampiros que trabajaban de camareros pasaban entre las mesas. Había un trasfondo de miedo, parecido al que se siente en las montañas rusas y en las películas de terror. Miedo sin riesgos.
Se apagaron las luces, y sonaron gritos altos y estridentes por todo el salón. Miedo real durante un instante. La voz de Jean-Claude surgió de la oscuridad.
—Bienvenidas al Placeres Prohibidos. Estamos a vuestro servicio. Estamos aquí para hacer realidad vuestras fantasías más perversas. —Su voz era como un suave susurro a altas horas de la noche. Hay que joderse; el tío era bueno—. ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería sentir mi respiración en la piel? Mis labios en el cuello. El roce de unos dientes, su dureza… El dolor dulce e intenso del pinchazo de los colmillos. Tu corazón latiendo frenéticamente contra mi pecho. Tu sangre fluyendo por mis venas. Compartirte conmigo. Darme vida. Saber que sería incapaz de vivir sin ti, sin vosotras, sin ninguna de vosotras.
Puede que fuera por la intimidad de la penumbra; en cualquier caso, sentía como si me hablara a mí y sólo a mí. Yo era su elegida, su favorita. Pero no; no era así. En realidad, todas las mujeres sentían lo mismo. Todas éramos su elegida. Y puede que en ello hubiera más verdad que en ninguna otra cosa.
—Nuestro primer caballero de esta noche comparte vuestra fantasía. Quería saber qué se siente con el más dulce de los besos, y se os adelantó para poder revelaros que es maravilloso. —Dejó que el silencio llenara la oscuridad hasta que los latidos de mi corazón me sonaron demasiado fuertes—. Esta noche tenemos con nosotros a Phillip.
—¡Phillip! —susurró Mónica. Todo el público contuvo la respiración.
—Phillip, Phillip… —Se empezó a oír en un suave murmullo, que se elevó a nuestro alrededor en la oscuridad como una plegaria.
Las luces se encendieron paulatinamente, como al final de una película. Había un hombre de pie en el centro del escenario. Una camiseta blanca le ceñía el torso; no era muy musculoso, pero tenía lo suyo. Lo bueno, si breve… Una chupa de cuero negro, unos vaqueros ajustados y unas botas completaban el atuendo. La melena castaña le llegaba por los hombros. Un guaperas de los que una se cruza por la calle, vamos.
La silenciosa penumbra se llenó de música. El hombre movía levemente las caderas siguiendo el ritmo. Empezó a despojarse de la chaqueta de cuero casi a cámara lenta. La suave música empezó a acelerarse, con un compás que su cuerpo compartía y seguía con cada movimiento. La chaqueta cayó al escenario. Phillip se quedó un instante mirando al público, dejándonos ver lo que había que ver. Tenía cicatrices en el interior de los dos codos, hasta el punto de que la piel había formado bultos blancos.
Tragué saliva. No sabía muy bien qué iba a pasar, pero estaba segura de que no me gustaría.
Se apartó el pelo de la cara con las dos manos. Recorrió el borde del escenario contoneándose, se detuvo cerca de nuestra mesa y se quedó mirándonos. Su cuello parecía el de un yonqui.
Tuve que apartar la vista. Todas esas marcas de mordiscos, y de cicatrices pequeñas y nítidas… Levanté la vista y vi que Catherine miraba hacia el suelo. Mónica estaba echada hacia delante en la silla, con los labios entreabiertos.
Phillip se agarró la camiseta y dio un tirón. La tela se desgarró y le dejó el tórax al descubierto. Exclamaciones entre el público. Varias mujeres gritaron su nombre. Él sonrió. Tenía una sonrisa deslumbrante, tan sexy que hacía la boca agua.
Tenía cicatrices en el pecho suave y lampiño: blancas, rosadas, recientes y antiguas. Me quedé mirándolo con la boca abierta.
—¡Dios mío! —susurró Catherine.
—Es fantástico, ¿verdad? —preguntó Mónica.
La miré. El cuello alto de la blusa se le había bajado un poco, y se veían dos pinchazos, bastante antiguos, casi cicatrizados. Virgen santa.
La música estalló con repentina violencia. Phillip bailaba, se contoneaba y giraba, poniendo toda la fuerza del cuerpo en cada movimiento. Encima de la clavícula izquierda tenía una masa blanca de cicatrices de aspecto salvaje y brutal. Se me hizo un nudo en el estómago. Un vampiro le había atravesado la clavícula, desgarrando, como un perro con un trozo de carne. Lo sabía porque yo tenía una cicatriz parecida. Tenía muchas cicatrices parecidas.
Los billetes de dólar empezaron a brotar de las manos como setas después de la lluvia. Mónica hacía ondear el dinero como una bandera. Yo no quería que Phillip se nos acercara a la mesa. Tuve que pegarme a Mónica para que me oyera por encima del ruido.
—Mónica, por favor, no lo atraigas.
En el momento en que ella se volvió para mirarme supe que ya era demasiado tarde. Phillip y sus cicatrices estaban en el escenario, observándonos. Alcé la vista hacia sus ojos, muy humanos.
Podía ver cómo latía el pulso en el cuello de Mónica. Se lamió los labios; tenía los ojos muy abiertos. Le metió el dinero en la parte delantera de los pantalones.
Las manos de Mónica recorrieron las marcas de Phillip como mariposas inquietas. Le apoyó la cara en el estómago y empezó a besarle las cicatrices, dejando un rastro de pintalabios rojo. Él se arrodilló mientras ella lo besaba y la obligó a subir por su pecho, cada vez más arriba.
Mónica le puso los labios en la cara. Él se apartó el pelo, adelantándose a sus deseos. Mónica le lamió la marca de mordedura más reciente con su lengua pequeña y rosada, como la de un gato. La oí emitir un gemido. Lo mordió y cerró la boca alrededor de la herida. Phillip se sacudió por el dolor, o más bien por la sorpresa. Ella apretó las mandíbulas y puso la garganta a trabajar. Le estaba succionando la herida.