—Sí. —No entendía cómo había desaparecido el dolor.
—¿Qué has hecho, Jean-Claude? —preguntó Theresa.
—Nikolaos quiere que esté consciente y en condiciones para esta visita. Ya la habéis visto. Necesita un hospital, no más torturas.
—Y por eso la has ayudado. —La vampira sonaba divertida—. A Nikolaos no le va a hacer gracia.
Sentí que Jean-Claude se encogía de hombros.
—He hecho lo que había que hacer.
Ya podía abrir los ojos del todo sin sentir que se intensificaba el dolor. Estábamos en una mazmorra; no cabía otra palabra para describir aquel lugar. Una habitación de unos seis metros por seis con muros de piedra de los gordos. Unos escalones conducían a una puerta de madera que tenía un ventanuco con barrotes. Si hasta había cadenas y antorchas en las paredes. Sólo faltaban un potro y un verdugo con capucha negra, a ser posible con brazos grandes y musculosos y un tatuaje de
AMOR DE MADRE
, para completar el cuadro.
Me sentía mejor, muchísimo mejor. No era normal que me recuperara tan deprisa. Me habían zurrado en otras ocasiones, y el dolor no desaparecía así como así.
—¿Puedes sentarte sin ayuda? —preguntó Jean-Claude.
Sorprendentemente, la respuesta era «Sí». Me senté con la espalda apoyada en la pared. El dolor seguía presente, pero cada vez más débil. Jean-Claude cogió un cubo que estaba junto a las escaleras y derramó el agua. Había un desagüe muy moderno en mitad del suelo.
—No cabe duda de que te recuperas pronto —dijo Theresa, que me miraba con los brazos en jarras. En su tono había diversión y otra cosa que no podía definir.
—Ya casi no tengo náuseas ni dolor. ¿Cómo es posible?
—A mí no me mires; pregúntaselo a Jean-Claude. —Theresa frunció los labios—. Es obra suya.
—Tú no habrías podido hacerlo —dijo Jean-Claude con un deje de exasperación en la voz.
—Yo no lo habría hecho en ningún caso —repuso ella. Se había puesto pálida.
—¿De qué habláis? —pregunté.
Jean-Claude se volvió hacia mí, su rostro hermoso e inescrutable. Clavó sus ojos oscuros en los míos. Seguían siendo sólo ojos.
—Venga, maestro vampiro, díselo. Verás cómo te lo agradece.
Jean-Claude siguió mirándome, observando mi cara.
—Estás malherida. Tienes conmoción cerebral. Pero Nikolaos no quiere que te llevemos al hospital hasta que haya terminado esta… entrevista. Tenía miedo de que te murieras o te quedaras… incapacitada. —No le había notado nunca la voz tan insegura—. De modo que he compartido mi fuerza vital contigo.
Empecé a sacudir la cabeza. Grave error. Me apreté las manos contra la frente.
—No entiendo.
—No sé cómo explicártelo —dijo con un gesto de impotencia.
—Oh, permíteme —dijo Theresa—. Ha dado el primer paso para convertirte en su sierva.
—No. —Todavía me costaba pensar con claridad, pero sabía que no era cierto—. No ha tratado de engañarme con la mente ni con los ojos. No me ha mordido.
—No me refiero a una de esas criaturas patéticas que obedecen nuestros deseos después de unos cuantos mordiscos. Me refiero a una sierva permanente, alguien a quien nunca se hiere ni se muerde. Alguien que envejece casi tan lentamente como nosotros.
Yo seguía sin entenderlo, y se me debía de notar en la cara.
—Te he quitado el dolor —explicó Jean-Claude— y te he dado parte de mi… resistencia.
—¿Estás sintiendo mi dolor, entonces?
—No; el dolor ha desaparecido. Digamos que te he vuelto un poco más fuerte.
Puede que fuera demasiado complicado, pero lo cierto era que yo seguía sin enterarme de nada.
—No lo entiendo.
—Mira: ha compartido contigo algo que nosotros consideramos un gran don, algo que sólo les damos a las personas que demuestran ser imprescindibles.
—¿Eso significa que estoy en tu poder? —le pregunté a Jean-Claude, mirándolo fijamente.
—Todo lo contrario —dijo Theresa—. Ahora eres inmune a su mirada, a su voz, a su mente… Sólo estarás a su servicio de forma voluntaria, nada más. Ya ves lo que ha hecho.
La miré a los ojos, y sólo eran ojos. Ella asintió.
—Ahora empiezas a entender. Como reanimadora, ya eras parcialmente inmune a nuestra mirada. Ahora lo eres casi por completo. —Soltó una carcajada demencial—. Nikolaos os aniquilará a los dos.
Dicho aquello, subió las escaleras taconeando con fuerza contra la piedra y dejó la puerta abierta a su paso.
Jean-Claude se me había acercado. Tenía una expresión inescrutable.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunté.
Se limitó a mirarme. El pelo se le había secado en rizos desordenados alrededor de la cara. Seguía siendo increíblemente guapo, pero el pelo lo hacía parecer más real.
—¿Por qué?
Entonces sonrió, y le vi líneas de cansancio alrededor de los ojos.
—Si hubieras muerto, nuestra ama nos habría castigado. Aubrey ya está pagando caro su… desliz.
Se volvió y empezó a subir las escaleras. Se movía como un gato, con elegancia y fluidez, como si no tuviera huesos. Se detuvo al llegar a la puerta y me miró.
—Vendrán a buscarte cuando Nikolaos decida que es el momento. —Cerró la puerta, y oí cómo echaba la llave y pasaba el cerrojo. Su voz me llegó flotando entre los barrotes, densa, casi burbujeante por la risa—: Y, a lo mejor, porque me caes bien.
Su risa tenía un filo amargo.
Tenía que comprobar si la puerta estaba cerrada. La sacudí y hurgué en la cerradura, como si supiera forzarla. Miré si había algún barrote suelto, aunque de todas formas no habría cabido por el estrecho ventanuco.
Comprobé la puerta porque no podía evitarlo. Era un acto reflejo, como el de sacudir la tapa del maletero después de haberse dejado las llaves dentro. He estado en el lado incorrecto de muchas puertas cerradas. Nunca he conseguido abrir ninguna al comprobarla, pero alguna vez tendrá que ser la primera. Si es que llego a ella con vida, claro. Tachad esto último; no quiero ser ceniza.
Un sonido me devolvió a la celda y a sus paredes húmedas y pringosas: una rata corría junto a la pared opuesta, y otra se asomó por el borde de los escalones, moviendo los bigotes. Supongo que no hay calabozos sin ratas, pero no me habría importado prescindir de ellas.
Otra cosa se acercó por el borde de los escalones; a la luz de las antorchas me pareció un perro. Pero no. Una rata del tamaño de un pastor alemán se incorporó sobre sus delgadas patas traseras. Se quedó mirándome, con las enormes patas delanteras dobladas cerca del pecho peludo. No me quitaba de encima aquellos ojos negros, enormes y saltones. Separó los labios para mostrar unos dientes amarillentos. Cada incisivo era un puñal romo de quince centímetros.
—¡Jean-Claude! —grité.
El aire se llenó de chillidos que resonaban como si llegaran a través de un túnel. Me refugié en el otro extremo de las escaleras, y entonces lo vi. En la pared había un túnel, casi de la altura de un hombre, del que salían las ratas, en oleadas espesas y peludas, chillando y lanzando mordiscos al aire. Empezaban a cubrir todo el suelo.
—¡Jean-Claude! —Golpeé la puerta y tiré de los barrotes; todo lo que ya había hecho antes. Era inútil: no había manera de salir. Pateé la puerta y volví a gritar—. ¡Joder!
El sonido rebotó en los muros de piedra y casi tapó el ruido de los miles de patas que arañaban el suelo.
—No vendrán a por ti antes de que terminemos.
Me quedé paralizada, con las manos aún en la puerta. Me volví despacio: la voz procedía del interior. El suelo se retorcía y temblaba, lleno de cuerpecitos peludos. Los chillidos, el roce sordo del pelaje y el golpeteo de miles de patas diminutas llenaban la estancia. Había miles, miles.
Cuatro ratas gigantes se alzaban como montañas en medio de la marea peluda, y una de ellas me contemplaba con ojos negros como botones. Aquella mirada no tenía nada de ratuno. No había visto ningún hombre rata hasta entonces, pero estaba segura de que eso era precisamente lo que tenía delante.
Una figura se incorporó con las patas medio dobladas. Tenía la estatura de un hombre, con la cara enjuta, de roedor. Una cola grande y pelada se le curvaba como una cuerda gruesa de carne alrededor de las patas flexionadas. Era un macho, sin lugar a dudas. Extendió una pata.
—Ven con nosotros, humana —dijo con voz pastosa, casi peluda, y con un deje de gañido. Pronunciaba las palabras con precisión, pero no modulaba bien. Los labios de rata no están hechos para hablar.
No pensaba bajar las escaleras, ni de coña. Tenía el corazón en la garganta. Conozco a un tipo que sobrevivió a un ataque de hombres lobo; estuvo a punto de morir, pero no se convirtió. Pero también conozco a otro al que le bastó un arañazo para convertirse en hombre tigre. Lo más probable era que, si me arañaban, al cabo de un mes tuviera la cara peluda, los ojos completamente negros y colmillos amarillentos. Virgen santa.
—Baja, humana. Ven a jugar.
Tragué saliva. Fue como si intentara tragarme el corazón.
—Pues como que no.
—Podemos subir a buscarte —dijo con una risa que era casi un siseo. Avanzó entre las ratas menores, que le abrieron paso apartándose frenéticamente, apelotonándose para evitar su contacto. Se quedó al pie de los escalones, mirándome. Tenía el pelaje marrón, con mechas del color de la miel—. No creo que te guste que te obliguemos a bajar.
Tragué saliva. Lo creía. Fui a coger el cuchillo y descubrí que la funda estaba vacía. Como era de suponer, los vampiros me lo habían quitado. Mierda.
—Baja, humana; ven a jugar.
—Tendréis que subir a buscarme.
Se pasó la cola entre los dedos, acariciándola. Después bajó una mano por el pelo del abdomen hasta alcanzar la entrepierna. Lo miré fijamente a la cara, y se rió.
—Cogedla.
Dos ratas del tamaño de perros avanzaron hacia las escaleras. Una rata pequeña rodó bajo las patas de las grandes. Emitió un chillido agudo y lastimero; después, nada. Se retorció hasta que las otras ratas la cubrieron, y al momento se oyeron crujir sus huesecitos. No desperdiciaban nada.
Me apreté contra la puerta como si esperase atravesarla. Las dos ratas se dirigieron a la escalera; tenían el pelo lustroso y estaban bien alimentadas. No tenían ojos de animal; su expresión era humana, inteligente.
—Un momento, un momento.
Las ratas vacilaron.
—¿Sí? —dijo el hombre rata.
—¿Qué queréis? —acerté a decir.
—Nikolaos nos ha pedido que te hagamos compañía.
—Eso no responde a mi pregunta. ¿Qué queréis que haga? ¿Qué queréis de mí?
Los labios se apartaron de los dientes amarillentos. Parecía un gesto de amenaza, pero creo que era una sonrisa.
—Ven con nosotros, humana. Tócanos; deja que te toquemos. Te enseñaremos los placeres del pelo y los dientes. —Se pasó las manos por el pelo de los muslos, cosa que atrajo mi atención a lo que tenía entre las patas. Aparté la vista y sentí calor en la cara. Me estaba sonrojando. ¡Mierda!
—¿Pretendes impresionarme con eso? —pregunté, y la voz me sonó casi firme.
—¡Traedla! —gruñó tras quedarse pasmado un instante.
Cojonudo, Anita, putéalo. Insinúale que no está bien dotado.
—Esta noche nos vamos a divertir, estoy seguro. —Su risa sibilante me recorrió la piel en oleadas de frío.
Las ratas gigantes subieron; los músculos se les tensaban bajo el pelaje mientras sus bigotes, gruesos como alambres, se retorcían con furia. Apreté más la espalda contra la puerta y empecé a resbalar pegada a la madera.
—No, por favor. —Odié que me saliera una voz aguda y asustada.
—Qué pronto te rindes; qué pena —dijo el hombre rata.
Tenía a las dos ratas gigantes casi encima. Apoyé firmemente la espalda contra la puerta con las rodillas flexionadas, los talones bien plantados en el suelo y la punta de los pies algo levantada. Una pata me tocó la pierna. Se me pusieron por corbata, pero esperé; no me podía precipitar. Por favor, Dios, que no me hagan sangre. Sentí unos bigotes que me rozaban la cara y el peso de un cuerpo peludo encima de mí.
Golpeé con los dos pies y le di de lleno a una de las ratas. Se irguió sobre las patas traseras y se tambaleó hacia atrás. Sacudía la cola para recuperar el equilibrio, pero me abalancé sobre ella y la golpeé en el pecho. El bicho cayó por el borde del rellano.
La segunda rata se agazapó y emitió una especie de gruñido. Vi cómo se le tensaban los músculos; me apoyé en una rodilla y me preparé. Si se me echaba encima estando yo de pie, me haría caer. Estaba a unos centímetros del borde.
Saltó. Me lancé al suelo y rodé. Hundí los pies y una mano en su cuerpo caliente, y la ayudé en el salto. La rata pasó por encima de mí y cayó fuera de mi vista. Oí chillidos asustados cuando golpeó el suelo, con un sonido sordo que me llenó de satisfacción. No creía que las hubiera matado, pero había hecho lo que podía.
Me levanté y volví a apoyar la espalda en la puerta. El hombre rata había dejado de sonreír, así que le ofrecí mi sonrisa más tierna y angelical. No pareció impresionado.
Hizo un movimiento fluido, como si cortara el aire. Las ratas menores se movieron hacia delante, siguiéndolo. Una marea parda de cuerpecitos peludos empezó a arrastrarse y bullir escaleras arriba.
Podía matar a unas cuantas, pero no a todas. Si él se lo ordenaba, me comerían viva, a bocaditos rojos.
Las ratas me corrían alrededor de los pies, tropezaban entre ellas y se peleaban. Sus cuerpos me chocaban con las botas. Una de ellas se estiró para agarrarse a la suela. Le di una patada y cayó chillando por el borde.
Las ratas gigantes habían arrastrado a una de sus amigas heridas a un lado. No se movía. La otra a la que había empujado iba cojeando.
Una rata saltó hacia arriba y se me enganchó a la blusa con las uñas. Se quedó colgada con las patas atrapadas en la tela. Sentía su peso en el pecho. La cogí por el cuerpo, y me clavó los dientes en la mano hasta cerrarlos, atravesando la piel sin chocar con el hueso. Grité, sacudiendo la rata para liberarme. Me colgaba de la mano como un pendiente guarro. La sangre le corría por el pelaje. Otra rata me saltó a la blusa.
El hombre rata sonreía.
Otra de las pequeñas estaba trepando hacia mi cara. La cogí del rabo y la tiré por ahí.
—¿No te atreves a venir tú? ¿Te doy miedo? —grité. Tenía la voz estrangulada por el pánico, pero lo dije—. Tus amigos están heridos porque los has mandado a hacer algo que a ti te da miedo, ¿verdad?