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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (10 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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Nikolaos estaba sentada en una silla de madera tallada. Los pies no le llegaban al suelo.

Un vampiro avanzó hasta apoyarse en el brazo de la silla. Tenía la piel de un tono extraño, como de un marfil pardusco. Se inclinó y le susurró algo al oído a Nikolaos. Ella se rió, con una risa que evocaba campanillas o cascabeles. Un sonido precioso, calculado. Theresa se acercó a la niña, se situó tras ella y le pasó las manos por el cabello rubio.

También se acercó un humano, que se situó a la derecha de la silla. Se quedó con la espalda contra la pared y los brazos tiesos a los lados. Mantenía la vista al frente, la cara inexpresiva y la espalda rígida. Era calvo casi por completo, y tenía la cara afilada y los ojos oscuros. A la mayoría de los hombres les queda fatal la falta de pelo; sin embargo, aquel no estaba mal. Era guapo, aunque tenía pinta de no preocuparse por el aspecto físico. No sabía a cuento de qué, pero me parecía un soldado.

Otro hombre se situó junto a Theresa. Tenía el pelo rubio pajizo, muy corto, los ojos verde claro y una cara de lo más rara. No era ni guapo ni feo, pero llamaba la atención. Era un rostro que podía resultar atractivo si se lo miraba el tiempo suficiente. No era un vampiro, pero puede que me hubiera precipitado al creerlo humano.

Jean-Claude apareció en último lugar y se colocó a la izquierda de la silla. No tocó a nadie y, aunque formaba parte del grupo, se mantenía algo apartado de los demás.

—Bueno —dije—, sólo nos falta la música de
Drácula, príncipe de las tinieblas
, y podemos salir a escena.

—Te crees muy graciosa, ¿verdad? —Nikolaos tenía la voz como la risa, aguda e inofensiva. Pura inocencia calculada.

—Depende del día. —Me encogí de hombros.

Me sonrió sin mostrar los colmillos. Parecía completamente humana, con los ojos brillantes y una expresión graciosa en la cara redonda y agradable. Mirad qué inofensiva soy; sólo soy una niña adorable. Y qué más.

El vampiro moreno volvió a susurrarle algo al oído. Ella se rió, con un sonido tan agudo y cristalino que podría embotellarse.

—¿Esa risa es ensayada o es un talento natural? No, seguro que la has ensayado.

Jean-Claude hizo una mueca. No supe a ciencia cierta si trataba de contener la risa o de no fruncir el ceño. Quizá las dos cosas. Yo tenía un don especial para provocar aquella reacción en alguna gente.

La risa desapareció de la cara de la vampira, de manera muy humana, hasta que sólo le brillaron los ojos. Pero su mirada no era nada graciosa: era el tipo de mirada que reservan los gatos para los pajaritos.

—Eres muy valiente o muy estúpida. —El tono de su voz se elevaba un poco al final de cada palabra, al estilo de Shirley Temple.

—Con esa vocecita, sólo te falta un hoyuelo para dar el pego.

—Me inclino por la estupidez —dijo Jean-Claude en voz baja.

Lo miré y, a continuación, posé los ojos en la panda de engendros.

—Estoy cansada, herida, furiosa y asustada. Así que os agradecería que os dejarais de numeritos y fuéramos al grano.

—Empiezo a entender que Aubrey perdiera los estribos. —Su voz se había vuelto seca, sin ningún rastro de humor. El canturreo infantil se estaba desvaneciendo, como el hielo cuando se derrite—. ¿Sabes cuántos años tengo? —La miré y negué con la cabeza—. Creía que habías dicho que era buena, Jean-Claude —pronunció su nombre como si estuviera molesta con él.

—Es buena.

—Dime cuántos años tengo —dijo con voz gélida, propia de un adulto cabreado.

—No puedo. No sé por qué, pero no puedo.

—¿Cuántos años tiene Theresa?

Miré a la vampira de pelo oscuro recordando el peso de su mente. Se estaba riendo de mí.

—Cien, quizá ciento cincuenta, no más.

—¿Por qué no más? —preguntó con una cara tan inexpresiva que parecía esculpida en mármol.

—Esa es la edad que siento.

—¿La sientes?

—Noto en la cabeza cierto grado de… poder en ella. —Siempre detesté tener que explicarlo en voz alta. Sonaba asquerosamente místico, y de místico no tenía nada. Entendía de vampiros, igual que otras personas entienden de caballos o de coches. Era un don. Ya. Pero también era cuestión de práctica. Supuse que a Nikolaos no le iba a gustar ni un pelo que la comparara con un caballo o un coche, conque mantuve la boca cerrada. Y luego me llaman estúpida. Ja.

—Mírame, humana. Mírame a los ojos. —La voz seguía siendo insulsa, sin un ápice de la autoridad que tenía la de Jean-Claude.

«Mírame a los ojos.» Esperaba algo más original del ama de los vampiros de la ciudad, pero no lo dije en voz alta. Tenía los ojos azules o grises, o de los dos colores. Sentí su mirada en la piel como algo palpable; estaba convencida de que si quisiera, podría tocarla con las manos. No había sentido nunca nada parecido. Sin embargo, podía sostenerle la mirada, y no sé cómo, pero supe que no debería haber sido capaz.

El soldado de su derecha me estaba mirando, como si por fin hubiera hecho algo interesante.

Nikolaos se puso en pie y se colocó ligeramente por delante de su séquito. Apenas me llegaba a la clavícula, lo que hacía de ella un retaco. Se quedó parada, con el aspecto etéreo y hermoso de un cuadro; no daba sensación de vida, pero los trazos eran elegantes, y el color, cuidado.

Se quedó allí sin moverse y me abrió la mente. Fue como si se hubiera derribado una puerta. Su mente chocó con la mía, y me tambaleé. Sus pensamientos irrumpieron en mí como cuchillos, como sueños de filo acerado. Por mi cabeza deambulaban fragmentos efímeros de su mente; cuando me tocaban, me dejaban aturdida y dolorida.

Estaba de rodillas y no recordaba haber caído. Tenía frío, mucho frío. No tenía nada que hacer; yo era insignificante en comparación con aquella mente. ¿Cómo podía pensar siquiera en considerarme a su altura? ¿Qué otra cosa podía hacer, salvo arrastrarme a sus pies y suplicar su perdón? Mi insolencia era intolerable.

Empecé a avanzar a cuatro patas hacia ella. Parecía lo más apropiado. Tenía que suplicarle perdón. Necesitaba que me perdonara. ¿Y cómo acercarse a una diosa, si no es de rodillas?

No. Algo iba mal. Pero ¿qué? Tenía que pedirle perdón a la diosa. Tenía que adorarla y cumplir todos sus deseos. No. No.

—No —murmuré—. No.

—Ven, hija mía. —Su voz era como la primavera tras un largo invierno. Era una revelación. Me hizo sentir aceptada, bienvenida.

Tendió los brazos pálidos hacia mí. La diosa me iba a dejar abrazarla. Increíble. ¿Por qué estaba en el suelo en vez de correr hacia ella?

—No. —Golpeé la piedra con las manos. Me dolió, pero no demasiado—. ¡No! —Estrellé el puño contra el suelo. Me ardió todo el brazo y se me quedó entumecido—. ¡No! —Golpeé una y otra vez la roca con los puños hasta que me sangraron. El dolor era intenso, real, mío—. ¡Sal de mi mente, zorra! —grité.

Me encogí en el suelo, jadeando, con las manos en el estómago. Sentía que el corazón se me iba a escapar por la boca, y casi no podía respirar. La ira me recorrió el cuerpo, limpia y afilada, barriendo hasta el último vestigio de la mente de Nikolaos.

La miré con furia, pero por debajo de la furia había pavor. Nikolaos me había inundado la mente como el mar inunda una concha; me había llenado y me había dejado vacía. Puede que tuviera que acabar con mi cordura para quebrantar mi voluntad, pero podía conseguirlo si quería, y yo no podría hacer absolutamente nada para defenderme.

Me devolvió la mirada desde arriba y se rió con aquella fantástica risa de cascabeles.

—Vaya, al fin algo que le da miedo a la reanimadora. Mira por dónde. —Tenía la voz cantarina y agradable; era la niña adorable otra vez.

Nikolaos se arrodilló ante mí, sujetándose el vestido azul claro bajo las rodillas como toda una dama, y se inclinó para mirarme a los ojos.

—¿Cuántos años tengo, reanimadora?

Empezaba a sufrir temblores, y los dientes me castañeteaban como si fuera a morir de frío, que puede que fuera el caso. Pero logré hablar entre dientes con la mandíbula agarrotada.

—Mil —dije—. O más.

—Tenías razón, Jean-Claude. Es buena. —Tenía la cara prácticamente contra la mía. Quería sacármela de encima, pero sobre todo quería que no me tocara.

Volvió a reír, con un sonido agudo e intenso, de una pureza estremecedora. Si hubiese podido, habría gritado o le habría escupido a la cara.

—Bien, reanimadora, nos vamos entendiendo. Haz lo que queremos, o te arrancaré la mente capa tras capa, como si fuera una cebolla. —Me respiró en la cara, y con apenas un susurro de niña traviesa, añadió—: Sabes que soy capaz, ¿verdad?

Lo sabía.

DOCE

Quería escupir en aquella cara tersa y pálida, pero temía las consecuencias. Sentí una gota de sudor que me recorría la cara. Le prometería cualquier cosa, lo que fuera, si no me tocaba. Nikolaos no necesitaba hechizos: le bastaba con aterrorizarme, y el miedo me controlaría. O eso esperaba ella, pero yo no podía permitirlo.

—Apártate… de… mi… cara —dije.

Se rió. Su aliento era cálido y olía a menta, a caramelos refrescantes. Pero debajo de aquel aroma moderno y limpio se podía percibir el olor a sangre fresca. Una muerta antigua y un asesinato reciente.

—El aliento te apesta a sangre —le dije. Ya no temblaba.

Se echó atrás, llevándose la mano a la boca. Fue un gesto tan humano que me hizo reír. Se incorporó, y su vestido me rozó la cara. A continuación, un pie pequeño y calzado con un zapatito de lo más delicado me dio una patada en el pecho.

La fuerza del golpe me proyectó hacia atrás con un dolor intenso y me dejó sin aire. Por segunda vez en la noche me quedaba sin respiración. Permanecí boca abajo intentando respirar y superar el dolor. No había oído ninguna fractura, pero debía de tener algo roto.

—Lleváosla de aquí antes de que la mate. —La voz sonó por encima de mí, tan acalorada que quemaba.

El dolor se atenuó y se volvió punzante, y el aire me quemaba la garganta. Tenía el pecho como si hubiera tragado plomo.

—Quieto ahí, Jean. —Jean-Claude se había apartado de la pared e iba hacia mí. Nikolaos acompañó la orden con un gesto de su mano pálida y menuda—. ¿Puedes oírme, reanimadora?

—Sí —dije con voz ahogada. No tenía suficiente aire para hablar.

—¿Te he roto algo? —trinó como un pajarito.

Tosí, intentando aclararme la garganta, pero me dolió. Me abracé el pecho mientras remitía el dolor.

—No.

—Lástima. Aunque supongo que eso nos habría retrasado, o habrías dejado de sernos útil. —Pareció quedarse sopesando las posibilidades que tenía lo último. ¿Qué me habrían hecho si se me hubiera roto algo? Prefería no saberlo.

—La policía sólo tiene noticia de cuatro vampiros asesinados, pero ha habido seis más.

—¿Y por qué no lo habéis denunciado? —pregunté, respirando con cuidado.

—Mi querida reanimadora, hay muchos de los nuestros que no confían en las leyes humanas. Ya sabemos lo equitativa que es la justicia con los nomuertos. —Sonrió, y volví a echar en falta un hoyuelo—. Jean-Claude era el quinto vampiro más poderoso de la ciudad. Ahora es el tercero.

La miré esperando a que se echara a reír, a que dijera que era una broma. Pero mantuvo la sonrisa como una figura de cera. ¿Me estaban tomando el pelo?

—¿Han matado a dos maestros vampiros más fuertes que…? —Tuve que tragar saliva antes de continuar—. ¿Más fuertes que Jean-Claude?

—Captas las cosas deprisa —dijo, ampliando la sonrisa y dejando ver un colmillo—, eso te lo concedo. Y hasta puede que el castigo de Jean-Claude sea menos… severo. Fue él quien te recomendó, ¿lo sabías?

Sacudí la cabeza y lo miré. No se había movido ni para respirar, pero me miraba. En sus ojos azul cielo de medianoche había un brillo casi febril. Seguía en ayunas. ¿Por qué Nikolaos no le permitía comer?

—¿Por qué lo estás castigando?

—¿Te preocupa? —En su voz había sorpresa y burla—. Vaya, vaya, vaya, ¿no estás enfadada con él por haberte metido en esto?

Lo miré un momento. Supe entonces qué había visto en su mirada: miedo; tenía miedo de Nikolaos. Y supe que si tenía algún aliado en aquella habitación, era él. El miedo une más que el amor o el odio, y es mil veces más certero.

—No —dije.

—No, no —dijo burlándose con tono aniñado. Luego, su voz se volvió repentinamente grave, adulta y cargada de ira—. Muy bien. Tenemos un regalo para ti, reanimadora: un testigo del segundo asesinato. Vio morir a Lucas y te contará todo lo que vio, ¿verdad, Zachary? —Sonrió al hombre de pelo rubio pajizo.

Zachary asintió. Rodeó la silla y me saludó con una reverencia. Sus labios, demasiado finos para la cara, estaban curvados en una sonrisa torcida, y había algo en sus ojos verdes y fríos que me sonaba. Había visto aquella cara en algún sitio… ¿Dónde?

Se dirigió a una pequeña puerta en la que no me había fijado. Quedaba oculta entre las sombras temblorosas que proyectaban las antorchas, pero aun así, debería haberla visto. Miré a Nikolaos, y ella asintió mientras se le dibujaba una sonrisa.

Me había ocultado la puerta sin que me enterara. Intenté levantarme apoyándome en las manos. Grave error. Contuve la respiración y me incorporé tan deprisa como pude. Tenía las manos rígidas por los golpes y los arañazos. Si sobrevivía hasta el día siguiente, me dolerían hasta las pestañas.

Zachary abrió la puerta con una floritura, como un mago apartando una cortina. Había un hombre en el umbral. Llevaba los restos de un traje de chaqueta. Tenía una figura esbelta, aunque con sus buenos michelines: mucha cerveza y poco ejercicio. Le eché unos treinta años.

—Ven —dijo Zachary.

El hombre entró en la habitación. Tenía los ojos como platos de puro miedo. En el meñique llevaba un anillo que emitía destellos a la luz de las antorchas. Apestaba a terror y a muerte.

Todavía estaba bronceado, y no se le habían hundido los ojos. Podía pasar por humano mejor que cualquier vampiro de la habitación, pero estaba más muerto que ninguno. Era una cuestión de tiempo. Me ganaba la vida levantando muertos y reconocía a un zombi en cuanto lo veía.

—¿Te acuerdas de Nikolaos? —le preguntó Zachary.

El zombi agrandó sus ojos humanos, y le desapareció el color de la cara. Joder, parecía vivo.

—Sí.

—Tienes que responder a las preguntas de Nikolaos, ¿comprendes?

—Comprendo. —Se le arrugó la frente como si se concentrara en algo que no lograba recordar del todo.

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