Pisando los talones (42 page)

Read Pisando los talones Online

Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aún hacía buen tiempo y no soplaba la menor brisa. Mientras atravesaba la ciudad, intentó recordar cuál había sido la última vez que habían tenido un mes de agosto como aquél, pero no fue capaz de concentrarse, como si la investigación que tenían entre manos reclamase cada segundo de su atención, y no sólo en las horas de vigilia sino incluso mientras dormía.

En efecto, aquella noche había soñado que se hallaba en la isla de Bärnsö, de nuevo, había oído el grito de la muchacha. Cuando despertó, se vio sentado en la cama, a punto de echar a correr, empapado en sudor y víctima de una violenta taquicardia. Le costó bastante volver a conciliar el sueño.

Primero fue a sentarse junto a la mesa de la cocina, cuando aún ni se atisbaba el alba. No recordaba haber experimentado nunca semejante desánimo. Pero era consciente ele que no se trataba sólo de la fatiga provocada por aquellos islotes blancos de azúcar que él imaginaba flotando por sus venas; sabia que el cansancio provenía también de la sensación de haber perdido el tren. ¿No seria ya demasiado viejo, pese a no haber cumplido aún los cincuenta?

Por otro lado, se preguntaba si no habría empezado a sentir miedo ante la gran responsabilidad que implicaba este caso; tal vez, sin ser consciente de ello, había pasado ya su mejor momento y ahora descendía hacia un punto en el que no hallaba más que angustia. Ignoraba la respuesta, pero estuvo a punto de tomar una decisión, la de abandonar, la de pedirle a Lisa Holgersson que designase a otro agente como, responsable de la investigación.

La cuestión era quién lo sustituiría. Los candidatos más inmediato eran Martinson o Hanson, pero el inspector comprendía que ningún, de los dos seria capaz de asumir la carga, con lo que no quedaba otra alternativa que la de recurrir a alguien ajeno a la comisaría, lo cual sería nefasto: significaría menospreciar abiertamente la capacidad de su colegas. Y en esas circunstancias, el trabajo de investigación no marcharía como debiera.

Wallander no llegó a ninguna conclusión. Cuando decidió acudir al médico, quizá lo movió la callada esperanza de que éste pronunciase una sentencia liberadora y le comunicase que su salud estaba tan deteriorada que debía solicitar la baja inmediata por enfermedad.

No obstante, el doctor Göransson no tenia la menor intención de hacer tal cosa. Tras constatar que los niveles de glucosa de Wallander eran demasiado altos, que había restos de azúcar en la orina y que la tensión arterial empezaba a ser preocupante, le recetó un medicamento y le exigió un cambio radical en los hábitos alimentarios.

—Hemos de atacar los síntomas desde muchos frentes al mismo tiempo —sentenció—. Todos guardan relación entre sí y han de tratarse como un todo. Sin embargo, nada lograremos si tú mismo no aportas la contribución decisiva —le advirtió, y le facilitó el número de teléfono de un dietista.

Abandonó, pues, la consulta, con la receta en la mano, poco después de las ocho. Pensó que debía encaminarse de inmediato a la comisaría, pero aún no se sentía del todo preparado para ello, de modo que puso rumbo a la pastelería de la plaza Stortorget y se tomó un café; eso sí, se abstuvo de pedir un bollo de merengue.

«Bien, ¿qué hago ahora?», se preguntó. «Soy el responsable de que se resuelva el asesinato múltiple más brutal registrado en Suecia en los últimos años. Soy, el blanco de la mirada crítica y exigente de todos y cada uno de mis colegas, pues una de las víctimas es un policía. Me acosa la prensa, los medios de comunicación en general. Por si fuera poco, es más que probable que también los padres de los jóvenes asesinados me conviertan en objeto de sus críticas. Todos esperan que y, en unos cuantos días o, mejor, en unas horas, atrape al asesino y exponga una argumentación merecedora del elogio del más severo de los fiscales. El problema es que la realidad se presenta bien distinta. De hecho, no tengo ninguna prueba, nada. Esta mañana reuniré a m colegas para proponerles que empecemos por el principio, aunque es prácticamente imposible. Sin embargo, la sensación de estar como al comienzo no es sólo mía, sino que la comparten todos mis colegas. Ni por asomo nos hallamos a las puertas de algo que nos ayude a avanzar. Ante nosotros sólo tenernos el más absoluto vacío».

Apuró el café y advirtió que, en la mesa vecina, un hombre leía el periódico de la mañana. Los titulares eran negros y llamativos. Wallander abandonó la pastelería a toda prisa. Dado que aún era pronto, decidió que tenía tiempo de hacer algo más antes de dirigirse a la comisaría. Se dirigió, pues, a la calle Vädergränd y llamó a la puerta de la casa del ex director de banco, Sundelius. Cabía la posibilidad de que éste no aceptase visitas inopinadas pero, por otro lado, Wallander sabia que el hombre se levantaba muy temprano.

Se abrió la puerta. Pese a no ser aún las nueve de la mañana, Sundelius vestía ya un traje cuya elegancia coronaba un nudo de corbata que podía describirse como un milagro de perfección. Abrió la puerta de par en par, le pidió a Wallander que entrase y fue a la cocina. Regresó con una bandeja con café y unas tazas.

—Siempre tengo agua a punto para el café —aclaró—. Por si se presenta una visita inesperada. La última vez que ocurrió fue hace un año, pero nunca se sabe.

Wallander se sentó en un sofá y atrajo la taza hacia sí. Sundelius tomó asiento frente a él.

—La última vez que nos vimos nos interrumpieron —le recordó Wallander.

—Así es, y, el motivo habla por si solo —repuso Sundelius—. Me pregunto a que tipo de personas estamos permitiendo la entrada al país.

El comentario dejó a Wallander más que confundido.

—No hay, ningún dato que apunte al hecho de que el autor de estos crímenes haya sido un inmigrante —señaló—. ¿Qué le hace pensar tal cosa?

—Pues es evidente —aseguró Sundelius—. Ningún sueco seria capaz de cometer tales asesinatos.

Wallander comprendió que lo más sensato era dirigir la conversación en otro sentido, pues sabía que Sundelius no era hombre que se dejase influir ni en lo relativo a sus opiniones ni, mucho menos, en sus prejuicios. Pese a todo, no pudo por menos que manifestarse en contra.

—Nada indica que el asesino sea de origen extranjero. Estamos seguros. En fin, hablemos de Karl Evert. Al parecer, usted lo conocía bastante bien.

—Para mi era simplemente Kalle.

—¿Desde cuando se conocían?

—A ver, ¿qué día murió?

El hombre asombró de nuevo a Wallander.

—Aún no lo sabemos con exactitud. ¿Por qué?

—Porque entonces podría haberle dado una respuesta exacta. Como no es el caso, le diré que nos conocíamos desde hacía diecinueve años, siete meses y unos quince días, cuando murió de esa forma tan trágica. Durante toda mi vida he llevado un diario, y en él anoto prácticamente todo. Lo único que no podré anotar es la hora de mi propia defunción. A menos que decida quitarme la vida, lo cual, por ahora, no entra en mis planes. Pero el abogado al que he designado como albacea de mis últimas voluntades se encargará de quemarlo, pues ese diario sólo tiene valor para mí.

Wallander sospechaba que Sundelius era uno de tantos ancianos que aprovechan las escasas ocasiones en que pueden hablar con otras personas. Su propio padre, desde luego, había sido más taciturno.

—Si no le entendí mal, los unía el interés por las estrellas.

—Cierto.

—Usted no tiene acento de Escania, de lo que deduzco que procede de otra región.

—En efecto. Me trasladé de Vadstena el 12 de mayo de 1959. El camión de la mudanza llegó el 14. Pensé que la estancia aquí duraría algunos años, pero ha resultado ser mucho más larga.

Wallander echó una ojeada a las estanterías y a los muebles que tenía al alcance de la vista, pero no vio ninguna fotografía de familia.

Sundelius tampoco llevaba ningún anillo.

—¿Está usted casado?

—No.

—Entonces, ¿separado?

—Soy soltero.

—Corno Svedberg.

—Eso es.

El inspector pensó que nada le impedía ir derecho al grano. Aún llevaba en el bolsillo de la chaqueta una copia de la fotografía de la mujer que tal vez se llamase Louise. Se la mostró a Sundelius y le preguntó:

—¿Ha visto antes a esta mujer?

Sundelius se puso unas gafas, no sin antes limpiarlas con un pañuelo, y examinó la fotografía con detenimiento.

—¿No es ésta la misma fotografía que publicaron los periódicos hace unos días?

—Exacto.

—Y la policía solicitaba que quien la reconociese se pusiese en contacto con ellos, ¿no es así?

Wallander asintió. Sundelius dejó la fotografía sobre la mesa.

—En otras palabras, yo debería haber llamado a la policía… si la hubiese reconocido.

—Pero no es así…

—No. Y sepa que tengo buena memoria para los rostros. Para un hombre de la banca, es imprescindible ser buen fisonomista.

Wallander no pudo resistir la tentación de desviarse ligeramente del tema. En efecto, la curiosidad le pudo: ¿por qué había de ser indispensable para un director de banco recordar las caras de la gente? Formuló, pues, la pregunta y recibió, de nuevo, una prolija respuesta.

—Hubo un tiempo, en mi juventud, en que la cara era el único dato disponible para decidir la concesión de un crédito —comenzó Sundelius—. Eso fue antes de que la sociedad se transformase en un registro gigantesco de ciudadanos. «Antes y después de Cristo», solemos decir. Pero la verdad es que deberíamos dividir el tiempo en dos épocas, la anterior y la posterior a la introducción del número nacional de identidad. ¿Era honrada aquella persona que se presentaba a pedir un préstamo? ¿Tenía la intención de cumplir lo que prometía? ¿Era alguien íntegro o mentía como un bellaco? Recuerdo a un viejo banquero de Vadstena que jamás solicitó información financiera sobre ningún cliente, ni siquiera desde que dicha tarea empezó a resultar mucho más fácil y las condiciones para obtener un crédito mucho más estrictas. No importaba de cuánto dinero se tratase: él sólo se concentraba en el rostro. Concedía o denegaba según la impresión que el rostro le producía. Y no se equivocó ni una sola vez. Rechazaba a los malos y admitía a los buenos, honrados y trabajadores. Sin el menor atisbo de duda. Eso sí, ni él ni nadie podían saber quiénes tuvieron mala suerte y fueron injustamente rechazados.

Wallander asintió antes de volver al tema de Louise.

—Esta mujer mantenía algún tipo de relación con Kalle. Según fuentes fidedignas, estuvieron juntos durante unos diez años. Bueno, tal vez no sea correcto decir que estuvieron juntos, en cualquier caso, mantuvieron una relación. Kalle permaneció siempre soltero, pero, al parecer, mantuvo una relación amorosa con esta mujer durante un periodo bastante prolongado.

Sundelius se había quedado con la taza de café a medio camino hacia la boca. Cuando Wallander guardó silencio, la dejó lentamente sobre el plato.

—Esas fuentes no pueden ser fidedignas —aseguró—. Eso es totalmente falso.

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos. Kalle no tenía ninguna novia.

—Sabemos que mantuvo esa relación en el mayor de los secretos.

—No mantuvo nada en absoluto.

Wallander comprendió que el hombre hablaba con total convencimiento. Sin embargo, en el tono de su voz descubrió un matiz que al principio no supo definir. Después detectó una sombra de indignación, algo que Sundelius, por más que lo intentaba, no lograba ocultar de todo.

—Permítame que le revele una circunstancia muy elocuente —replicó Wallander—. Ninguno de sus colegas, ni yo ni ningún otro, conocía a esta mujer, que, sin lugar a dudas, existía en su vida. Tan solo la conocía una persona. Es decir, que fue una sorpresa para todos.

—¿Y quién la conocía?

—Ése es un dato que prefiero guardarme, al menos por ahora.

Sundelius miraba a Wallander con una expresión de amargura y, al mismo tiempo, parecía ausente. El inspector estaba seguro: la indignación que había descubierto en su semblante era real y no producto de su imaginación.

—Bien, dejemos por el momento a la mujer desconocida —prosiguió—. ¿Cómo se conocieron?

Sundelius había cambiado de actitud. Las respuestas surgían forzadas, a trompicones. Wallander comprendió que había abordado un tema que Sundelius no se esperaba.

—Nos conocimos en casa de unos amigos comunes, en Malmö.

—¿Es ésa su primera anotación sobre Svedberg en el diario?

—Me resulta difícil comprender qué interés puede tener la policía en lo que yo anotaba o dejaba de anotar en mi diario.

«Rechazo total. La fotografía de una desconocida es capaz de trastocarlo todo», sentenció para sí antes de proseguir con cautela.

—Y, después de aquel primer encuentro, siguieron viéndose, ¿no es cierto?

Sundelius, al parecer consciente de la actitud agresiva que había adoptado, respondió ahora en un tono sosegado y amable. Sin embargo, a Wallander no lo abandonaba la sensación de que el ex banquero tenía la mente puesta en otras cosas.

—Contemplábamos juntos las estrellas, eso era todo.

—¿Dónde solían hacerlo?

—En el campo, en la oscuridad. Especialmente en otoño, y en Fyledalen, entre otros lugares.

Wallander meditó un instante.

—Cuando me puse en contacto con usted por primera vez, me confesó que le había sorprendido el hecho de que no lo hubiésemos hecho mucho antes. Incluso dijo que le había parecido de lo más extraño, puesto que Kalle no tenía muchos amigos íntimos y que usted se contaba entre los pocos que conocía.

—Recuerdo perfectamente lo que dije.

—Ya, pero ahora habla de su relación como si se tratase de encuentros esporádicos para observar el firmamento y, ¿nada más?

—Yo no soy ningún entrometido, y tampoco él lo era.

—Si, pero a mí me cuesta creer que eso pueda calificarse de amistad íntima, y que usted dé por sentado que mis colegas y yo debíamos estar al corriente de su existencia.

—Pues si era una amistad íntima.

«No señor», se dijo Wallander. «Era otra cosa muy distinta, aunque aún ignoro qué».

—¿Cuándo se vieron por última vez?

—A mediados de julio. El 16, para ser exactos.

—¿Estuvieron contemplando el firmamento juntos?

—Fuimos a Österleden. Era una noche despejada, aunque el verano no suele ser la mejor estación.

—¿Cómo se comportó él entonces?

Sundelius pareció no comprender la pregunta.

—¿Perdón?

—Me refiero a si estuvo como siempre o si, por ejemplo, dijo algo inesperado o que a usted le extrañase.

Other books

Flying Home by Ralph Ellison
I've Got You Under My Skin by Mary Higgins Clark
Brenda Hiatt by Scandalous Virtue
And Then There Was No One by Gilbert Adair
The Stargazey by Martha Grimes
LANYON Josh by Dangerous Ground (L-id) [M-M]
Darker Than Desire by Shiloh Walker
Craving by Omar Manejwala