—No, era el mismo de siempre. Además, lo normal es que la gente contemple el firmamento en silencio. Al menos nosotros solíamos hacerlo así.
—¿Y después?
—Ya no volvimos a vernos.
—¿Habían concertado alguna cita posterior a aquel día?
—Dijo que se marcharía unos días. Y que estaba muy ocupado. Quedamos en que nos llamaríamos a principios de agosto, cuando se tomase las vacaciones.
Wallander contuvo la respiración. «Tres días después del 16 de julio, Svedberg partió hacia Bärnsö. Lo que dice Sundelius puede indicar que el 16 ya había decidido ir a la isla. Además, le dijo que tenia mucho que hacer y que tomaría las vacaciones a primeros de agosto cuando, en realidad, estaba ya de vacaciones…»
«Así pues, Svedberg le mintió», concluyó. «A Sundelius, que es su amigo, le oculta que está de vacaciones, y a nosotros nos oculta que está realizando pesquisas a titulo personal». Por primera vez en el curso de la investigación. Wallander sintió que se hallaba cerca de algo que podría conducirlo por el buen camino, si bien no era capaz de ver qué podría ser.
Svedberg había mentido a Sundelius, quien ahora, a su vez mentía a Wallander. «Y, sin embargo, ha de haber algo de verdad en todo esto. La cuestión es cómo dar con esa verdad».
Wallander le dio las gracias por el café y Sundelius lo acompañó hasta la puerta.
—Volveremos a vernos —anunció Wallander a modo de despedida.
Sundelius, que habla recuperado el control sobre si mismo, le pidió:
—Le agradecería que me avisase del día y la hora del entierro.
Wallander le prometió que lo informarían. Dejó la calle Vädergrän y se sentó en un banco situado ante la cafetería Bäckahästen. Mientras veía nadar a los patos en el estanque repasó la conversación mantenida con Sundelius. Se habían producido dos momentos críticos: aquel en el que Wallander le había mostrado la fotografía y aquel otro en que notó que Sundelius le estaba mintiendo. Empezó, pues, a reflexionar sobre la fotografía. No había sido la imagen de aquella desconocida lo que había alterado a Sundelius, sino la alusión de Wallander a una relación amorosa de diez años.
«Cabe la posibilidad de que, simplemente, no nos hallemos ante
una
sola relación amorosa, sino ante
dos
. ¿Pudo haber algo entre Sundelius y Svedberg?». Tal vez no fuese del todo descabellado pensar que Svedberg era homosexual. Wallander tomó un puñado de gravilla de suelo y la dejó caer poco a poco entre sus dedos. La hipótesis no acababa de convencerlo. La fotografía era de una mujer, y Sture Björklund, estaba seguro de que Louise había formado parte de la vida de Svedberg durante muchos años. Así las cosas, cabía, por supuesto, plantearse otra cuestión, no menos crucial: ¿cómo explicar que Sture Björklund supiese de la existencia de esta mujer, cuando ninguna otra persona la conocía?
Wallander se sacudió el polvo de la gravilla de las manos y se puso de pie. Recordó que tenia la receta del doctor en el bolsillo y se encaminó a la farmacia. Tras una espera no muy prolongada lo atendieron y salió de allí camino de la comisaría con el medicamento que Göransson le había recetado. En el interior de la farmacia, al sacar la receta del bolsillo, descubrió que tenia el móvil apagado. Apremió el paso y resolvió que su entrevista con Sundelius le había permitido, si no aclarar un poco el caso, si al menos atisbar una dimensión más profunda del mismo.
Cuando finalmente entró en la comisaría, Ebba le dijo que todo el mundo había estado preguntando por él. El inspector le pidió que les comunicase que la reunión se celebraría media hora más tarde. En el pasillo, camino de su despacho, se topó con Hanson.
—¡Vaya! Precisamente andaba buscándote. Hemos recibido algunos resultados de Lund.
—¡Estupendo! ¿Han podido determinar la hora?
—Eso parece.
—En ese caso, les echaré un vistazo ahora mismo.
Wallander acompañó a Hanson a su despacho. Al pasar ante la puerta del despacho que había pertenecido a Svedberg, comprobó con sorpresa que la placa con su nombre había desaparecido. Sin embargo, la sorpresa dio paso, en primer lugar, a la consternación y, después, a la ira.
—¿Quién ha retirado la placa de Svedberg?
—No lo sé.
—¡Joder! Pues podríamos haber esperado hasta después del entierro.
—Sí, se celebrará el martes —informó Hanson—. Según Lisa, vendrá la ministra de Justicia.
Wallander recordó que la ministra aparecía a menudo en televisión, siempre con aspecto seguro y decidido, pero, en aquel preciso momento, fue incapaz de acordarse de su nombre. Hanson pasó rápido la mano sobre la mesa para retirar algunos boletos de apuestas y sacó los informes del departamento de Medicina Legal de Lund. Wallander se apoyó contra la pared mientras Hanson hojeaba los documentos.
—Aquí están —dijo al cabo.
—Empecemos por Svedberg.
—Fue alcanzado por dos proyectiles disparados por alguien que se hallaba delante de él. La muerte debió de ser inmediata.
—¿Cuándo se produjo? —se impacientó Wallander—. Puedes obviar todo lo que no sea relevante. Me interesa sobre todo la hora.
—Cuando Martinson y tú lo encontrasteis, llevaba muerto un máximo de veinticuatro horas y un mínimo de diez.
—¿Están seguros, o cabe aún la posibilidad de que modifiquen su estimación?
—Parece bastante seguro. Tan seguro como que Svedberg estaba sobrio cuando murió.
—¿Acaso alguien pidió ese dato?
—No, simplemente te hago saber lo que dice el informe. Su última comida, que debió de ingerir un par de horas antes de su muerte. Consistió en un poco de yogur.
—Lo que indica que, con toda probabilidad, murió antes del mediodía.
Hanson asintió: sabia, como todos, que Svedberg solía desayunar yogur. En los periodos en que se veían obligados a trabajar por la noche, Svedberg llegaba siempre con sus yogures, que dejaba en el frigorífico del comedor.
—Bien, entonces ya tenemos ese dato, al menos.
—Sí, pero este informe da muchos más datos —advirtió Hanson—. ¿Quieres que te comente los detalles?
—No, ya los leeré yo… ¿Qué dicen de los tres jóvenes?
—Que es difícil establecer el momento de su muerte.
—Bueno, eso ya lo sabíamos, pero alguna conclusión habrán sacado, ¿no?
—Pues sí, una conclusión que, a la espera de los resultados de exámenes más detallados, debemos tomar como provisional: no descartan la posibilidad de que, por sorprendente que parezca, los jóvenes fueran asesinados el 21 de junio, es decir, la noche de San Juan. Eso, claro está, con una condición.
—Sí, claro, que los cadáveres no hayan estado expuestos al aire libre desde esa fecha.
—Exacto. En cualquier caso, ya te digo que no están seguros aún.
—Yo, en cambio, sí que lo estoy. En fin, ahora ya disponemos de datos suficientes para ordenar los hechos cronológicamente. Y eso es lo primero que haremos en la reunión de hoy.
—Lo que no consigo es encontrar los coches —se lamentó Hanson—. Los escondieron a conciencia.
—Siempre cabe la posibilidad de que también estén enterrados —apuntó Wallander—. Sea como sea, debemos encontrarlos, y pronto.
Después entró en su despacho, donde leyó la información impresa en el envase de la medicina. «Amaryl; indicaciones: glucemia». Según rezaba la etiqueta, había que tomar las pastillas durante las comidas, y Wallander se dijo que no sabía cuándo podría pararse a comer algo sólido. Se levantó, al tiempo que lanzaba un suspiro, y se encaminó al comedor, donde halló unos panecillos tostados en una bandeja. Se los comió, se tomó la pastilla y, al salir, se topó con Nyberg.
—He oído decir que han llegado los resultados de Lund.
Wallander le contó sucintamente lo que Hanson le había comunicado.
—O sea, que teníamos razón —concluyó el técnico—. Que nos enfrentamos a un asesino que, en primer lugar, liquida a tres jóvenes Y luego los entierra para, al cabo del tiempo, volver a desenterrarlos.
—Sobre todo, nos enfrentamos a alguien que dispuso de tiempo, posibilidades y necesidad de planificarlo todo con detalle —señaló WaIlander—. Y el que poseamos ese dato supone un gran paso adelante.
Nyberg le prometió que asistiría a la reunión y Wallander se retiró a su despacho.
Su escritorio estaba atestado de mensajes telefónicos, a los que decidió dedicarse una vez concluida la reunión. Fue hasta la ventana y se esforzó por hacerse una idea del perfil del asesino. Por allí andaba suelto un asesino que mataba de un modo frío y metódico. Y nadie salvo el asesino conocía el motivo.
Wallander recogió sus papeles y se dirigió a la sala de reuniones. Martinson se disponía ya a cerrar la puerta cuando apareció Lisa Holgersson en compañía del fiscal Thurnberg. Wallander cayó en la cuenta de que aún no lo había informado del estado de la investigación. De ahí la insatisfacción que dejaba traslucir el rostro del fiscal, que se sentó al otro extremo de la mesa, tan lejos de Wallander como le fue posible. Lisa Holgersson tomó la palabra para informar de que el entierro de Svedberg tendría lugar el martes 20 de agosto a las dos de la tarde. Miró entonces a Wallander, para después añadir:
—En el entierro, yo pronunciaré un pequeño discurso, y lo mismo harán la ministra de justicia y el director general de la Policía. La cuestión es si alguno de vosotros no debería pronunciar también unas palabras. Se me ocurre que podrías hacerlo tú, Kurt, que eres el que más años de servicio lleva en esta comisaría.
Wallander se negó decidido.
—Yo no puedo pronunciar un discurso —aseveró—. Cuando me vea junto al féretro de Svedberg, no podré pronunciar ni una palabra.
—Pues tu discurso de despedida en honor de Björk fue muy bueno —apuntó Martinson—. Alguno de nosotros debe intervenir, y yo creo que tú eres el más indicado.
Wallander era consciente de que no saldría bien, pues no soportaba los funerales.
—Veréis, no es que no quiera —arguyó suplicante—. Puedo hasta escribir el discurso, si lo deseáis. Pero seré incapaz de leerlo.
—Si tú lo escribes, lo leeré yo —se ofreció Ann-Britt Höglund—. A mí me parece que no se debe obligar a nadie a pronunciar un discurso en un funeral. Uno puede emocionarse hasta tal punto que, simplemente, sea incapaz de pronunciar palabra. Yo me ofrezco a leerlo, si os parece bien.
Wallander tenia la certeza de que ni Hanson ni Martinson daban por buena aquella solución, pero ninguno de los dos opuso objeciones, con lo que quedó acordado que sería Ann-Britt quien hablase.
A fin de ahuyentar la idea del funeral, Wallander orientó enseguida la conversación al motivo principal de la reunión. Thurnberg permanecía inmóvil e inexpresivo. Su presencia incomodaba a Wallander, que creía percibir en el fiscal cierta actitud de desprecio, o quizá de aversión hacia él.
Comenzaron por hacer un balance general de la situación. Wallander relató su encuentro con Sundelius; no obstante, lo resumió de modo que pareció mucho menos prolongado de lo que fue en realidad, y no mencionó una palabra acerca de la transformación que se operó en el banquero jubilado al saber que Svedberg había mantenido durante diez arios una relación amorosa con una mujer desconocida.
Constantemente les llegaba información de los ciudadanos, pero nadie parecía capaz de identificar con certeza a la mujer de la fotografía, hecho que todos consideraban más que curioso. En efecto, alguien debería haberla reconocido, de modo que decidieron publicarla también en la prensa de Dinamarca y enviarla a la Interpol. Por lo demás, ninguno de los agentes tenia novedades que comunicar y, dos horas más tarde, llegó el momento de estudiar el informe de los forenses. Wallander propuso que se tomasen una pausa para despejarse antes de analizar los resultados de los facultativos. Thurnberg se levantó y abandonó la sala a toda prisa; no había pronunciado una palabra, Salieron todos, salvo Lisa Holgersson, que quedó rezagada.
—No parece muy satisfecho —comentó Wallander refiriéndose a Thurnberg.
—No, no creo que lo esté —repuso ella—. En mi opinión, deberías hablas con él. Piensa que la investigación se desarrolla con demasiada lentitud.
—Pues va todo lo aprisa que nos es posible —objetó Wallander.
—Entonces, tal vez necesitemos ayuda externa.
—Sí, por supuesto, también abordaremos ese asunto. Y quiero que sepas que no me opondré a tal propuesta.
Su respuesta pareció tranquilizarla. Wallander salió a buscar un café y reanudaron la reunión. Thurnberg ocupó su lugar; su rostro seguía impenetrable.
A partir del informe de los forenses, Wallander fue trazando en una pizarra las posibles cronologías de los hechos.
—Es decir, que Svedberg fue asesinado, como muy pronto, veinticuatro horas antes de que hallásemos su cadáver, y todo indica que la muerte se produjo por la mañana o, al menos, antes del mediodía. En cuanto a los tres jóvenes, parece que nuestras conclusiones preliminares se ven confirmadas por los resultados provisionales de los forenses. No obstante, ninguno de estos datos nos orientan sobre el móvil ni sobre el asesino. Pero si nos brindan una información decisiva para nosotros. —Wallander tomó asiento antes de proseguir—. Estos jóvenes organizaron su fiesta en secreto. Eligieron un lugar en el que contaban con que nadie los molestaría. Pese a todo, alguien conocía su plan, alguien que estaba extremadamente bien informado y que, además, tuvo tiempo de preparar a conciencia los asesinatos. Seguimos, como digo, sin conocer el móvil de esos crímenes, pero el asesino no se rindió hasta haber acabado también con la vida de la otra persona que debería haber participado en la fiesta, Isa Edengren. Además, sabia que la joven se había refugiado en Bärnsö y conocía la zona. Todo esto nos proporciona un punto de partida decisivo: el asesino estaba al corriente de los planes de la fiesta; así pues, contaba con una buena fuente de información.
Como nadie intervenía, Wallander prosiguió:
—La cuestión es, por tanto, dónde hallar a alguien con acceso a toda esa información. Por ahí debemos empezar. Y estoy convencido de que, tarde o temprano, daremos también con el nexo que da paso a Svedberg en este escenario.
—Él se encontraba ya en el escenario, puesto que comenzó a investigar pocos días después de la noche de San Juan —apuntó Hanson.
—Yo creo que podemos ir mis lejos —intervino Wallander—. De hecho, intuyo que Svedberg tenia sospechas concretas. La pregunta, cuya respuesta nunca llegaremos a conocer, es si Svedberg sabía ya quién había cometido los asesinatos, o quién iba a cometerlos.