—Podríamos hacerlo pasar como una cena de trabajo —sugirió Wallander.
—Eso no se lo tragarían jamás —aseguró Nyberg.
Wallander fue a echar mano de su cartera, pero no la halló. Entonces recordó: la había olvidado sobre la mesa de la cocina.
—Invito yo, ¿eh? Lo que ocurre es que me he olvidado la cartera en casa.
Nyberg sacó la suya del bolsillo interior de la chaqueta. Llevaba doscientas coronas y la cuenta ascendía casi al doble.
—A la vuelta de la esquina hay un cajero —lo informó Wallander.
—Yo no utilizo tarjetas —replicó Nyberg categórico.
La camarera les hizo una seña y se acercó a la mesa. Eran los últimos clientes. Nyberg le mostró su placa de agente de la policía, que la camarera observó con escepticismo.
—Aquí no fiamos a nadie —declaró.
—¡Pero si somas policías! —protesto Wallander—. Vera, resulta que he olvidado la cartera en casa.
—Aquí no fiamos a nadie —repitió le joven—. Si no pueden pagar, tengo que denunciarlos.
—¿Denunciarnos? ¿A quién?
—A la policía.
Wallander estuvo a punto de perder la paciencia, pero Nyberg lo calmó.
—¡Vaya! Esto se pone interesante.
—¿Van a pagar la cuenta o no? —insistió la camarera.
—Creo que lo mejor será que llames a la policía —la invitó Wallander en tono afable.
La camarera se dirigió al teléfono para llamar, no sin antes cerrar la puerta del restaurante con llave. Luego regresó a la mesa.
—La policía está en camino —aseguró—. Hasta que lleguen, no pueden marcharse.
Cinco minutos después, un coche patrulla aparcaba en la plaza y dos agentes entraban en el restaurante. Uno de ellos era Edmundsson, que clavó una mirada de incredulidad en Wallander y Nyberg.
—Mira, tenernos un problemilla —comenzó Wallander—. He olvidado la cartera en casa y Nyberg no tiene suficiente dinero en efectivo. La señorita sostiene que no puede fiarnos y la placa de Nyberg no la ha impresionado demasiado.
Al comprender la situación, Edmundsson estalló en una sonora carcajada.
—¿Cuánto es? —preguntó.
—Cuatrocientas coronas.
El colega sacó su cartera y pagó la cuenta.
—No es culpa mía —se excusó la camarera—. Tenemos órdenes tajantes del jefe de no fiar a nadie.
—¿Quién es el dueño del restaurante? —quiso saber Nyberg.
—Se llama Fredriksson. Alt Fredriksson.
—¿Es alto y de complexión robusta, y vive en Svarte? —continuó Nyberg.
La camarera asintió.
—¡Ah! Entonces ya sé quién es. Es un buen hombre, muy simpático. Salúdalo de parte de Nyberg y Wallander.
El coche patrulla ya se había marchado cuando salieron a la calle.
—Curioso mes de agosto… —comentó Nyberg—. Ya estamos a día 15 y aún hace calor.
Se separaron en la esquina de la calle Hamngatan.
—No sabemos si atacará de nuevo. Y eso es lo peor —concluyó Wallander.
—Por eso tenemos que atraparlo —lo animó Nyberg—. Y pronto.
Wallander se dirigió hacia su apartamento. Mientras caminaba, consideró hasta qué punto habla sido fructífera la conversación mantenida con Nyberg. Pese a todo, no se sentía satisfecho. Se negaba a admitirlo, pero la reacción de Thurnberg y su conversación con Lisa Holgersson lo habían dejado muy abatido. ¿No estaría siendo injusto con el fiscal? ¿Y si éste tenía razón? ¿Y si convenía que otra persona se hiciese cargo de la investigación?
Ya en casa, se preparó un café y se sentó a la mesa de la cocina. El termómetro que tenia en el marco exterior de la ventana indicaba que estaban a diecinueve grados. Wallander extendió sobre la mesa un bloc de notas y sacó un bolígrafo. Luego se puso a buscar unas gafas. Encontró unas debajo del sofá.
Con la taza en la mano, dio varias vueltas a la mesa de la cocina, a fin de prepararse mentalmente para el cometido que lo aguardaba. Nunca había hecho nada semejante: redactar un discurso en honor de un colega asesinado.
En aquel momento se arrepentía de haberse comprometido a ello. ¿Cómo describir lo que sintió cuando, una semana antes, descubrió a su compañero tendido en el suelo de su apartamento con el rostro destrozado?
Finalmente, se sentó dispuesto a intentarlo. Rebuscó en su memoria hasta recordar su primer encuentro con Svedberg, hacia más de veinte años. Ya entonces estaba calvo.
Cuando iba aproximadamente por la mitad del panegírico, lo rasgó v comenzó de nuevo.
Era más de la una de la madrugada cuando lo dio por terminado. En esta ocasión, las palabras plasmadas sobre el papel merecieron su aprobación.
Salió al balcón, al silencio de la ciudad. Seguía haciendo mucho calor. Recordó su cambio de impresiones con Nyberg. Ideas e imágenes vagaban por su mente. Allí estaba, de repente, Isa Edengren, acurrucada en la cueva que, aunque sí pudo protegerla de niña, no la preservó de mayor.
El inspector entró de nuevo, pero dejó abierta la puerta del balcón.
Aquella idea no le daba respiro.
La idea de que el hombre que andaba suelto allá en la oscuridad de la noche pudiese atacar de nuevo.
Había sido un día muy largo.
Infinidad de paquetes y de cartas certificadas, a los que había que añadir los giros postales desde el extranjero. De hecho, eran casi las dos de la noche cuando concluyó con todos los asientos que habían de introducirse en el registro que debía entregar al día siguiente.
En el pasado se habría irritado ante el hecho de que el trabajo se prolongase más de lo previsto. En cambio, ahora ya no le importaba. La gran transformación que se había operado en él implicaba, entre otros muchos cambios, el haberse vuelto invulnerable al tiempo. Había comprendido que lo que solía denominarse tiempo pasado no existía. Y que tampoco había futuro. Por lo tanto, no había un tiempo que pudiese perderse. Ni ganarse. Lo único que contaba era lo que él hacía.
Dejó a un lado la saca con el correo y el maletín de la caja. Después se dio una ducha y se cambió de ropa. No había comido nada desde primeras horas de la mañana, antes de salir en su coche hacia la terminal de Correos donde lo aguardaba la tarea de clasificar las cartas. Pero no tenía ni pizca de hambre.
Recordaba que también le ocurría desde niño: cuando se avecinaba algo emocionante, siempre perdía el apetito.
Entró en la habitación insonorizada y encendió todas las luces. Por la mañana, había hecho la cama cuidadosamente antes de abandonar el apartamento. Extendió, pues, las cartas sobre la colcha azul oscuro y se sentó como un escriba en el centro de la cama. Ya había leído cartas con anterioridad. Ése había sido el primer paso: elegir cartas interesantes; abrirlas con sumo cuidado, para evitar que se dañase el sobre; después, copiarlas y, finalmente, leerlas. Ignoraba cuántas cartas había abierto, copiado y leído durante aquel año, pero debían de haber sido más de doscientas. La mayoría eran insignificantes, hueras, aburridas…, hasta que abrió la primera carta de Lena Norman a Martin Boge.
En este punto, interrumpió el hilo de sus pensamientos. Aquello era agua pasada. Ya no tenía por qué dedicarle más tiempo. La última fase había sido muy enojosa, agotadora. En primer lugar, el largo viaje en coche hasta Östergötland. Después, merodear con la linterna hasta dar con una embarcación con la que hacerse a la mar y arribar a la pequeña isla situada en medio de la bahía.
Sí, muy complicado. Y él detestaba las complicaciones. Las complicaciones significaban resistencia, algo que él deseaba evitar a toda costa.
Contempló, pues, las cartas esparcidas a su alrededor.
La idea de elegir a una pareja que tenía intenciones de casarse no se le había ocurrido hasta el mes de mayo. Y fue por pura casualidad, como tantas veces sucede en la vida. Durante aquellos años que pertenecían ya al pasado, durante su vida como ingeniero, no hubo nunca lugar para la casualidad; ésta tenía la entrada prohibida a su existencia. Ahora las cosas habían cambiado y, así, el juego de las casualidades se presentaba en la vida de las personas como un perpetuo fluir de ofertas inesperadas, de modo que le era posible escoger lo que quería o dejarlo pasar.
La pequeña nota adherida al buzón, en la que se le comunicaba que alguien quería ponerse en contacto con él, no había despertado en él el menor interés. Sin embargo, cuando llamó a la puerta indicada en el papel y entró en la cocina de aquella casa, descubrió los más de cien sobres que allí había y que contenían las correspondientes invitaciones a la boda. Quien le había abierto la puerta era, precisamente, la futura novia. Ya no recordaba su nombre, pero sí aquella felicidad que ella irradiaba y que lo había puesto fuera de sí. Metió las cartas en su saca y las llevó a Correos. De no haberse hallado tan inmerso en los complejos preparativos de su participación en aquella fiesta de San Juan, tal vez se hubiese entregado a los de la boda que anunciaban las invitaciones.
Sin embargo, las casualidades no cesaban de brindarle nuevas tentaciones. De hecho, aquellas seis cartas que tenía sobre la cama contenían otras tantas invitaciones de boda. Él las había leído y conocía bien a los jóvenes que pretendían contraer matrimonio. Sabía perfectamente dónde vivían, cómo eran y dónde tenían pensado casarse. Las invitaciones, que contenían sólo unas líneas redactadas en términos muy formales, no le servían más que para ayudarle a recordar a cada una de las parejas.
Y ahora había llegado el momento más importante.
El de determinar cuál de aquellas parejas era la más feliz.
Así pues, se detuvo en cada uno de los seis sobres, asociando los nombres a los rostros y recordando otras cartas que se habían escrito el uno al otro o que habían enviado a sus amigos. Imbuido de una profunda sensación de bienestar, retrasó su decisión cuanto pudo.
Él era el dueño y señor. En aquella habitación insonorizada había logrado eludir todo cuanto lo había torturado en la vida. La sensación de ser un marginado. Un incomprendido. Allí dentro, era capaz incluso de rememorar la gran catástrofe: el momento de su exclusión, cuando le dijeron que no lo necesitaban.
Pero ya nada resultaba difícil. O casi nada. En efecto, aún recordaba con dolor cómo, durante más de dos años, se rebajó y respondió a un sinnúmero de ofertas de trabajo, envió a todas partes su currículum, acudió a infinidad de entrevistas.
Aquello sucedió antes de que él se liberase de todo eso de un plumazo. Antes de que dejase atrás lo que había sido para convertirse en otro.
En realidad, era consciente de que había tenido suerte. En la actualidad, nunca lo habrían contratado como cartero sustituto: Correos atravesaba una situación de estancamiento económico. De hecho, los despidos se producían a diario. Él lo había notado cuando hacía el reparto y recorría las rutas de los carteros rurales a los que sustituía. La gente esperaba en sus casas a que les llegara una carta. Cada día eran más los que aguardaban fuera. Y ninguno de ellos había aprendido que era posible escabullirse. Escapar
.
Finalmente, se decidió por los que se casarían el sábado 17 de agosto, los que vivían a las afueras de Köpingebro. Eran muchos los invitados. Tantos que era incapaz de recordar cuántas tarjetas le habían encomendado para enviar. Pero allí estaban los dos cuando él atravesó la puerta. Su felicidad era ilimitada. En aquella ocasión, le costó bastante controlarse. Podría haberlos matado allí mismo. Pero, como de costumbre, logró contenerse, y hasta les dio la enhorabuena. Nadie habría podido sospechar lo que en esos precisos instantes pasaba por su mente.
Aquél era el talento más importante para un ser humano. El arte de saber controlarse.
Aquél iba a ser un día memorable, al igual que lo había sido la noche de San Juan.
Nadie comprendía nada. Nadie imaginaba nada. Por enésima vez, había demostrado la importancia de saber escabullirse.
Dejó las cartas a un lado y se tumbó en la cama pensando en todas las cartas que la gente estaría escribiendo en aquellos momentos y que llegarían a sus manos cuando vaciase los buzones de correos. Cartas que él podría elegir, abrir y leer después.
El torrente de las casualidades seguiría fluyendo hacia él.
Lo único que tenía que hacer era dejar que todo llegara hasta él. Wallander empezó a indagar en serio en la vida de Svedberg el viernes por la mañana. Llegó a la comisaría poco después de las siete y se puso manos a la obra, no sin experimentar una intensa sensación de repulsa. En realidad, ignoraba adónde lo llevaría su búsqueda. Pero no debía dejar de buscar. En algún episodio de la vida de Svedberg habría un dato que le ayudaría a solucionar ese enigma que culminó en el asesinato del colega; así pues, la tarea consistía en buscar algo vivo en una persona que ya estaba muerta.
Sin embargo, antes de emprender el penoso y desagradable cometido de transitar por la vida del difunto compañero, dio unos toquecitos en la puerta de Ann-Britt Höglund, que, pese a ser tan temprano, se encontraba ya en su puesto. Le entregó el texto que había escrito la noche anterior y le pidió que le diese su opinión cuando lo hubiese leído tranquilamente, dado que iba a ser ella quien lo leyera llegado el momento. Ya fuera de su despacho, pensó que tal vez debió haber hablado con la agente acerca de Thurnberg; no obstante, se dijo que algún otro colega se lo contaría: en aquella comisaría, las habladurías campaban por sus respetos.
Su primer paso para acceder a la vida de Svedberg fue llamar a Ylva Brink. La mujer acababa de llegar a su casa después de su guardia nocturna y él le preguntó amablemente si estaba a punto de irse a dormir, porque, en tal caso, la llamaría más tarde. No obstante, ella lo retuvo al teléfono, pues, según le reveló, últimamente le costaba conciliar el sueño. En efecto, las imágenes de lo sucedido a Svedberg la asaltaban de forma especialmente descarnada mientras dormía. Añadió que confiaba en que su temor y su desasosiego se mitigasen un poco cuando su marido regresase a casa la semana siguiente, aunque le había sido imposible arreglárselas para acudir al funeral de Svedberg.
—Supongo que dormiré mejor cuando él esté aquí —aseguró—. La verdad, todo lo que ha ocurrido me ha dejado aterrorizada.
Wallander le respondió que lo comprendía, y después le pidió que le hablase de la vida de Svedberg, de sus padres y su infancia. En realidad, le habría gustado hablar con ella en persona en lugar de por teléfono, y consideró incluso la posibilidad de proponerle que un coche policial la recogiese en su casa para llevarla a la comisaría. Se contentó, no obstante, con la conversación telefónica, durante la cual tomó notas sin descanso, y fue llenando una página tras otra del bloc escolar con su letra indescifrable. A lo largo de la charla, que se prolongó durante casi una hora, se vio interrumpido por dos apariciones de Martinson y una tercera de Nyberg. Wallander escuchaba atentamente su relato, pero prestó suma atención cuando ella empezó a hablarle de los últimos veinte años de la vida de Svedberg. La hacía detenerse tan sólo cuando le daba la impresión de que iba demasiado aprisa, o si deseaba comprobar que había anotado algún nombre correctamente. Durante aquella entrevista telefónica, Wallander comprendió que Ylva Brink, tras la muerte de su primo, sin duda había repasado mentalmente la vida de éste, y había rememorado los recuerdos, quizás en busca de alguno que le explicase lo ocurrido. Una vez concluida la conversación, Wallander notó que tenía la mejilla sudorosa. Fue a los servicios y se lavó la cara antes de leer rápidamente lo que había ido apuntando y de anotar los nombres de las personas a las que debía visitar. El más interesante, desde su punto de vista, era un hombre llamado Jan Söderblom. Según Ylva Brink, Svedberg y él habían sido muy buenos amigos durante el periodo en el que su primo había prestado el servicio militar, antes de convertirse en policía; la relación se vio interrumpida cuando Söderblom contrajo matrimonio y se trasladó a otra ciudad, aunque Ylva no podía asegurar si era a Malmö o a Landskrona. A Wallander le llamó la atención, además, el hecho de que Söderblom, al igual que Svedberg, hubiese ingresado en el Cuerpo de Policía. El inspector estaba a punto de llamar a la comisaría de Malmö cuando Nyberg apareció en la puerta de su despacho. Por la expresión de su rostro, enseguida dedujo que había novedades.