Pisando los talones (39 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—¿Cómo sabias que estaba aquí?

Su voz sonaba ronca v tensa.

—No lo supe…, hasta que me lo dijiste tú.

—¡Pero si yo no te he dicho nada! Y es imposible que me hayas visto.

—Los policías tenemos la mala costumbre de fijarnos en los detalles; por ejemplo, en si alguien toma una bolsa y, por error, no la deja donde estaba.

Isa le clavó una mirada interrogante, como si hubiese dicho algo del todo incomprensible. Él observó que la muchacha iba descalza.

—Tengo hambre —dijo ella.

—Yo también.

—Hay comida en la casa —explicó la joven al tiempo que echaba a andar—. ¿Por qué has venido hasta aquí?

—Puesto que desapareciste del hospital, no nos quedó otro remedio que salir en tu busca.

—¿Por qué?

—Dado que estás al tanto de lo ocurrido, no creo que necesite contestarte a esa pregunta.

Isa siguió andando en silencio. Wallander la miró de reojo. Estaba muy pálida y tenía el rostro consumido, como el de un anciano.

—¿Cómo llegaste hasta la isla? —quiso saber Wallander.

—Llamé a Lage, de la isla de Wettersö, porque pensé que existía el riesgo de que vosotros intentaseis averiguar si estaba aquí.

—Y no querías que nos enterásemos, ¿no es así?

Ella no respondió. Ya ante la puerta, abrió con la llave, que llevaba en la mano. Fue descorriendo las cortinas, brusca y descuidadamente, como si en realidad pretendiese destrozar cuanto había a su alrededor.

Wallander la siguió a la cocina. Isa abrió una puerta que daba a la fachada posterior de la casa y conectó el horno a un tubo de gasóleo. Wallander ya se había dado cuenta de que no había suministro eléctrico en la casa. La joven se dio la vuelta y lo miró.

—Cocinar es una de las pocas cosas que sé hacer. —Señalo un congelador de gran tamaño y un frigorífico, que también funcionaban con gas—. Hay, comida de sobra —explicó con tono de profundo desprecio—. Así lo quieren mis padres. Le pagan a un hombre para que reponga las bombonas de gas. Y es que aquí tiene que haber comida, por si, de repente, decidiesen venir a pasar unos días. Cosa que no sucede nunca.

—Da la impresión de que tus padres son gente muy adinerada. ¿De verdad que se puede ganar tanto dinero con la actividad agrícola y el alquiler de maquinaria pesada?

Al responder, pareció escupir sus palabras:

—Mi madre es una imbécil. Es tonta y muy limitada. Pero ella no puede evitarlo. Mi padre, en cambio, no es ningún idiota, y si es bastante cruel.

—Adelante, te escucho.

—Ahora no. Cuando este lista la comida.

Wallander comprendió que ella prefería quedarse sola en la cocina, así que salió y se fue a la entrada principal de la casa para llamar por el móvil a Ystad. Logró ponerse en contacto con Ann-Britt Höglund, a la que localizó en su móvil.

—Yo tenia razón —afirmó—. Isa Edengren estaba aquí, tal como nos lo figuramos.

—Tal como te lo figuraste tú —corrigió Ann-Britt—. Si te soy sincera, los demás no estábamos muy seguros de ello.

—En fin, también yo he de poder acertar alguna vez. Supongo que regresaremos a Ystad esta tarde, o quizá por la noche.

—¿Has hablado con ella?

—Aún no.

Ella le comentó que habían recibido algunas llamadas de personas que aseguraban haber reconocido a la mujer supuestamente llamada Louise, y que estaban investigando y comprobando los datos. Antes de despedirse, Ann-Britt le prometió que lo llamaría si había novedades.

Wallander regresó al interior de la casa y permaneció un buen rato admirando un modelo muy bonito de un viejo barco velero. De la cocina empezaba a llegarle un delicioso aroma a comida. Tenía mucha hambre, pues no había probado bocado desde que se detuvo por la carretera. Mientras contemplaba el velero, repasó las preguntas que le haría a Isa. ¿Cuál era la información que necesitaba?

Siempre volvía al punto de partida.

Tenía que averiguar lo que, probablemente, ni ella misma era consciente de saber.

Isa había puesto la mesa en una terraza acristalada. Le preguntó qué quería beber y respondió que tomaría agua. Ella, por su parte, se sirvió vino; Wallander se preguntó si a la chica se le subiría a la cabeza, con lo que la ansiada conversación no serviría para nada. Sin embargo, durante toda la corrida, de la que dieron cuenta en silencio, no tomó más que una copa. Concluida la cena, ella fue a preparar el café. Cuando Wallander empezó a quitar la mesa, la joven se lo prohibió con un gesto de la cabeza. En un rincón de la terraza había un pequeño tresillo. Por los cristales se divisaba incluso el muelle. Un velero solitario se deslizaba lentamente, la vela arriada, sobre el mar.

—Esto es muy hermoso —observó Wallander—. No conocía esta región de Suecia.

—Hace casi treinta años que compraron esta casa —explicó Isa—. Siempre dicen que yo fui engendrada aquí. Nací en febrero, así que puede que sea verdad. Se la compraron a una pareja de ancianos que habían vivido aquí toda su vida. No tengo ni idea de corno se enteró mi padre de su existencia. El caso es que, un buen día, se presento aquí con una maleta llena de billetes de cien coronas. Sin duda, lo del maletín lleno de billetes impresionaba, pero tal vez no fuera mucho dinero. Como es natural, ninguno de los ancianos había visto tantos billetes juntos en su vida. En un par de meses, mi padre los había convencido. Luego firmaron el contrato de compraventa, pero la cantidad tenia que mantenerse en secreto. En fin, que mi padre compró este lugar por una miseria.

—¿Quieres decir que los engañó?

—Quiero decir que mi padre ha sido siempre un sinvergüenza.

—Bueno, si actuó conforme a la ley, no hay por qué considerarlo un sinvergüenza. Quizá sólo se comportó como un ambicioso hombre de negocios.

—Si. Mi padre ha hecho negocios por todo el mundo. Hasta se ha dedicado al tráfico de diamantes y de marfil en África. En realidad, nadie sabe qué se traía entre manos. Todavía hoy, de vez en cuando lo visitan ciudadanos rusos en Skårby. Y nadie podrá convencerme nunca de que sus trapicheos son legales.

—Que yo sepa, nunca ha tenido problemas con nosotros —explicó Wallander.

—Es que es muy hábil —objetó ella—. Y tenaz. Se le puede acusar de muchas cosas, pero no de indolente. Las personas crueles nunca descansan.

Wallander dejó la taza de café sobre la mesa.

—En fin, dejemos ahora a tu padre y hablemos de ti. Ésa es la razón por la que he venido. Ha sido un viaje muy largo. Y hemos de regresar esta misma noche.

—¿Qué te hace pensar que voy a irme contigo?

Wallander estuvo observándola un buen rato antes de contestar.

—Es muy sencillo. Tres de tus mejores amigos han sido asesinados —comenzó—. Y se supone que tú, si no hubieses caído enferma, habrías estado con ellos cuando esto sucedió. Tanto tú como yo sabemos lo que eso significa.

La joven se acurrucó en la silla y Wallander vio cómo la invadía el miedo.

—Dado que desconocemos el móvil del crimen, hemos de proceder con la máxima cautela —prosiguió.

Por fin, Isa pareció comprender el alcance de sus palabras.

—¿Quieres decir que estoy en peligro?

—Desde luego. No podernos descartar esa posibilidad. Como te digo, ignoramos el móvil, con lo que hemos de contemplar todas las alternativas.

—Pero ¿por qué habrían de querer matarme a mí?

—¿Por qué trataron a tus amigos, a Martin, Len, y Astrid?

Ella meneó la cabeza.

—No me lo explico, la verdad.

Wallander desplazó su silla para acercarse más a ella.

—Lo sé. Pese a todo, eres la única que puede ayudarnos. Tenemos que atrapar al responsable, pero para ello necesitamos saber por qué lo hizo. Sólo nos quedas tú, y tendrás que prestarnos tu ayuda.

—¡Pero es que a mí me resulta incomprensible!

—Reflexiona —la exhortó Wallander—. Vuelve sobre los acontecimientos. ¿Quién podía querer mataros a vosotros, como grupo? ¿Qué es lo que os unía, concretamente? ¿Por qué a vosotros? En algún lugar se halla la respuesta. Ha de haber una respuesta. —Después, de forma repentina, al ver que la muchacha empezaba a prestarle atención, decidió llevar la conversación por otros derroteros—. Debes contestar a mis preguntas —la apremió—. Y cuando me contestes, tienes que decirme la verdad. Si me mientes, lo notaré enseguida. Y te aseguro que no me gustará.

—¿Y por qué iba a mentir?

—Cuando te encontré, estabas a punto de morir —aseveró el inspector—. Dime, ¿por qué intentaste quitarte la vida? ¿Acaso sabías ya lo que les había ocurrido a tus amigos?

Isa lo miró perpleja.

—¿Cómo iba a saberlo? Yo estaba, igual que todo el mundo, preguntándome dónde estarían.

Wallander comprendió que la muchacha decía la verdad.

—¿Por qué intentaste suicidarte?

—Ya no quería seguir viviendo. ¿Puede haber alguna otra razón? Mis padres han arruinado mi vida, al igual que hicieron con la de Jörgen. Ya no quería vivir, eso es todo.

Wallander aguardó, con la esperanza de que continuase; pero ella no dijo una palabra más sobre el asunto. Entonces él volvió a centrarse en lo que había ocurrido en el parque. Durante casi tres horas, la guió en un ir y venir por el camino del pasado, obligándola a mirar debajo de cada piedra, de cada guijarro, por pequeño que fuese. Removió todos sus recuerdos y, en ocasiones, la hacia volver una y otra vez a alguna imagen remota. Aquella línea del pasado por la que la obligaba a transitar era infinita, y él la hacía remontarse muy atrás en el tiempo, casi sin límites. ¿Cuándo conoció a Lena Norman? ¿En qué año, en qué mes, qué día? ¿Cómo se conocieron? ¿Cómo se hicieron amigas? ¿Cómo entabló amistad con Martin Boge? Cuando Isa le contestaba que no se acordaba o titubeaba al responder, él se detenía y empezaba de nuevo. La inseguridad y la mala memoria no eran barreras insalvables. Había que tener paciencia. Sin cesar, la animaba a que se esforzase por recordar si había habido otra persona en su entorno, alguien que les pasara inadvertido a todos. «Una sombra en un rincón», le decía, «alguien en quien no caes ahora». Le preguntó por cualquier acontecimiento inesperado que le hubiese sobrevenido a ella y a sus amigos. De forma paulatina, Isa empezó a comprender la estrategia del inspector para despertar recuerdos dormidos del pasado, y poco a poco entró en el juego.

A eso de las cinco, decidieron que pasarían la noche en Bärnsö. Wallander llamó a Westin para avisarle y éste le prometió que iría a buscarlos al día siguiente, en cuanto el inspector se lo pidiese, pero no le preguntó por Isa. Sin embargo, Wallander había tenido la sensación, en todo momento, de que Westin ya sabía que la joven estaba en la isla. Después, el policía y ella salieron a dar un paseo, sin dejar de hablar. De vez en cuando, Isa se detenía para indicarle los lugares donde solía jugar de niña. Llegaron hasta los últimos acantilados de la zona norte. En cierto momento, y para sorpresa del inspector, la chica le señaló una profunda grieta entre las rocas al tiempo que le aseguraba que allí había sido donde había perdido la virginidad. No obstante, no le reveló con quién.

Cuando regresaron, ya hacia el atardecer, ella encendió quinqués por toda la casa. Wallander llamó a Ystad y pudo hablar con Martinson, que lo puso al corriente de lo poco que había avanzado la investigación. Lo informó, además, de que aún no habían identificado a Louise. El inspector le comunicó sus planes de pernoctar en la isla y regresar a Ystad al día siguiente, junto con la muchacha.

Concluida la conversación telefónica, Isa y Wallander prosiguieron la suya.

A veces hacían una pausa para tomarse un té y unos bocadillos o, simplemente, para descansar. En una de esas ocasiones, Wallander salió a la oscuridad para orinar. Se oía el silbo del viento entre las copas de los árboles. Reinaba una calma absoluta. Al poco, reanudaron la charla. De un modo gradual, él había empezado a comprender los juegos a los que se entregaba el grupo: por qué interpretaban diversos papeles, y cómo se disfrazaban, cómo organizaban sus fiestas Y avanzaban o retrocedían en sus viajes a través de distintas épocas. Y cuando, en el curso de ese viaje que ellos dos habían emprendido juntos, empezaron a aproximarse a aquella fiesta que habría de ser la última de los tres amigos, Wallander comenzó a aminorar el ritmo de sus preguntas, a avanzar con una lentitud infinita. ¿Quién podía haberse enterado de sus planes? ¿Nadie? Aquella respuesta era inaceptable. Alguien tenia que conocerlos.

—Empecemos de nuevo, desde el principio. ¿Cuándo tomasteis la decisión de organizar una fiesta con la época de Bellman como trasfondo histórico?…

A la una y media de la noche abandonaron el interrogatorio. A aquellas alturas, el agotamiento de Wallander era tal que empezaba a sentir mareos. La joven no le había proporcionado aún la pista que él esperaba. Pero continuarían al día siguiente. Disponían de mucho tiempo: los aguardaba un largo viaje hasta Ystad. Y Wallander no tenia la menor intención de rendirse.

Isa le indicó uno de los dormitorios de la planta superior y le dijo que ella dormiría en la planta baja. Le dio las buenas noches y le dejó un quinqué. Él hizo su cama y dejó una ventana entreabierta.

La oscuridad reinaba allí fuera.

Se echó en la cama y apagó el quinqué. Alcanzó a oír cómo la muchacha trasteaba en la cocina y luego una puerta al cerrarse. Después, el silencio.

Wallander cayó enseguida vencido por el sueño.

Ninguno de los dos había reparado en que, ya entrada la noche, una embarcación con las luces apagadas surcaba la bahía de Vikfjärden. Avanzaba sin motor, de modo que tampoco la oyeron adentrarse, deslizándose silenciosa, en el puerto natural de la orilla oeste de Bärnsö.

19

Linda dio un grito.

La joven se encontraba en algún lugar cerca de él. El grito penetró en lo más profundo de sus sueños. Cuando abrió los ojos en la oscuridad, no supo dónde estaba. Le llegó el olor a petróleo procedente del quinqué, y comprendió que no era Linda quien había proferido aquel grito. Notó que el corazón le latía con fuerza. El silencio era absoluto, salvo por el murmullo de la brisa entre las copas de los árboles, que se filtraba en la habitación por la ventana entreabierta. Aplicó el oído. Ya no se oía nada. ¿Acaso había sido un sueño? Se sentó con cautela en el borde de la cama y se puso a buscar las cerillas que había dejado junto al candil. Seguía sin oírse el menor ruido. Encendió el candil y se vistió a toda prisa. Cuando oyó el golpeteo, estaba sentado con un zapato en la mano. Al principio pensó que el ruido procedía del exterior, quizá de algo que batía contra la fachada, una cuerda contra el canalón o algo similar. Pero pronto comprendió su error: el ruido procedía del piso de abajo. Se levantó, aún con el zapato en la mano, y se encaminó hasta la puerta. Al abrirla ligeramente y con gran sigilo, pudo oír los golpes con más claridad. Venían de la cocina, y al punto comprendió que se trataba de la puerta trasera de la casa, que, abierta, batía sin cesar debido al viento. El temor volvió a hacer presa en él. En efecto, no habían sido figuraciones suyas, y tampoco había sido un sueño. El grito había sido real.

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