—¿Por qué crees que tardó tanto en acabar con la vida de Isa Edengren? —inquirió Martinson—. Dispuso de más de un mes desde los otros asesinatos.
—No lo sabemos —admitió Wallander—. Desde luego, no puede negarse que la tenia a tiro.
—Hay otro aspecto que me llama la atención —señaló Martinson—. ¿Por qué motivo ha desenterrado los cadáveres? ¿Acaso quiere que lo atrapemos?
—A mí no se me ocurre ninguna otra explicación —admitió Wallander—. Y eso nos lleva, a su vez, a considerar la naturaleza de los motivos que guían a este asesino y de la relación que esta persona podía tener con Svedberg.
Wallander paseó la mirada por los rostros de los asistentes.
«Svedberg sabia por qué no regresaban los jóvenes», se dijo. «Al igual que sabia quién era el asesino. O, al menos, tenia fundadas sospechas aceita ale su identidad.
»Por eso él también murió asesinado.
»Simplemente, no puede haber otra explicación.
»Lo cual nos conduce a la más importante de todas las cuestiones.
»¿Por qué no quiso revelarnos quién era el objeto de sus sospechas?».
Poco después de las dos de la tarde, en plena reunión, Wallander le formuló a Martinson una pregunta acerca de una de las llamadas telefónicas recibidas en la comisaría. Se trataba de la información proporcionada por el propietario de un quiosco situado en Sölvesborg que, la víspera de San Juan, por la tarde, se había detenido un rato en el parque natural de Hagestad. En efecto, iba camino de una fiesta que se celebraba en Falsterbo y comprendió que llegaría demasiado pronto si no hacía una pausa. El hombre creía recordar haber visto dos coches aparcados a la entrada del parque. Wallander, no obstante, no acababa de comprender qué era, con exactitud, lo que le había llamado la atención a aquel hombre.
Acababa de formular su pregunta a Martinson, cuando se desmayó.
Sucedió, claro está, de forma totalmente inesperada. Estaba apuntando a Martinson con un lápiz cuando, de repente, se desplomó sobre la silla con la barbilla clavada en el pecho. Durante un instante, nadie supo qué sucedía. Luego reaccionó Lisa Holgersson, en primer lugar, después Ann-Britt Höglund y enseguida el resto de los colegas. Hanson confesó más tarde haber creído que Wallander había sufrido un paro cardíaco y que había muerto. No obstante, nadie más se pronunció acerca de lo que creyeron o temieron al ver así a Wallander. Tendieron al inspector en el suelo, le aflojaron la camisa y le tomaron el pulso mientras alguien llamaba por teléfono a una ambulancia que, sin embargo, llegó cuando Wallander ya había vuelto en si. Mientras sus compañeros le ayudaban a incorporarse, empezó a sospechar que su nivel de glucosa había descendido hasta el punto de hacerlo perder el sentido. Le ofrecieron agua, se tomó unos terrones de azúcar que había en un azucarero y se recuperó rápidamente. La preocupación se dibujaba en el rostro de todos los presentes, que pensaban que debía ir al hospital a que lo viese un médico o, al menos, marcharse a casa a descansar. Pero Wallander se opuso tanto a lo uno como a lo otro, justificó su estado de debilidad aduciendo falta de sueño y volvió a tomar las riendas de la reunión con tal energía que obligó a los demás a doblegarse.
El único que no mostró ni preocupación ni temor fue Thurnberg, que apenas reaccionó. Cierto que se había levantado de la silla cuando tumbaron a Wallander en el suelo, pero sin llegar a dar un paso. Tampoco recordaba nadie que la expresión de hermetismo hubiese abandonado su semblante.
Durante la siguiente pausa, Wallander fue a su despacho para llamar y poner al corriente de su desvanecimiento al doctor Göransson, que no pareció sorprenderse lo más mínimo al oírlo.
—Tus niveles de glucemia oscilarán de aquí en adelante, hasta que logremos que se estabilicen —explicó—. Pero si vuelves a marearte, quizá tengamos que retirarte la medicación. En cualquier caso, procura tener a mano una manzana la próxima vez que empieces a sentirte mal.
A partir de aquel día, Wallander siempre llevaba unos cuantos terrones de azúcar en el bolsillo, lo que lo hacia sentirse corno si fuera a toparse con un caballo en cualquier momento. Sin embargo, seguía sin hablarle a nadie de su diabetes, que continuó manteniendo en secreto.
La reunión se prolongó hasta las cinco de la tarde, lo que les permitió realizar el más completo análisis del estado de la investigación hasta el momento. Wallander tenía la firme sensación de que el grupo había recibido una nueva dosis de energía. Por otro lado, habían tornado la determinación de solicitar colaboración de Malmö, aunque Wallander sabía que el grupo que tenía a su alrededor seguiría dirigiendo las operaciones.
Cuando acabó la reunión, Thurnberg no se movió de su asiento, y Wallander comprendió que el fiscal deseaba mantener una conversación con él. El inspector pensó con añoranza en Per Keson, que se encontraba en algún lugar incierto, bajo el sol de África. Tomo asiento al otro extremo de la mesa, en la silla que solía ocupar Ann-Britt Höglund.
—He estado esperando durante bastante tiempo a que se me pusiera al corriente de la situación —le recriminó Thurnberg, con voz clara y como a punto de estallar.
—Sí, claro, y así tendría que haber sido —se excusó Wallander tratando de mostrarse amable—. Pero el curso de la investigación ha sufrido un cambio radical en los últimos días.
Thurnberg pasó por alto el comentario de Wallander.
—En lo sucesivo, doy por sentado que se me mantendrá constantemente informado —prosiguió—. El fiscal general da muestras del más vivo e inmediato interés cuando un agente de la policía resulta muerto en acto de servicio.
Wallander, que no halló motivo alguno para intervenir, aguardó la continuación.
—La investigación, tal y como se ha llevado a cabo hasta el momento, no puede considerarse ni eficaz ni tan exhaustiva coma sería justo exigir —se quejó, al tiempo que señalaba una larga lista de puntos que había ido anotando en un cuaderno.
Wallander se sentía como un escolar con malas calificaciones.
—Por supuesto, si las criticas resultan justificadas, tomaremos nota de ello y procuraremos rectificar.
Se esforzaba por mostrar una amabilidad sin fisuras, a sabiendas de que no seria capaz de contener la ira por mucho tiempo. ¿Qué se habría creído aquel fiscal sustituto procedente de Örebro? ¿Cuántos años tendría, treinta y tres? Sí, no podía tener muchos más.
—Mañana mismo se os presentará una lista con mis objeciones al trabajo de investigación —afirmó Thurnberg—. Espero que me hagas llegar tus comentarios por escrito.
Wallander le dedicó una mirada inquisitiva.
—¿Quieres decir que tú y yo vamos a andar carteándonos mientras un asesino que ha cometido cinco crímenes brutales anda suelto por ahí?
—Lo que quiero decir es que la investigación no se ha llevado hasta ahora como cabría esperar.
Wallander dio un puñetazo en la mesa y se levantó con tal violencia que derribó la silla sobre la que estaba sentado.
—¡No existe el procedimiento de investigación perfecto! —rugió—. ¡Y nadie va a venir a decirme a mí que mis colegas y yo no hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos!
Thurnberg, hasta entonces inexpresivo, se puso lívido.
—Envíame la dichosa nota —lo retó Wallander—. Si tienes razón, actuaremos según tus observaciones. Pero no esperes ninguna respuesta escrita por mi parte —y, dicho esto, abandonó la sala con un portazo.
Ann-Britt Höglund, que estaba a punto de entrar en su despacho, se volvió al oír el golpe.
—Pero ¿qué ha ocurrido?
—¡Ese jodido fiscal, que no para de quejarse! —exclamó Wallander.
—¿Y de qué se queja?
—Dice que no somos eficaces y que no estamos actuando en todos los frentes. Pero ¿de qué otro modo íbamos a trabajar, sino como lo hemos venido haciendo hasta el momento?
—Lo único que pretende es dejar claro quién manda aquí, creo yo.
—En ese caso, ha ido a dar con la persona equivocada.
Wallander entró en el despacho de su colega y se dejó caer Pesadamente en la silla.
—¿Qué te pasó antes ahí dentro, cuando te desmayaste?
—Que últimamente no duermo bien —repuso evasivo—. Pero estoy perfectamente.
Wallander experimentó lo mismo que cuando, en aquellos días que pasó en Gotland con Linda, ésta le preguntó por su agotamiento: la agente tampoco lo creyó.
En ese momento, Martinson asomó por la puerta.
—¿Interrumpo? —preguntó.
—No, vienes en el momento oportuno —aseguró Wallander—. Deberíamos tener una charla. ¿Dónde está Hanson?
—Ocupado con el asunto de los coches. En algún sitio tienen que estar.
—¡Lástima! En fin, ya os encargaréis vosotros de ponerlo al corriente.
Con un gesto, le indicó a Martinson que cerrara la puerta y procedió a revelarles sus impresiones tras la conversación con Sundelius y su sospecha sobre la homosexualidad de Svedberg.
—Por supuesto, no es una circunstancia importante en sí —precisó—. Los agentes de policía son libres de elegir su inclinación sexual, pero prefiero que el asunto quede entre nosotros, para evitar rumores. Por otro lado, puesto que Svedberg nunca mencionó sus preferencias en cuestión de sexo, cualesquiera que éstas fuesen, no me parece correcto que nosotros las hagamos públicas precisamente ahora que está muerto.
—Claro, pero esto complica la cuestión de la mujer —apuntó Martinson.
—Bueno, quizá nuestro colega fuese un hombre de gustos variados… Ahora hemos de centrarnos en la información que pueda tener Sundelius. De hecho, yo salí de su casa con la firme sensación de que me ocultaba algo, lo que significa que debemos seguir insistiendo, profundizando tanto en la vida de Sundelius como en la de Svedberg. Quién sabe si no descubriremos más secretos. El mismo proceder hemos de seguir en la investigación de los jóvenes, hasta averiguar el nexo entre ellos y Svedberg. Y, también, hasta dar con esa persona que, por ahora, no es más que una sombra, pero no por ello menos real.
—Creo que Svedberg fue objeto de una denuncia presentada ante la comisión de justicia hace ya unos años —señaló Martinson—, pero no recuerdo el motivo.
—Pues hemos de investigarlo —afirmó Wallander—. Al igual que todo lo demás. He pensado que debemos repartirnos las tareas. Yo me encargaré de Svedberg y de Sundelius. Además, tengo que volver a entrevistarme con Sture Björklund, dado que es el único que conocía la existencia de esa mujer.
—Es muy extraño que nadie más la haya visto —contestó Ann-Britt Höglund.
—Cierto, y no sólo es muy extraño, sino que es imposible —precisó Wallander—. Así que debemos preguntarnos a qué se debe.
—¿No creéis que hemos dejado de lado al catedrático de sociología un poco a la ligera? Al fin y al cabo, fue en su casa donde hallamos el telescopio de Svedberg —recordó Martinson.
—Mientras no tengamos un sospechoso concreto, hemos de atribuir el mismo valor a todos los indicios —replicó Wallander—. Es una antigua máxima, repetida hasta la saciedad, pero no por ello menos justificada. —Se puso de pie—. Procurad hablar con Hanson de todo esto —les pidió antes de abandonar el despacho.
Eran ya más de las seis y media y, desde aquella mañana, no había comido más que unos panecillos. Sin embargo, lo horrorizó la idea de llegar a casa y ponerse a cocinar, por lo que encaminó sus pasos hacia el restaurante chino próximo a la plaza Stortorget. Mientras aguardaba que le sirviesen la comida, se bebió una cerveza, y luego otra, para acompañar la cena, que tomó, como de costumbre, demasiado deprisa. Estuvo a punto de pedir un postre, pero cambió de opinión y se marchó a casa. Hacía una noche cálida y dejó abierta la puerta del balcón. Intentó hablar con Linda y marcó su número tres veces, pero el teléfono de su hija parecía estar siempre ocupado. Se sentía demasiado cansado para pensar y, con el televisor encendido y el volumen al mínimo, se tumbó en el sofá con la mirada fija en el techo. Poco antes de las nueve sonó el teléfono. Era Lisa Holgersson.
—Creo que tenemos problemas —anunció—. Thurnberg ha venido a verme después de discutir contigo.
Wallander hizo una mueca, pues imaginó lo que se le avecinaba.
—Supongo que Thurnberg estaba indignado porque le grité, di un puñetazo sobre la mesa y mi comportamiento dejó, en general, mucho que desear.
—Peor aún. Ha puesto en duda tu capacidad para dirigir la investigación.
Aquello lo sorprendió, pues nunca se le habría ocurrido que Thurnberg pudiese ir tan lejos.
Wallander, en lugar de enfadarse —que era la reacción que consideraba lógica—, sintió miedo. Él mismo había pensado a menudo, quizás incluso con demasiada frecuencia, que no estaba preparado para dirigir un equipo de investigación. Pero jamás se le había pasado por la mente que esas reservas íntimas pudiesen convertirse en una amenaza externa y concreta, la amenaza de arrebatarle su puesto de responsabilidad.
—¿Se puede saber qué motivos de peso aduce?
—Sobre todo, motivos de índole formal. Por supuesto, también considera flagrante y grave el hecho de que no se lo haya mantenido informado de modo más activo y regular acerca del desarrollo de la investigación.
Wallander se quejó, y alegó que habían hecho lo que habían podido.
—En fin, yo sólo te transmito sus palabras. Por otro lado, califica de muy grave el hecho de que no te pusieses en contacto con la policía de Norrköping antes de dirigirte a Östergötland, además de que cuestiona que el viaje en sí estuviera justificado.
—Ya, pero encontré a Isa Edengren, ¿no?
—Bueno, a su parecer, también la policía de Norrköping podría haberla encontrado, mientras que tú deberías haberte quedado aquí dirigiendo la investigación. Mucho me temo que, de forma indirecta, quiere dar a entender que, si no hubieras ido allí, la joven quizá seguiría viva.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Wallander—. Espero que tú se lo hicieses ver.
—Hay algo más —prosiguió ella—. Tu estado de salud.
—¡Pero si yo no estoy enfermo!
—Bueno, no puedes negar que te desvaneciste ante sus propios ojos, y también ante los míos, claro, en mitad de una reunión.
—Eso le puede suceder a cualquiera que se halle en una situación estresante.
—Sólo te informo de lo que me ha dicho.
—Ya, pero ¿qué le has contestado tú?
—Que, por supuesto, hablaría contigo. Y que meditaría sus palabras.
De repente Wallander comprendió que no podía estar seguro de cuál era la opinión de su jefe. A decir verdad, ¿con qué fundamento podía dar por sentado que ella estaba de su parte?