Wallander se levantó con gesto fatigado.
—Hablaré con ellos personalmente.
Le llevó veinte minutos convencer a los dos periodistas de que no tenían ninguna novedad que comunicarles. Hacia el final de la conversación, al comprender que ambos habían acogido sus palabras con clara desconfianza, a punto estuvo de perder la compostura. Estaban seguros de que mentía. No obstante, logró mantener la calma. Los periodistas, por su parte, terminaron por rendirse y marcharse.
El inspector fue al comedor a buscar una taza de café y regresó a su despacho. Volvió a llamar a Sundelius, pero tampoco esta vez tuvo suerte.
Eran las diez menos cuarto. El termómetro que él mismo había fijado a la fachada, junto al marco de la ventana, indicaba que estaban a quince grados. Pasó un coche con la música a todo volumen. El desasosiego y la inquietud lo dominaban: la conclusión a la que había llegado, el pensar que la muerte de Svedberg era consecuencia de un simple robo, no lograba tranquilizarlo. Barruntaba que había algo más, una circunstancia que se les ocultaba.
¿Quién sería aquella Louise?
De pronto, sonó el teléfono. «Más periodistas», pensó resignado. Pero resultó ser Sten Widén.
—Estoy esperándote —le recordó—. ¿Crees que podrás venir? Comprendo que estás muy ocupado. Siento lo ocurrido.
Wallander lanzó una maldición para sus adentros: lo había olvidado por completo. Aquella noche había quedado en ir a visitar a Sten Widén a su picadero, situado junto a las ruinas del castillo de Stjärnsund. Widén y Wallander se conocían desde la adolescencia y compartían un vivo interés por la ópera. Después, al correr de los años, fueron distanciándose. Wallander entró en la policía y Sten Widén se hizo cargo del picadero que le dejó su padre y en el que entrenaba caballos de carreras. Hacía unos años que habían retomado su antigua amistad y ahora se veían con cierta frecuencia. Precisamente esa noche habían acordado que Wallander iría a verlo a su casa. Pero se le había pasado por completo.
—Tendría que haberte llamado —se disculpó Wallander—. Pero se me olvidó.
—Lo oí por la radio. Dijeron que tu colega había muerto, víctima de un homicidio o de un asesinato.
—Aún no lo sabemos. Es demasiado pronto. Pero te aseguro que ha sido una jornada agotadora.
—Podemos dejarlo para otro día.
Wallander no dudó lo más mínimo.
—Ahora mismo salgo para allá. Llegaré dentro de media hora.
—No quiero que te sientas obligado.
—No, en absoluto. Además, necesito cambiar de aires por un rato.
Wallander abandonó la comisaría sin despedirse de nadie. No obstante, antes de salir de Ystad, pasó por su apartamento de la calle Mariagatan a recoger el teléfono móvil. Después tomó la autovía E-65, dejó atrás Rydsgård y Skurup y se desvió luego a la izquierda. Al llegar a las ruinas del castillo, giró para entrar en la finca de Sten Widén. Una yegua solitaria relinchaba en un cercado. Eso era lo único que quebraba el silencio de la noche.
Sten Widén salió a recibirlo. Wallander estaba acostumbrado a verlo ataviado con sus sucias ropas de trabajo. Sin embargo, aquella noche llevaba una camisa blanca y tenía el pelo mojado. Cuando se saludaron con un apretón de manos, Wallander percibió que su amigo olía a alcohol. Sabía desde hacía tiempo que Sten Widén bebía más de la cuenta. No obstante, nunca llegó a hacerle ningún comentario.
—Hace una noche muy hermosa —comentó Widén—. El mes de agosto nos trajo el verano. O tal vez sea al contrario, que el verano vino con el mes de agosto. ¿Cuál de los dos será primero?
Una punzada de envidia atravesó el corazón de Wallander. Aquello era lo que él había soñado: vivir en el campo, con un perro y, por qué no, también con Baiba Liepa. Pero su sueño no llegó a convertirse en realidad.
—¿Cómo te va con los caballos?
—No demasiado bien, la verdad. Los años ochenta fueron una época dorada. Todos creían poder permitirse el lujo de tener un caballo. Pero hoy las cosas han cambiado. La gente no se gasta el dinero así como así. Por las noches, cada uno le ruega a su dios para no ser el siguiente en perder su puesto de trabajo.
—Yo creía que los únicos que tenían caballos de carreras eran los ricos. Y ésos no suelen estar en el paro.
—Sí, bueno, todavía hay gente rica con caballos. Pero no son tan numerosos como antes. En esto de los caballos pasó como con el golf. La clase media empezó a saltar la verja de los ricos hasta alcanzar sus jardines.
Caminaban hacia los establos cuando apareció una joven que, vistiendo ropa de montar, guiaba a un caballo por las riendas.
—Es la única que he conservado fija —aclaró Widén—. Sofía. Tuve que despedir a las otras.
Wallander evocó vagamente la imagen de hacía algunos años, cuando había una joven en la finca con la que Sten Widén mantuvo una relación. Mas no fue capaz de recordar su nombre. Tal vez Jenny.
Widén intercambió unas palabras con la muchacha. Wallander se enteró de que el caballo se llamaba
Black Triangle
. Nunca dejaban de sorprenderlo esos nombres tan curiosos que solían ponerles a los caballos de carreras.
Entraron en los establos y Widén se detuvo junto a un box en el que un caballo no cesaba de piafar.
—Se llama
Dreamgirl Express
—explicó Widén—, y es la que, por el momento, se encarga de mi manutención. Aparte de los que ella me proporciona, no tengo grandes ingresos. Los propietarios de los caballos se quejan de lo caro que resulta mantenerlos. Mi contable me llama cada vez con más frecuencia y cada día más temprano. A decir verdad, no sé cuánto tiempo podré mantener la finca.
Wallander acarició lentamente el morro del caballo.
—Bueno, no es la primera vez que te enfrentas a situaciones como ésta, y siempre has salido adelante.
Widén meneó la cabeza.
—Sí, pero esta vez, no sé. En cualquier caso, siempre puedo vender la finca por una suma sustanciosa y marcharme de aquí.
—¿Adónde?
—Haré la maleta, luego me echaré a dormir profundamente y, cuando despierte, decidiré adónde ir.
Salieron del establo y se encaminaron hacia la parte del edificio en que Widén tenía las oficinas y la vivienda y donde todo solía estar patas arriba. No obstante, al entrar, Wallander se sorprendió al ver que todo estaba limpio como una patena.
—Ya ves, hace unos meses descubrí el valor terapéutico de hacer la limpieza —confesó Widén al ver la expresión de asombro de Wallander.
—Pues a mí no me funciona —se lamentó el inspector—. Y bien saben los dioses que lo he intentado.
Sten Widén señaló una mesa sobre la que había varias botellas. Wallander vaciló un instante antes de asentir. El doctor Göransson no habría aprobado aquello, pero no se encontraba con fuerzas para resistirse.
A eso de la medianoche, Wallander empezó a sentirse mareado. Estaban sentados en el jardín posterior de la casa. La música salía a todo volumen a través de la ventana abierta. Sten Widén, con los ojos cerrados, dirigía el final de
Don Giovanni
con una sola mano. Wallander pensaba en Baiba. El caballo solitario que había visto en el box los contemplaba inmóvil.
La música cesó. Todo quedó en silencio.
—Nuestros sueños de juventud se desvanecieron, pero la música permanece para siempre —sentenció Widén—. Eso sí, no debe de ser muy fácil ser joven en estos tiempos. Cuando veo a las chicas que me ayudan en el establo, me pregunto qué esperanzas, qué sueños pueden albergar en sus corazones. No tienen estudios, ni tampoco mucha autoestima. ¿Quién necesitará de sus servicios si yo me veo obligado a cerrar el negocio?
—Sí, Suecia se ha convertido en un país muy duro —corroboró Wallander—. Duro y brutal.
—¿Cómo coño aguantas tú en la policía?
—No lo sé —confesó el inspector—. Supongo que porque me aterra pensar en una sociedad dominada por una especie de ejército privado de seguridad. Además, tampoco me tengo por el peor policía del país.
—No es eso lo que te he preguntado.
—Ya lo sé. Pero es lo único que te puedo responder.
Entraron en el edificio, pues empezaba a caer el relente. Wallander sabía que bebería alcohol, y como no quería quedarse a dormir, habían acordado que regresaría en taxi y que Widén le llevaría el coche a casa al día siguiente.
—¿Recuerdas aquel viaje que hicimos a Alemania para asistir a un concierto de Wagner? —inquirió Widén—. Hace ya veinticinco años. Pues resulta que, meses atrás, encontré unas fotografías de entonces. ¿Quieres verlas?
—Me encantaría.
—Me hizo mucha ilusión encontrarlas y ahora las guardo como algo muy valioso —aseguró Widén—. Las tengo escondidas en mi caja secreta.
Widén fue hacia un panel de madera que había en la pared, junto a una de las ventanas; apartó el panel y dejó al descubierto una cavidad practicada en la pared. Sacó un cofre de metal y de él unas fotografías que tendió a Wallander. Éste quedó boquiabierto al verse a sí mismo en una fotografía tomada en un área de descanso cercana a Lübeck. Sostenía una botella de cerveza y parecía que estuviese aullándole al fotógrafo. Las otras fotografías eran parecidas. Meneó la cabeza mientras se las devolvía a su amigo.
—Lo pasamos bien —comentó Widén—. Quizá mejor de lo que nunca lo hemos pasado desde entonces.
Wallander se sirvió más whisky. Widén tenía razón. Nunca en su vida lo habían pasado mejor.
Era casi la una cuando llamaron a Skurup para pedir un taxi. A Wallander le dolía la cabeza y se sentía mareado y muy cansado.
—Alguna vez deberíamos repetir ese viaje a Alemania —sugirió Sten Widén mientras esperaban el taxi en el jardín.
—Bueno, tal vez no repetirlo, pero sí emprender un nuevo viaje. Lo malo es que yo no tengo ninguna finca que vender.
Llegó el taxi. Wallander subió y dio la dirección. Sten Widén permaneció allí hasta que vio desaparecer el vehículo. Wallander, que se había sentado en el asiento trasero, se acurrucó en un rincón y cerró los ojos. No tardó en dormirse y, enseguida, empezó a soñar. Cuando hubieron pasado la salida hacia Rydsgård, no obstante, algo lo hizo regresar al mundo real. Al principio no tenía muy claro qué podía haber sido, tal vez una imagen que había evocado en su ensoñación. Después se acordó: en su sueño, había visto de nuevo cómo Sten Widén, junto a la ventana, soltaba y retiraba aquel panel de madera.
Inmediatamente, se despabiló. Svedberg había mantenido un secreto durante años. Una mujer llamada Louise. Cuando Wallander rebuscó en su escritorio, no halló más que viejas cartas de los padres de su colega.
«Svedberg tiene una caja fuerte secreta», resolvió. «Exactamente igual que Sten Widén».
Se inclinó hacia delante y le pidió al taxista que se dirigiese a la plaza Stortorget, en lugar de a la calle Mariagatan. Poco después de la una y media, se apeaba del taxi. Llevaba las llaves del apartamento de Svedberg en el bolsillo. Recordaba haber visto una caja de analgésicos en el armario del baño de Svedberg.
Abrió la puerta, conteniendo la respiración mientras aplicaba el oído. Una vez dentro, se tomó un analgésico para mitigar el dolor de cabeza. Le llegó la algarabía de unos jóvenes que pasaban por la calle y cuyas voces se perdieron enseguida.
Dejó el vaso en el fregadero y empezó a buscar el escondrijo secreto de Svedberg. A las tres menos cuarto, dio con él. Un fragmento del suelo de linóleo que había bajo el escritorio estaba despegado y podía retirarse. Wallander enfocó una lámpara de modo que iluminase el agujero. Y en éste halló un sobre marrón. Lo sacó y fue a la cocina.
El sobre no estaba cerrado y Wallander lo abrió.
Tal y como hacía Sten Widén, también Svedberg había guardado las fotografías como si fueran objetos preciosos. En el sobre había dos. Una de ellas mostraba el rostro de una mujer. Un retrato, probablemente tomado en un estudio.
La otra era de unos jóvenes que, sentados a la sombra de un árbol, alzaban sus copas de vino mientras miraban al desconocido fotógrafo. El entorno resultaba idílico. No obstante, había algo extraordinario en aquella fotografía. Los jóvenes parecían disfrazados, como si la fiesta estuviese celebrándose en una época pretérita.
Wallander se puso las gafas. En algún punto del estómago empezó a sentir un agudo dolor. Recordó haber visto una lupa en alguno de los cajones del escritorio, así que fue a buscarla para estudiar mejor la fotografía. Había algo en aquellos jóvenes que le resultaba familiar. En particular, la chica que estaba sentada a la derecha.
Entonces la reconoció. No hacía mucho que había visto otra fotografía de la misma muchacha, sólo que en aquélla no estaba disfrazada. La joven de la derecha era Astrid Hillström.
Sumido en cavilaciones, Wallander dejó lentamente la fotografía sobre la mesa.
En algún lugar, un reloj dio las tres.
A las seis de la mañana del sábado 10 de agosto, Wallander ya no lo soportaba más. En efecto, llevaba varias horas yendo y viniendo por su apartamento, demasiado nervioso para pensar, demasiado inquieto para irse a dormir. Sobre la mesa de la cocina estaban las dos fotografías que había hallado en el domicilio de Svedberg. Mientras atravesaba a pie las vacías calles de la ciudad, en dirección a la calle Mariagatan, había tenido la sensación de que aquellas dos fotografías le pinchaban desde el bolsillo en que las llevaba. Ya en casa, cuando se desprendió de la chaqueta, al ver que estaba mojada cayó en la cuenta de que lloviznaba: no se había percatado de ello en todo el camino.
Las fotografías que había encontrado en el escondrijo secreto de Svedberg eran decisivas, pero no habría sabido decir con exactitud por qué. De lo que sí estaba seguro era de que el desasosiego y el miedo que lo habían invadido con anterioridad, y que sólo habían sido un vago presentimiento, lo asaltaban ahora con toda su intensidad. Un caso que, en realidad, no había llegado a serlo —el de los tres jóvenes desaparecidos a los que se suponía de viaje por Europa— de repente se entrelazaba con el más grave caso de asesinato al que la policía de Ystad se había enfrentado jamás. Uno de ellos, uno de sus propios colegas, había sido asesinado. Muchas ideas, todas ellas desconcertantes, confusas y contradictorias, habían acudido a su mente desde que descubrió las fotografías, hacía ya unas horas. Sabía que había dado con una pista decisiva, pero ignoraba cómo utilizarla para que de verdad lo fuera.
¿De qué le hablaban, en realidad, aquellas fotografías? La de Louise era en blanco y negro; la de los jóvenes, en color. Ninguna llevaba la fecha impresa en el reverso. ¿Quería eso decir que las habían revelado en un laboratorio particular? ¿O había acaso estudios de revelado que no estampaban la fecha en sus trabajos? Por otro lado, el formato era normal. Se preguntó si las habría tomado un profesional o si, por el contrario, eran la obra de un aficionado. Sabía, por propia experiencia, que las fotografías reveladas en casa podían quedar algo abombadas. No eran pocas las preguntas que suscitaba el hallazgo, y comprendía que no era capaz de responder a ninguna con total seguridad. Asimismo, había estado pensando en los estados de ánimo que se desprendían de las fotografías. Creía poder partir de la base de que no las había tomado la misma persona. ¿Había sido el propio Svedberg quien había fotografiado a Louise? La mirada de ésta no desvelaba ningún sentimiento o emoción. También la de los jóvenes era difícil de definir. No parecía tratarse de una composición artificiosa, no estaban posando. Tal vez lo más importante era que todos estaban en la foto. Alguien había echado mano de la cámara, les había llamado la atención y había pulsado el disparador. Se le ocurrió que, en algún lugar, podía haber más fotografías; que la que tenía ahora delante, la de los jóvenes, formaba parte de toda una serie de fotografías de ambiente festivo. Pero, de ser así, ¿dónde estarían escondidas?