Pisando los talones (34 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—Pues tardarán en conseguirlo, porque, en estos momentos, son objeto de una investigación policial.

—¿Ha ocurrido algo?

—Pues sí, así es. Pero permita que le informe de ello en otro momento. Por otro lado, quiero que el señor Sörensen se ponga en contacto con la policía de Ystad en cuanto regrese.

—Se lo haré saber. Ha dicho que se llamaba usted Wallander, ¿no?

—Sí, Kurt Wallander.

El inspector dejó el móvil sobre la mesa. Es decir, que Lena Norman había viajado a Copenhague. Había que averiguar si lo había hecho sola o acompañada.

Martinson volvió a entrar en la habitación.

—Bärnsö está en Östergötland, exactamente en el archipiélago de Gryt —puntualizó—. También hay un Bärnsö hacia el norte, en la costa de Norrland. Pero es más bien un caladero.

Wallander le contó el resultado de su conversación con la mujer de la tienda de disfraces de Copenhague.

—O sea, que tendremos que hablar con los padres de Lena Norman —concluyó Martinson.

—Así es. Yo habría preferido esperar unos días —confesó Wallander—, pero no creo que sea posible.

Ambos consideraron lo desagradable que resultaba el no poder dejar en paz a los padres de los fallecidos.

Oyeron de repente que se abría la puerta principal en el piso de abajo y ambos pensaron que podía ser Isa Edengren. Sin embargo, cuando se acercaron a la escalera, vieron que era Lundberg, quien había entrado enfundado en su mono. Al verlos, se quitó las botas y subió las escaleras.

—¿Ha llamado Isa? —preguntó Wallander.

—No. Y no quiero molestar. Es que he estado pensando en lo que dijiste ahí fuera, eso de que yo había llamado al hospital a preguntar cómo estaba Isa.

A Wallander le dio la impresión de que el hombre creía que había obrado mal llamando al hospital.

—Bueno, a mí me pareció muy normal que llamases para interesarte por su estado.

Lundberg lo observaba lleno de preocupación.

—Ya, el caso es que yo no llamé en ningún momento. Ni yo ni mi mujer. No llamamos al hospital para preguntar cómo estaba. Aunque, claro está, deberíamos haberlo hecho.

Wallander y Martinson intercambiaron una mirada.

—¿Dices que no llamaste?

—No.

—¿Ni tu mujer tampoco?

—No, ninguno de los dos.

—¿Sabes de algún otro Lundberg que haya podido llamar?

—No tengo la menor idea.

Wallander contemplaba meditabundo al hombre que tenía delante. No existía motivo alguno para suponer que mintiese. Por tanto, aquella llamada al hospital la había hecho otra persona. Alguien que sabía que Isa tenía una relación estrecha con la familia Lundberg. Y que además estaba enterado de que se hallaba en el hospital. Pero, en realidad, ¿qué había querido averiguar aquella persona? ¿Si Isa estaba recuperándose… o si había fallecido?

—No lo comprendo —admitió Lundberg—. ¿Quién iba a llamar haciéndose pasar por mí?

—En realidad, tú deberías conocer la respuesta a esa pregunta —observó Wallander—. ¿Quién sabía que Isa solía acudir a vosotros cuando se le complicaban las cosas con sus padres?

—Supongo que todos en el pueblo estaban enterados que venía a nuestra casa en esos casos, aunque no tengo ni idea de quién pudo llamar dando mi nombre.

—La gente tuvo que ver por fuerza la ambulancia. ¿Nadie te llamó para preguntar por lo ocurrido?

—Sí, Karin Persson. Vive en la hondonada cercana a la carretera principal. Es una mujer curiosa. Está al tanto de todo lo que sucede por aquí. Pero no creo que pueda hacerse pasar por un hombre al teléfono.

—¿Ninguna otra persona?

—Bueno, Ke Nilsson vino a vernos después del trabajo. Nos traía unas chuletas. Entonces se lo contamos. Pero él no conoce a Isa, así que no tiene sentido que llamase.

—¿Eso es todo?

—Si, el cartero trajo un giro postal. Resultó que habíamos ganado trescientas coronas a la lotería. Nos preguntó si los Edengren estaban en casa y le dijimos que Isa estaba ingresada. Pero ¿por qué iba a llamar el cartero al hospital?

—Y después del cartero, ¿nadie más?

—No.

—En fin, ha sido muy positivo el que hayamos podido desenredar este lío —concluyó Wallander, en un tono que indicaba de forma clara y terminante que daba por finalizada la conversación.

Lundberg desapareció escaleras abajo, se enfundó los pies en las botas y se marchó.

—¿Sabes? Anoche fui al parque y, de repente, tuve la sensación de que había alguien allí, oculto entre las sombras, invisible. Alguien que nos vigilaba. Pero, claro, me dije que no eran más que figuraciones mías. Sin embargo, ahora empiezo a dudarlo. Esta mañana le pedí a Edmunsson que inspeccionase la zona con su perro. ¿No habrá alguien siguiéndonos?

—Yo sé lo que habría contestado Svedberg.

La mirada de Wallander reflejaba la más absoluta perplejidad.

—¿Y qué habría contestado Svedberg?

—Bueno, él hablaba a veces de sus indios. Recuerdo una noche en que estábamos de guardia en la terminal de transbordadores, a principios de la primavera del 88, creo, por un lío bastante serio de contrabando, ¿te acuerdas? Estábamos en el coche y Svedberg nos mantuvo despiertos con sus historias de indios. Entre otras cosas, recuerdo que nos relató cómo los indios seguían el rastro de aquellos a quienes perseguían y de cómo descubrían si alguien, a su vez, iba tras su pista: todo consistía en detenerse, en saber cuándo interrumpir un movimiento, cuándo ponerse a cubierto y aguardar la llegada de quien iba deslizándose tras ellos.

—Sí, todo eso está muy bien, pero ¿qué habría dicho Svedberg?

—Pues que deberíamos hacer un alto de vez en cuando y volver la vista atrás.

—¿Y qué veríamos entonces?

—A alguien cuya presencia allí detrás resultaría difícil de justificar.

Wallander reflexionó un momento.

—Eso significa que sería conveniente que mantuviésemos esta casa bajo vigilancia, por si a alguien se le ocurriese hacer lo mismo que nosotros: venir a registrar la habitación de Isa. Es eso lo que sugieres, ¿no es así?

—Sí, más o menos.

—¡No es momento de imprecisiones! ¿Es eso lo que estás sugiriendo, o no lo es?

—Yo sólo he dicho lo que creo que Svedberg habría propuesto.

Wallander se dio cuenta de lo cansado que estaba. Su irritabilidad afloraba ya a la superficie. Pensó que debería pedirle disculpas a Martinson, al igual que horas antes, en el sendero del parque, tenía que haber hablado con Ann-Britt Höglund. Sin embargo, no dijo nada. Regresaron a la habitación de Isa. Allí seguía la peluca, sobre la mesa y junto al móvil de Wallander. Éste se agachó para mirar debajo de la cama, pero allí no había nada. Cuando se incorporó, sintió un mareo repentino. Tambaleándose, dio unos pasos hasta que pudo agarrarse a Martinson.

—¿No te encuentras bien?

Wallander negó con un gesto.

—Los tiempos en que podía pasarme en pie varias noches seguidas sin notarlo ya pasaron. También a ti te llegará este día.

—Tendríamos que decirle a Lisa que necesitamos más personal.

—Ya me lo ha comentado —aclaró Wallander—. Le dije que más adelante hablaríamos de ello. ¿Nos queda aquí algo por inspeccionar?

—Creo que no. En el armario no hay nada anormal.

—¿Tampoco echas nada en falta? Ya sabes, algo que suelan tener las jóvenes en los armarios.

—Creo que no.

—En ese caso, podemos irnos.

Cuando salieron al jardín, estaban a punto de dar las nueve y media. Wallander echó una ojeada al cielo: ni rastro de nubes.

—Yo voy a llamar a los padres de Isa. Vosotros tendréis que poneros en contacto con los de Boge, Norman y Hillström. No me atrevo a cargar con la responsabilidad de lo que pueda ocurrir si no encontramos a la chica. Después de todo, es posible que ellos sepan algo. Y también habría que interrogar a los jóvenes que aparecen en la otra fotografía, la que encontramos en casa de Svedberg.

—¿Qué crees que puede haber sucedido?

—No tengo ni idea.

Cada uno subió a su coche, y se marcharon de allí. Wallander iba pensando en la conversación con Lundberg. Alguien había llamado al hospital, pero ¿quién? Por otro lado, lo mortificaba la sensación de que Lundberg había mencionado, quizá de pasada, algo más, un detalle fundamental, que no recordaba, pero desechó la idea. «No es más que el cansancio», resolvió. «No presto la debida atención a lo que dice la gente y luego me empeño en que he pasado por alto algo importante».

Cuando llegaron a la comisaría, Martinson se dirigió a toda prisa a su despacho. Ebba detuvo a Wallander en la recepción.

—Te ha llamado Mona.

Wallander se paró en seco.

—¿Y qué quería?

—Como es lógico, a mí no me lo dijo.

Ebba le dio un papel con el número de su ex mujer en Malmö. Wallander se lo sabía de memoria, pero la diligencia de Ebba no conocía límites. Asimismo, le entregó una montaña de notas con otros avisos.

—La mayoría son de periodistas —lo consoló Ebba—. No tienes por qué llamarlos siquiera.

Wallander fue a buscar una taza de café y entró en su despacho. No acababa de quitarse la chaqueta cuando sonó el teléfono. Era Hanson.

—Nada nuevo —lo informó—. Al menos, hasta el momento. Pensé que te gustaría saberlo.

—Quisiera que alguno de vosotros, Ann-Britt o tú, viniera por aquí. A Martinson y a mí no nos da tiempo de encargarnos de todo. ¿Quién se encarga de buscar los coches de los muchachos?

—Yo —afirmó Hanson—. Y estoy en ello. Pero ¿ha ocurrido algo más?

—Isa Edengren se ha fugado del hospital. Es algo que me tiene muy preocupado.

—¿Quién de nosotros dos quieres que vaya para allí?

Wallander habría preferido contar con la ayuda de Ann-Britt Höglund, pues la consideraba mejor policía que a Hanson, pero, claro está, no lo dijo.

—Eso es lo de menos, cualquiera de los dos.

Colgó, pulsando el botón con un dedo, y marcó el número de Mona en Malmö. Cada vez que ella llamaba, lo cual no sucedía con demasiada frecuencia, él se inquietaba pensando que le había ocurrido algo a Linda.

Ella contestó al segundo tono de llamada. Wallander experimentaba siempre una fugaz punzada de tristeza cuando oía su voz. A veces se le antojaba que la intensidad de esa tristeza se había debilitado con los años, pero no estaba seguro de que así fuese.

—Espero no haberte molestado. ¿Cómo te encuentras?

—¿Cómo vas a molestarme? He sido yo el que ha llamado —repuso él—. Estoy bien.

—Pareces cansado.

—Es que estoy cansado. Te habrás enterado por los periódicos de que uno de mis colegas ha muerto. Svedberg, ¿lo recuerdas?

—No mucho, la verdad.

—En fin. Me han dicho que has llamado. ¿Qué querías?

—Sólo quería comunicarte que voy a casarme.

Wallander guardó silencio. Estuvo a punto de arrojar el auricular al suelo, pero permaneció quieto y sin pronunciar palabra.

—¿Sigues ahí?

—Sí, aquí estoy.

—Bueno, pues eso. Estoy diciéndote que voy a casarme.

—¿Con quién?

—Con Clas-Henrik. ¿Con quién creías, sino?

—¿Vas a casarte con un jugador de golf?

—Ése ha sido un comentario hiriente. Podrías habértelo ahorrado.

—Pues te pido disculpas. ¿Lo sabe Linda?

—No. Quería hablar contigo primero.

—Ya. Bueno, no sé qué decir. Tal vez debería darte la enhorabuena.

—Por ejemplo. No tenemos por qué prolongar esta conversación más de lo estrictamente necesario. Sólo quería que lo supieses.

—¡¿Y por qué cojones crees que yo quiero saber nada sobre tu vida y tu mierda de jugador de golf?!

De repente, estaba hecho un energúmeno. No tenía la menor idea de qué provocaba en él aquella ira. Tal vez fuese el cansancio. Tal vez la manifestación de la última decepción, marcada por el hecho de que, definitivamente, Mona se apartaba de su vida. Sufrió la primera de esas decepciones cuando ella le hizo saber que quería separarse. Y ahora, en esta última, cuando le comunicaba que iba a casarse con otro.

Colgó el auricular con tal violencia que lo partió en dos. Martinson, que entró en ese momento, dio un respingo al ver cómo se rompía el aparato. Después Wallander arrancó el teléfono de la toma de la pared y lo arrojó a la papelera. Martinson lo observaba algo atemorizado ante la posibilidad de que luego la tomara con él. Así pues, alzó las manos en señal de resignación y se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.

—¿Qué querías?

—No importa, puedo esperar.

—Mi arrebato es por motivos personales —aclaró Wallander—. Dime, ¿de qué se trata?

—Voy a visitar a la familia Norman. He pensado que tanto da empezar por ellos que por otros. Además, cabe la posibilidad de que Lillemor Norman sepa dónde puede haberse metido Isa.

Wallander asintió.

—Hanson o Ann-Britt, no sé cuál de los dos, está de camino. Dile al que venga que se encargue de los otros.

Martinson asintió y, desde el umbral de la puerta, titubeante, sugirió:

—Deberían traerte un teléfono nuevo. Voy a pedirlo.

Wallander lo despidió con un gesto.

No habría sabido decir cuánto tiempo había permanecido inmóvil. Una vez más, tenía que admitir que Mona era, pese a todo, la mujer de la que más cerca se sentía en su vida.

No se levantó y abandonó la habitación hasta que apareció en la puerta un agente con un teléfono en la mano. Ya en el pasillo, se quedó quieto; no sabía muy bien qué hacer. Entonces se dio cuenta de que se había detenido precisamente ante el despacho de Svedberg. La puerta estaba entreabierta, y la empujó con el pie. La luz del sol que entraba por la ventana incidía de tal manera que podía verse la fina capa de polvo que cubría la mesa. Wallander entró y cerró la puerta tras de sí. Vacilante, se sentó en la silla de su compañero. Ann-Britt ya había revisado todos sus papeles, a buen seguro a conciencia. Sería una pérdida de tiempo repasarlos de nuevo. Entonces recordó que Svedberg tenía también una taquilla en el sótano. Con toda probabilidad, Ann-Britt habría inspeccionado ya lo que había allí. Sin embargo, no le había mencionado una palabra al respecto. Wallander aún llevaba en el bolsillo el llavero de Svedberg que le había dado Nyberg, pero en él no encontró ninguna llave que correspondiera a la de la taquilla del sótano. Wallander salió a la recepción y le preguntó a Ebba.

—Sus llaves de repuesto están ahí colgadas —dijo ésta con voz trémula.

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