Wallander no durmió muy bien aquella noche. En una ocasión se levantó y se colocó junto a la ventana, desde donde contempló la oscura calle desierta. Pensó que, de noche, todas las calles se parecían: uno espera que aparezca alguien por algún sitio, pero la calle permanece desierta.
Louise era un hombre. Él había percibido algo raro desde el principio; había algo extraño en su cabello. La explicación era muy sencilla, tal vez demasiado simple: una peluca. Entonces recordó que había visto un soporte para pelucas en el sótano de Svedberg. Debió haber sospechado el secreto mucho antes.
Louise era un hombre. Un hombre que se hacía llamar Louise cuando cambiaba de identidad. Pero ignoraban cómo se llamaba aquel hombre, y también desconocían qué aspecto tenía.
Wallander sentía crecer su malestar. Las personas a las que habían asesinado iban, en mayor o menor grado, disfrazadas y enmascaradas. Exactamente igual que Louise. Cuando Wallander le reveló su identidad, ella se esfumó de inmediato.
«Es él», concluyó Wallander. «Tiene que ser él. No hay otra explicación posible. He tenido al asesino a un palmo de mis narices, pero sólo logré verle la máscara. Y lo dejé escapar. Por si fuera poco, ahora sabe no sólo que le vamos a la zaga, sino también que no conocemos el menor detalle sobre su identidad.
»Nada en absoluto».
Volvió a tumbarse, pero no logró conciliar el sueño, sino que se dedicó a esperar dormitando a que diesen las cuatro de la madrugada.
Cuando Lone Kjær entró para despertarlo, él ya estaba vestido y había doblado las sábanas. Ella lo miró inquisitiva.
—Nadie se vuelve mejor policía por dormir menos —le advirtió.
—Bueno, yo siempre he tenido problemas para dormir —confesó él—. Incluso antes de convertirme en policía.
Se tomaron un café en la cocina; los ronquidos de Torben les llegaban a través de la puerta entreabierta.
—Intentaré averiguar algo más acerca de la tal Louise —prometió ella—… que resultó no ser Louise.
Él le dio las gracias, tanto por la ayuda prestada como por la que acababa de ofrecerle. Después, la agente llamó un taxi.
—¿Es él el hombre al que buscáis? —inquirió.
—Sí —aseveró Wallander—. Tiene que ser él. No hay otra explicación posible.
Llegó a la terminal de transbordadores a las cinco menos veinte, y se sorprendió al comprobar que la galería de salidas estaba abarrotada de gente. ¿Quiénes tendrían que viajar a Malmö a una hora tan temprana? Sacó el billete y se sentó a esperar. Estaba a punto de caer vencido por el sueño sobre la silla de plástico cuando los pasajeros comenzaron a embarcar. Se acomodó junto a una ventana, se durmió antes de que el barco zarpara y no despertó hasta llegar a Malmö.
Una vez que hubo pasado la aduana, comprendió su gran error. Louise era un hombre. Un hombre sueco que, como él mismo ayer, había ido a Copenhague por poco tiempo. Bien pudo haber tomado el último transbordador la noche anterior.
Sin embargo, también cabía la posibilidad de que se encontrase entre los pasajeros que habían partido por la mañana. En ese caso, ¿qué podía haber hecho Wallander? ¿Acaso tendría que haber ido dando vueltas por el barco para comprobar si reconocía algún rostro, el de una mujer sin maquillaje convertida en un hombre? Cierto que podría haber avisado a la policía de Malmö para que comprobasen la identidad de todos los pasajeros que abandonasen el barco.
Al menos, tendría que habérsele ocurrido.
Pero se sentía exhausto, como si todo él fuese tan sólo un gran cascarón dispuesto alrededor de un organismo que no se componía más que de cansancio, de un nivel de glucemia demasiado elevado y de una falta de sueño devastadora.
Salió de la terminal. Los pasajeros del barco desaparecieron en distintas direcciones. Nada podía hacer.
Se dirigió, pues, a su coche. El móvil seguía sobre el asiento y, tal como él había sospechado, había olvidado apagar las luces, de modo que, cuando intentó poner el motor en marcha, resultó que la batería estaba descargada. Se echó hacia atrás en el asiento al tiempo que se golpeaba la frente con el puño y consideraba la posibilidad de dejar el coche donde estaba, cruzar hasta el hotel Savoy y dormir unas horas. Sin embargo, desechó la idea y llamó a Birch, con la esperanza de que fuese madrugador. Y, en efecto, el colega estaba tomándose el primer café.
—¿Qué fue de ti ayer? ¿No habíamos quedado en llamarnos?
Wallander le explicó lo ocurrido.
—¡Vaya! ¿A un palmo lo tuviste? ¿De verdad que te acercaste tanto? —preguntó Birch incrédulo.
—De verdad. Me dejé engañar. Debí haber vigilado la puerta de los servicios.
—Sí, hay tantas cosas que uno debería hacer… Entonces, acabas de llegar a Malmö, ¿no es así? Estarás agotado.
—Sí, pero lo peor es que no consigo poner el motor del coche en marcha.
—Voy a buscarte —se ofreció Birch—. Llevaré los cables. ¿Dónde estás exactamente?
Wallander se lo dijo. Birch apareció diecinueve minutos más tarde. Entretanto, el inspector había aprovechado para descansar un poco más.
—Estuve en el apartamento de Haag —reveló Birch—. Un estilo muy espartano el suyo. Eso sí, con las paredes llenas de fotografías ampliadas, todas de mariposas. Pero no encontré nada de interés para el caso.
—El fotógrafo murió porque tuvo la mala suerte de hallarse allí en aquel preciso momento. Estoy seguro. Lo que le interesaba al asesino era la pareja de recién casados —aseveró Wallander.
—¿Y dices que ayer hablaste con el hombre disfrazado de mujer?
—Bueno, eso creo.
—En ese caso, dispones de una fotografía —le recordó Birch—, un rostro. Quítale el cabello a la imagen. Tal vez tengas más de lo que crees.
—Sí, por ahí vamos a empezar —aseguró—. Existe la posibilidad de que alguien reconozca a Louise si no la presentamos como una mujer. Como, además, tenemos aquella fotografía…
Birch observó a Wallander con gesto grave.
—Ya, pero yo creo que primero deberías dormir unas horas. Nada conseguirás si llegas al límite de tus fuerzas —le aconsejó Birch.
Colocaron los cables y las pinzas, y al poco lograron poner el motor en marcha. Eran las seis y veinticinco de la mañana.
—Seguiremos inspeccionando el apartamento —aseguró Birch—. Estaremos en contacto.
—De acuerdo. Te mantendré informado —repuso Wallander.
Salió de Malmö, pero, ya en la salida hacia Jägersro, detuvo el vehículo y marcó el número de Martinson.
—He estado intentando llamarte —se quejó Martinson—. ¿No íbamos a celebrar una reunión ayer tarde? O tenías el teléfono desconectado o no hay cobertura, pero me ha sido imposible ponerme en contacto contigo.
—He estado en Dinamarca —explicó Wallander—. Quiero que convoques al equipo de investigación para las ocho.
—¿Ha sucedido algo?
—Así es. Pero ya te lo explicaré.
Wallander prosiguió el viaje hacia Ystad. Persistía el buen tiempo. El cielo estaba despejado y apenas si soplaba una leve brisa. Empezó a sentir que remitía el cansancio, que su cerebro se ponía a funcionar de nuevo. Recreó una y otra vez en su mente su encuentro con Louise, esforzándose por descubrir el rostro que se ocultaba tras el maquillaje. A veces, le parecía lograrlo.
Llegó a Ystad a las ocho menos veinte y, cuando entró en la comisaría, se encontró con Ebba, que, sentada en la recepción, no cesaba de estornudar.
—¿Resfriada en el mes de agosto? —le preguntó, afable.
—Ya sabes, las mujeres de edad solemos padecer alergias —ironizó ella. Después lo miró con severidad—. ¿Acaso no has dormido esta noche?
—He estado en Copenhague y, ya sabes, allí no suele uno ir a dormir.
Ella no pareció comprender que el inspector bromeaba.
—Pues si no empiezas a tomarte en serio tu salud, acabarás mal. Te lo digo para que lo sepas.
Él no se molestó en contestarle. Había ocasiones en que le irritaba la capacidad de esa mujer para adivinar sus pensamientos. Naturalmente, Ebba tenía razón. Imaginó que los islotes de azúcar emergían a la superficie de su mar de sangre, y en proporciones cada vez mayores. Wallander fue a buscar una taza de café antes de entrar en su despacho.
Le habían dejado sobre la mesa una carta con una nota en la que se le advertía de que el contenido era importante. Echó una ojeada al reloj antes de abrir el sobre.
El remitente era Mats Ekholm, con el que Wallander había colaborado hacía unos años, en el caso de un desalmado que mataba a sus víctimas y después les arrancaba la cabellera
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. Mats Ekholm era psicólogo y había ayudado a Wallander a esbozar el perfil del asesino y a estudiar qué movía a éste a arrancar la cabellera de aquellos a quienes asesinaba. En términos generales, su trabajo conjunto había sido muy provechoso. Después, cuando atraparon al asesino, el inspector WaIlander no pudo por menos de preguntarse en qué medida había sido valiosa o decisiva la intervención de Ekholm y, pese a no haber llegado jamás a una conclusión que lo satisficiera, quedó convencido de que su contribución había sido muy importante incluso como interlocutor.
Wallander leyó la carta, que Ekholm había escrito por iniciativa propia, ya que nadie había requerido su ayuda en este caso ni solicitado expresamente su opinión. Sin embargo, Wallander comprendió que el psicólogo estaba bien informado de lo sucedido. De hecho, era bastante claro al final de la misiva, por lo que a Wallander volvió a hacérsele un nudo en el estómago.
«Es más que probable que el autor de estos crímenes ataque de nuevo. En efecto, hasta el momento, nada indica que haya dado por finalizada su actuación. No resulta fácil identificar el esquema temporal por el que se guía. Esa simbólica luna llena que parece desencadenar en él la violencia puede ponerse a brillar en cualquier momento. El hecho de que escoja a personas que, de un modo u otro, van disfrazadas admite varias interpretaciones. Lo más verosímil, en mi opinión, es que esa actitud le permite eludir toda responsabilidad, ya que asesina a un personaje y no a las personas enmascaradas. Ni que decir tiene que puedo estar equivocado y, de hecho, me pregunto si no habrá otro motivo oculto que no logro imaginar, un nexo entre todas las víctimas, un eslabón que los una, al margen del hecho —ciertamente fortuito— de que vayan disfrazados como en el siglo XVIII o ataviados con trajes de boda. Por lo que respecta al carácter del asesino, adivino que mi conclusión no difiere demasiado de la que tú hayas podido extraer: se trata de un hombre que posee la información necesaria y que no desea correr el menor riesgo. Es incluso posible que lleve lo que solemos denominar una vida normal, en un entorno muy corriente y casi anodino. Probablemente tenga un trabajo, del que se ocupe de forma ejemplar, y ¿por qué no?, familia y amigos y cuantos ingredientes solemos atribuir a la apariencia de normalidad. Añadiría que tal vez no ha cometido ningún delito con anterioridad. Al menos, ninguno marcado por la violencia. Un hecho inesperado quebrantó su existencia, algo que, como un volcán, entró en erupción en lo más profundo de su ser, y de la manera más imprevista».
Wallander dejó la carta sobre la mesa. En el encabezamiento, figuraban los números de teléfono de Ekholm, y decidió llamarlo al trabajo, pero lo informaron de que aún no había llegado. Wallander dio su nombre y dejó recado de que le devolviese la llamada.
Eran ya las ocho menos tres minutos.
Wallander reflexionó sobre lo que Ekholm ignoraba: que también el asesino se disfrazaba y se enmascaraba, al igual que sus víctimas. Si es que era él. Sin embargo, Wallander no hallaba ningún motivo para descartar aquella teoría. No le cabía la menor duda de que aquella persona con la que había estado hablando la noche anterior en Copenhague era el asesino. Simplemente, no podía ser de otro modo.
Le vino a la mente la imagen de Isa Edengren, acurrucada en el interior de la cueva, tras los helechos. El simple recuerdo lo hizo estremecer.
Se levantó para dirigirse a la sala de reuniones, donde seguramente lo aguardaban sus colegas. Les relataría lo que había sucedido la noche anterior. El asesino apareció, se fue a los servicios y se esfumó.
Les hablaría de la mujer que se había desvanecido entre el humo para renacer de las cenizas convertida en un hombre. Louise había dejado de existir. Ya no quedaba más que un hombre desconocido que, tras despojarse de su peluca, se evaporó sin dejar rastro. Un hombre que había matado a ocho personas y que quizás estuviera a punto de atacar de nuevo.
Wallander quedó de pie ante la puerta de su despacho, pensando en otro comentario de Ekholm: la cuestión de si no existiría otra característica común a todas aquellas personas, al margen del hecho de que estuviesen disfrazadas.
Wallander intuía que Ekholm tenía razón, aunque no se le ocurría el modo de averiguar ese otro rasgo que compartían las víctimas. «¿Qué voy a decirles ahora?», se preguntó. «¿De qué modo podríamos avanzar por este terreno tan escabroso? Por otro lado, el tiempo apremia, lo que implica que no podremos reflexionar a fondo sobre todas las ideas, ni hacer un seguimiento completo de todas las pistas, ni considerar todas las objeciones. Por lo tanto, ¿cómo dar con el camino adecuado?».
Wallander dejó la pregunta en suspenso y se encaminó a los servicios, pues necesitaba orinar y beber agua.
Clavó la mirada en la imagen que le devolvía el espejo. Se veía abotargado y pálido, las bolsas bajo los ojos hinchadas… Sintió desagrado ante su propia imagen.
«He de atrapar a este asesino», se dio ánimos. «Entre otras cosas, para poder pedir la baja y comenzar a cuidar mi salud».
Bebió agua de un vaso de plástico, antes de repetirse la pregunta de cómo saber cuál sería la idea correcta. «La respuesta es bien sencilla», resolvió. «Es imposible saberlo. Es algo muy similar al juego de la ruleta, donde nos hemos de dejar llevar por la intuición. El negro nos lleva a un callejón sin salida, el rojo es el color acertado. Y el tiempo, un capital que se consume con celeridad pasmosa.
»En este sentido, apenas tenemos margen para actuar. Lo que necesitamos es un poco de eso que todos dicen rechazar y despreciar, aunque lo esperen y lo deseen: un golpe de suerte; que la teoría por la que nos decantemos resulte ser la adecuada, que la pista que decidamos seguir no nos aboque a un vacío inesperado».
Eran las ocho y siete minutos cuando Wallander abandonó los servicios.