Piratas de Venus (8 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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5. LA MUCHACHA DEL JARDÍN

Hacía algún tiempo que me había dado cuenta de que me hallaba en casa de Mintep, el rey, y que el país se llamaba Vepaja. Jong, que al principio creí que era su nombre, resultó ser el título que se le daba y que equivalía a rey en el lenguaje amtoriano. Supe que Duran era de la casa de Zar y que Olthar y Kamlot eran sus hijos. Zuro, una de las mujeres que había conocido, estaba concedida a Duran, y la otra, Alzo, a Olthar. Kamlot no tenía mujer. Empleo la palabra concedida porque traduce directamente la voz amtoriana y, además, porque parece no existir otra palabra que explique exactamente la relación entre hombres y mujeres.

No se casaban, porque la institución matrimonial les era desconocida. Tampoco podía decirse que la mujer perteneciera al hombre, porque ni eran esclavas ni se adquirían mediante compra o acción bélica. Entraban en tal estado voluntariamente, después de un período de noviazgo, y podían separarse cuando quisieran, igual que los hombres gozaban de libertad para hacer lo mismo y buscar nuevos vínculos con otra mujer. No obstante, como pude saber después, raras veces se rompe entre ellos este vínculo y la infidelidad es en Venus tan rara como es corriente en la Tierra.

Cada día hacía ejercicio en la ancha rotonda que rodeaba el árbol, a la misma altura de mi habitación. Al decir que rodeaba el árbol, no hago más que establecer una hipótesis, ya que la porción que se me había designado sólo tenía cien pies de largo, lo que representaba la quinceava parte del perímetro del enorme árbol. A cada extremo de mi pequeño sector había una valla. El sector contiguo al mío, a la derecha, parecía un jardín. Estaba constituido por una masa de flores y arbustos que crecían en tierra traída, sin duda alguna, de la parte del planeta que yo no había visto. El sector que se hallaba a la izquierda se extendía delante de las habitaciones destinadas a unos cuantos jóvenes oficiales agregados a la casa del rey. Les llamo jóvenes, porque Danus me dijo que lo eran, aunque aparentaban la misma edad que los demás amtorianos que había visto. Eran personas agradables y así que hube aprendido a hablar en su idioma, sosteníamos de vez en cuando entretenidas charlas.

En cambio, en el sector de la derecha nunca había visto un ser humano, pero un día en que Danus estaba ausente y yo paseaba solo, descubrí a una joven entre las flores. No me miraba y sólo pude verla un instante, pero hallé en ella algo que me hizo desear volverla a ver y en consecuencia no pensé ya en entretenerme con los jóvenes oficiales de la izquierda.

Aunque me acerqué al extremo de mi terraza contigua al jardín varios días, no volví a ver a la joven. El lugar parecía totalmente deshabitado, hasta que un día descubrí la figura de un hombre entre el follaje. Se movía con gran cautela, deslizándose sigilosamente, y de pronto, detrás de él, descubrí a otros, hasta cinco.

Eran similares a los habitantes de Vepaja, pero se notaban algunas diferencias. Parecían más rudos, más brutales que los hombres que había conocido yo allí, y en otros muchos aspectos se diferenciaban de Danus, Duran, Kamlot y otros conocidos míos. En sus movimientos sigilosos se observaba algo amenazador y siniestro.

Me pregunté qué estarían haciendo y entonces recordé a la joven y algo me indujo a creer que la presencia de aquellos desconocidos se relacionaba con ella y que la amenazaba algún peligro.

No podía colegir la índole de éste, ya que sabía muy poco de las costumbres de aquellas gentes entre las que el destino me había arrojado, pero la impresión anotada era firme y acabó por excitarme haciéndome perder la cordura al aventurarme a realizar lo que hice.

Sin pensar en las consecuencias de mi conducta ni en la verdadera identidad de aquellos individuos, ni la razón por la que estaban en el jardín, salté por encima de la valla y les seguí sin hacer ruido. No me habían descubierto, por haber permanecido oculto detrás de un grueso arbusto que crecía junto a la valla que separaba al jardín de mi sector. Les observé a través de aquel arbusto sin que ellos pudieran verme.

Me deslicé cautelosamente y pronto comprobé que los cinco hombres avanzaban hacia una puerta abierta que daba a una estancia ricamente amueblada en la que se encontraba la joven que despertó mi curiosidad y cuya belleza me había empujado a tan loca aventura. Casi al mismo tiempo la joven levantó la cabeza y descubrió al hombre que iba delante de los otros. Profirió un grito y comprendí que mi intervención no iba a ser inútil.

Me arrojé inmediatamente sobre el individuo que estaba más cerca y al mismo tiempo grité con el fin de desviar la atención de los otros cuatro. Efectivamente, lo conseguí. Los cuatro se volvieron en el acto. Había atacado al primero tan rápidamente que conseguí arrebatarle el sable de la vaina antes de que pudiera recobrar el aplomo, y como empuñara la daga y se precipitase hacia mí, le clave el arma en el corazón. Entonces los otros me acosaron. Tenían el rostro contraído por el furor y comprendí que iban a atacarme como fieras.

El escaso espacio libre entre los arbustos reducía la ventaja que ordinariamente pueden tener cuatro hombres contra uno, ya que sólo podían atacarme individualmente, pero yo sabía de antemano qué final me aguardaba de no recibir auxilio, y como mi única misión era alejar a aquellos individuos de la joven, empecé a retroceder lentamente hacia la valla mientras los cuatro me seguían.

Mi grito y el de la joven habían sembrado la alarma. Pronto se escucharon pasos en la habitación en que se hallaba la muchacha y la voz de éste que dirigía hacia el jardín a los que llegaban. Confié que pudieran llegar antes de que mis agresores me acosaran contra la valla, destinada, en caso contrario, a ser mi sepultura, pues iban a destrozarme los cuatro sables que aquellos hombres manejaban con más destreza que yo. Di, no obstante, gracias a la Providencia por haberme permitido aprender esgrima en Alemania, pues me fue de gran utilidad en aquel trance. De todos modos, no podía aspirar a mantenerme firme mucho tiempo contra aquellos sujetos, armados de una clase de sables con los que yo no estaba familiarizado.

Al menos, me sentía aliviado por la idea de que la joven se había salvado. Sólo me restaba seguir defendiéndome allí hasta terminar hecho pedazos, destino que acababa de aplazar por puro milagro. Blandí de nuevo el sable dirigiendo la punta hacia mi nuevo agresor y mientras la hundía en su pecho, di media vuelta y salté por la valla de mi sector.

Volví luego la mirada y vi una docena de guerreros de Vepaja que se abalanzaban contra los dos intrusos restantes acuchillándolos como si fueran bestias. No se oyeron gritos ni otro ruido que no fuese el chasquido seco de los sables, mientras aquellos dos hombres se defendían tan desesperada como inútilmente. Los de Vepaja no abrían los labios. Parecían sorprendidos y, en cierto modo, intimidados, aunque su expresión de terror no podía obedecer al miedo que pudieran producirles aquellos intrusos ya vencidos. Debía existir otra causa que no se me alcanzaba. Existía algo misterioso en su aspecto, en su silencio y en su actitud así que acabó la pelea.

Recogieron rápidamente los cadáveres de los cinco individuos y los sacaron fuera del jardín arrojándolos a aquel abismo sin fondo de la selva, cuya profundidad nunca habían podido calcular mis ojos.

Comprobé que no me habían descubierto, igual que la joven. Me pregunté cómo se explicarían la presencia de los cadáveres de los hombres que yo había matado, pero fue algo que no pude aclarar. Todo aquello me pareció muy misterioso y únicamente obtuve la debida explicación en el transcurso del tiempo y de los acontecimientos.

Creí que Danus mencionaría el incidente ofreciéndome la oportunidad de interrogarle, pero no lo hizo y por una razón indefinida yo no quise hacer alusión alguna a lo ocurrido. Tal vez me callé por un complejo de modestia. Mi curiosidad respecto a los pobladores del planeta era insaciable y temo que llegué a aburrir a Danus como mis incesantes preguntas, aunque procuraba excusarme con el argumento de que sólo podría perfeccionarme en su idioma oyendo hablar mucho. Danus, que era un hombre agradabilísimo, me aseguraba que no sólo constituía para él un placer informarme de lo que me interesaba, sino que tenía el deber de hacerlo, puesto que el Jong le había ordenado que me instruyera cumplidamente sobre la vida, costumbres e historia de Vepaja.

Una de las cosas que me sorprendían era por qué personas tan inteligentes y cultas vivían entre árboles, al parecer sin servidumbre ni esclavos y sin relación alguna, al menos que yo supiera, con otros pueblos. Por eso se lo pregunté un día.

—Es una historia muy larga —repuso—. Una gran parte podrías leerla en los libros de Historia que se alinean en esos estantes, pero voy a hacerte un pequeño resumen, que pueda satisfacer en líneas generales tu curiosidad.

“Hace centenares de años los reyes de Vepaja regían los destinos de una gran nación. No estaban sus territorios confinados a estos bosques, sino que formaban un gran imperio con millares de islas, que se extendía desde Strabol a Karbol, abarcaba grandes extensiones de territorio y océanos, populosas ciudades, y enorgullecíase de poseer un comercio floreciente que jamás había sido superado por ningún otro país en el curso de los siglos.

“Los habitantes de Vepaja sumaban en aquella época millones y millones. Pululaban por sus caminos los mercaderes, los empleados, los esclavos, y existía un número más reducido de trabajadores intelectuales. En esta última clase social se incluían los hombres de ciencia, los abogados, los hombres de letras y los artistas. Los jefes militares se seleccionaban entre los de todas las clases sociales. Por encima de todos ellos estaba el Jong hereditario.

“Las líneas divisorias de las clases sociales no se hallaban trazadas de un modo estricto. Un esclavo podía convertirse en hombre libre y los hombres libres podían escoger la profesión que les pareciera adecuada a su capacidad. En sus relaciones sociales, los cuatro estamentos más importantes no se interferían, debido a que los componentes de cada uno de ellos tenían poco de común con los de los otros, aunque no ocurría esto por motivos de superioridad o inferioridad. Cuando un miembro de clase inferior se había ganado, por su cultura, por sus estudios o por su ingenio una posición en la clase más elevada, era recibido en ésta en un plano de absoluta igualdad, sin que nadie se preocupara de sus antecedentes.

“Vepaja era una nación próspera y feliz, pero había descontentos. Eran los perezosos y los incompetentes, y en su mayor parte pertenecían al sector criminal. Sentían envidia de aquellos que habían conseguido una posición que ellos se consideraban incapaces de alcanzar. Durante mucho tiempo fueron el origen de pequeñas discordias y disensiones, pero la gente no les prestaba ninguna atención o se burlaba de ellos. Sin embargo, encontraron un jefe. Era un obrero llamado Thor, hombre de antecedentes penales.

“Este individuo fundó una sociedad secreta que se llamó thorista y predicó un evangelio denominado thorismo. Por medio de la propaganda consiguió pocos partidarios entre los comerciantes, empleados y agricultores.

“La única finalidad de los jefes thoristas era el poder y encumbramiento personal. Sus móviles eran totalmente egoístas, pero como se movían entre masas ignorantes, no les fue difícil disimular sus propósitos. La consecuencia fue que estalló una sangrienta revolución, sumiendo en el caos la civilización y el progreso.

“El objetivo de los revolucionarios era la destrucción de la clase culta. Los que perteneciendo a las otras clases se opusieran a sus designios, serían juzgados y aniquilados. El Jong y su familia habrían de ser asesinados y una vez conseguido todo eso, el pueblo sería libre. No habría amos, ni contribuciones, ni leyes.

“Efectivamente, consiguieron aniquilar a muchos de nosotros y a una gran parte de los comerciantes, y entonces las masas comprendieron lo que los agitadores sabían perfectamente: que alguien debía gobernar. Los jefes del thorismo se aprestaron a apoderarse de las riendas del poder. El pueblo había cambiado el benévolo gobierno basado en la experiencia de la clase culta por el de los incompetentes thoristas.

“Los vepajanos quedaron virtualmente sometidos a una terrible esclavitud. Un ejército de espías los vigilaba y otro de guerreros les impedía revolverse contra sus nuevos señores. Las masas se sintieron miserables y horriblemente desdichadas.

“Los que conseguimos huir con nuestro Jong buscamos cobijo en estos bosques lejanos y deshabitados. Aquí construimos tres ciudades como ésta, muy lejos de la tierra firme, para que no pudieran ser descubiertas. Nos trajimos nuestra cultura y muy pocas cosas más, pero nuestras necesidades son escasas y nos sentimos felices. No volveremos al viejo régimen si podemos evitarlo. Hemos aprendido la lección: un pueblo dividido por rencillas internas no puede ser nunca feliz. Donde existen las diferencias de clase, surgen las envidias y los celos. Entre nosotros no existe nada de esto, pues todos pertenecemos a la misma clase social. No tenemos criados y todo lo que hemos de hacer lo hacemos mejor que nuestros antiguos sirvientes. Hasta los que sirven al Jong no son criados en la verdadera acepción de la palabra, ya que sus cargos son considerados como una distinción honorífica, y los de más distinguida alcurnia, entre nosotros, se turnan en tal servicio.

—Lo que no comprendo es por qué vivís entre árboles, a tanta altura del suelo —observé.

—Durante mucho tiempo los thoristas nos persiguieron para matarnos —explicó Danus— y nos vimos obligados a vivir en lugares ocultos e inaccesibles, y este tipo de ciudad constituyó la solución al problema. Aún nos persiguen los thoristas y de vez en cuando hacen terribles incursiones, pero ahora con una finalidad muy distinta. En vez de pretender matarnos, quieren capturar todos los que puedan de nosotros.

“Como aniquilaron al cerebro de la nación, su civilización está en decadencia. Las enfermedades los acosan y ellos se ven impotentes para contrarrestarlas y la vejez ha hecho su reaparición entre ellos y se lleva sus presas. Por esto procuran apoderarse de la inteligencia y de la cultura que han sido incapaces de crear y que sólo nosotros poseemos.

—¿Que reaparece la vejez? ¿Qué quieres decir?

—¿No has observado que entre nosotros no hay signos de vejez? —me preguntó.

—Sí, desde luego, y tampoco he visto niños. Muchas veces quería preguntarte la razón de esto.

—No se trata de fenómenos naturales —repuso—. Es el resultado de profundas investigaciones científicas. Hace mil años se descubrió el suero de la longevidad. Se inyecta cada dos años y no sólo nos hace inmunes contra cualquier enfermedad, sino que restaura por completo todos los tejidos gastados.

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