Piratas de Venus (5 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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Me preguntaba cómo serían aquellos seres y me exalté ante la perspectiva de las cosas maravillosas que se ofrecerían a mis ojos, cosa bien justificada en tales circunstancias. En el umbral de aquella aventura, ¿quién no se hubiera sentido conmovido ante la perspectiva de las experiencias que me esperaban?

Decidí quitarme el tubo de oxígeno que llevaba en la boca y observé que podía respirar perfectamente. La luz de abajo iba creciendo por momentos y me pareció adivinar entre nubes extraños matices. ¿Serían acaso simples sombras? Desprendí el depósito de oxígeno y lo arrojé al aire. Oí claramente el golpe que producía al caer. En aquel instante se destacó una sombra mucho más densa bajo mis pies y, poco después, tropecé con algo. Caí entre una masa de follaje y me agarré fuertemente para sostenerme. Instantes más tarde comencé a deslizarme con más rapidez y adiviné lo que había ocurrido. El paracaídas se había ladeado al contacto del follaje. Me así a las hojas y a las ramas inútilmente. Después mi descenso cesó de pronto. Evidentemente, el paracaídas se había enganchado en algo. Confié que pudiera resistir hasta que yo hallara un sitio donde afianzarme.

Mientras braceaba en las tinieblas, mi mano tropezó por fin con una gruesa rama y unos instantes después me hallaba encaramado en ella, con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol corpulento. Otra teoría que se desvanecía. En Venus existía vegetación. Por lo menos, había un árbol. Yo era testigo de ello, y que me hallaba sentado en uno. Indudablemente, las sombras que habían atraído mi atención no eran otra cosa que otros árboles mucho más altos.

Así que hallé seguro acomodo, me despojé del paracaídas, pero guardé las cuerdas y correas que juzgué útiles para bajar del árbol. Encaramado en un árbol, a obscuras y rodeado de nubes, no podía determinar a qué distancia me hallaba del suelo. Me quité las gafas y comencé a descender. La periferia del árbol era enorme, pero las ramas crecían lo suficiente próximas las unas de las otras para permitirme apoyar los pies con cierta seguridad.

No podía determinar la distancia que había recorrido en mi descenso en el segundo estrato de nubes, antes de apoyarme en el árbol, pero debían de ser unos dos mil pies. No obstante, aún estaba en la zona de nubes. ¿Era que acaso toda la atmósfera de Venus aparecía envuelta en niebla? Confiaba en que no sería así, pues la perspectiva no hubiera sido muy halagüeña.

La luz de abajo había aumentado un poco en intensidad, pero no demasiado. Aun me veía rodeado de tinieblas. Seguí el descenso. Era una operación penosa y no exenta de peligro aquella de bajar por un árbol, envuelto en niebla, de noche y hacia lo desconocido. Pero no iba a quedarme donde me hallaba y como nada me invitaba a permanecer allí, resolví continuar el descenso.

¡Qué jugarreta tan extraña me había jugado el destino! Había deseado en primer lugar visitar Venus, pero renuncié a esta idea, cuando me aseguraron mis amigos astrónomos que aquel planeta no podía alentar vida animal o vegetal. Partí hacia Marte y diez días antes de los que yo había calculado que tardaría en llegar al rojo planeta, me encontraba en Venus respirando a mis anchas a través de las ramas de aquel árbol que, evidentemente, convertía en un enano al gigantesco secuoya.

Las luces crecían por momentos y las nubes se iban haciendo menos densas. A través de algunas aberturas veíase abajo algo como unas frondas infinitas, suavemente acariciadas como por una luz lunar... Pero Venus no tiene satélites. En esto, a pesar del resplandor del fondo, yo estaba de acuerdo con los astrónomos. Aquella iluminación no procedía de luna alguna, a no ser que el satélite de Venus se hallase debajo de la capa inferior de nubes, lo que no era probable.

Instantes después salí de la masa de niebla, pero aunque miré en todas direcciones, sólo pude ver frondas y más frondas, arriba, abajo y a mi alrededor. Pero al menos podía contemplar el fondo de aquel abismo de follaje. La pálida luz no me permitía distinguir el color exacto de las hojas, pero yo estaba seguro de que no eran verdes, sino de un matiz delicado, distinto.

Había descendido otros mil pies desde que salí de las nubes y me sentía exhausto. El mes de inactividad y sobrealimentación me había enervado. De pronto, divisé algo que parecía un sendero que partía del árbol por el que yo descendía y daba a otro adyacente, los dos trazados entre la masa de fronda. Descubrí asimismo que, a poca distancia de donde me hallaba, las ramas gruesas aparecían cortadas. Aquello era una prueba manifiesta e inequívoca de la presencia de seres inteligentes. ¡Venus estaba habitado! Pero ¿por quién? ¿Qué extraños y arbóreos seres habían abierto calzadas entre la fronda de aquellos árboles gigantescos? ¿Serían acaso una especie de hombres monos?

¿Gozarían de inteligencia más o menos refinada? ¿Cómo me recibirían?

Sumido en estas conjeturas me sorprendió un ruido que procedía de encima de mí. Algo se movía en las ramas altas. El sonido iba acercándose y me pareció que lo producía un objeto de unas dimensiones y de un peso considerables, pero tal vez fuese un juego de la imaginación. De todos modos, empecé a inquietarme. Iba desarmado. Nunca he llevado armas. Mis amigos trataron de convencerme de que transportase un verdadero arsenal encima, antes de embarcarme en mi aventura, pero yo argüí que si llegaba a Marte desarmado, sería una prueba palpable de mis intenciones amistosas e incluso si la recepción que se me hacía era hostil, no por eso mi situación mejoraría yendo armado, ya que no me cabía la esperanza de conquistar, solo, un mundo, por muchas que fuesen las armas de que fuese provisto.

Repentinamente, al chasquido peculiar del ramaje ante la presión de un cuerpo pesado, unióse un estallido de gritos estridentes, y en su aterradora disonancia identifiqué la presencia de más de una criatura.

¿Es que me perseguían todos los feroces habitantes de aquel bosque?

Tal vez mis nervios se habían desatado un poco, pero no cabía acusarme por ello, después de lo que había pasado últimamente y de las zozobras del mes anterior. De todos modos, no se habían desconcertado por completo y aún me hallaba en condiciones de considerar que por la noche los ruidos se multiplican a veces de una manera desconcertante. Había tenido ya ocasión de escuchar el aullido de los coyotes en mis tierras de Arizona, durante la noche, y alguna vez, de no haber tenido la certeza de que sólo había uno de aquellos animales, hubiera jurado que se trataba de un centenar, guiándome sólo por el oído.

Pero en esta ocasión me hallaba bien seguro de que los ruidos procedían de más de un animal, ya que de otro modo aquella algarabía resultaría imposible. Iba acercándose cada vez más el horrísono clamor, tampoco cabía dudarlo. Desde luego, no podía asegurar que los seres que proferían aquellos alaridos vinieran persiguiéndome, aunque una voz interior parecía advertirme que así era.

Hubiera deseado alcanzar el sendero abierto en la fronda y que se hallaba debajo, pues, indudablemente, mi posición habría resultado mucho más cómoda, pero la distancia era demasiado considerable para saltar y no había cerca ramas que pudieran ayudarme a realizar este deseo. Entonces me acordé de las cuerdas que había salvado al abandonar el paracaídas. Rápidamente las desenrollé de mi cintura, colgué una de la rama en que me hallaba sentado, sujeté fuertemente los dos extremos con las manos y me dispuse a balancearme en el vacío, para saltar. De repente, cesó el clamor de alaridos y entonces arriba, muy cerca, escuché el rumor de algo que descendía hacia mí y vi como su peso sacudía las ramas.

Me incliné sobre la rama, eché el cuerpo hacia atrás, me balanceé en el aire y salvé los quince pies que me separaban del sendero. Cuando me erguí, el silencio de la selva se interrumpió de nuevo por un rugido horripilante que sonó encima de mi cabeza. Levanté prestamente la mirada y descubrí una bestia que se disponía a arrojarse sobre mí, y, un poco más allá, una cara hosca y repugnante. Sólo le vi de soslayo un segundo, lo suficiente, no obstante, para darme cuenta de que se trataba de la cabeza de una bestia con ojos y boca... Pero desapareció en el acto entre el follaje.

Bien pudiera haber sido una imagen subconsciente, ya que la escena se desarrolló como un relámpago ante mis ojos y la otra bestia estaba, amenazadora, sobre mí, en lo alto. Pero se quedó grabada con caracteres indelebles en mi memoria y había de recordarla otro día en unas circunstancias tan terribles que ningún hombre de la Tierra hubiera podido concebir.

Mientras me echaba hacia atrás para eludir la agresión, retuve en la mano uno de los extremos de la cuerda que me había ayudado a descender. Fue un acto inconsciente y puramente mecánico. Retuve la cuerda en la mano y la sujeté fuertemente, y al saltar hacia atrás, arrastré la cuerda conmigo, circunstancia casual, indudablemente, pero afortunadísima.

La bestia falló el salto contra mí, yendo a parar a pocos pies de donde me encontraba y allí se agachó, aparentemente desconcertada. Afortunadamente, no volvió a la carga en el acto y ello me proporcionó la oportunidad de recobrar el aplomo. Me alejé suavemente y al mismo tiempo, mecánicamente, arrastré la cuerda con la mano derecha. Ciertos actos fútiles que se realizan en instantes de gran tensión, parecen hechos sin una razón reflexiva explicable, pero he pensado muchas veces que se practican a impulsos de móviles subconscientes, producidos por el instinto de conservación. Posiblemente no siempre van bien dirigidos y con frecuencia fracasan, pero cabe observar que los actos subconscientes no son menos falibles que los que la mente objetiva realiza, los cuales yerran más veces que aciertan. Alguna razón debió inspirarme para retener la cuerda de la mano, ya que, como después vino a demostrarse, era el único débil vínculo del que iba a depender mi vida.

El silencio había caído sobre la fantasmagórica escena. Desde el grito final de la horrible criatura que se hundió en la fronda, cuando saltó la otra bestia sobre mí, no se oyó sonido alguno. El animal que se agazapaba atisbándome parecía algo desconcertado. Llegué a la conclusión de que no me venía persiguiendo, sino que era a él a quien perseguía el ser que se escondió entre el follaje.

En la penumbra de la noche de Venus, me hallé ante una bestia feroz que sólo podía concebirse en el delirio de una horrible pesadilla. Era del tamaño aproximado de un puma y se sostenía con cuatro patas, provistas de una especie de manos, lo que revelaba que debía de ser casi completamente arbóreo. Las patas delanteras eran mucho más largas que las de detrás y en este aspecto recordaba a la hiena, pero se diferenciaba de esta fiera en su peluda piel cubierta de franjas longitudinales, de color alternativamente rojo y amarillo, y su odiosa cabeza no se parecía a la de ningún animal terrestre. Al parecer, no tenía orejas y en su estrecha frente aparecía un solo ojo, muy grande, redondo y situado en el extremo de una gruesa antena de unas cuatro pulgadas de largo. Tenía unas poderosas mandíbulas, armadas de largos y afilados colmillos, y a cada uno de los lados del cuello se proyectaban sendas y poderosas tenazas, parecidas a las de un enorme crustáceo. Nunca había visto yo un animal tan ferozmente armado como aquella anónima bestia de aquel mundo desconocido. Con aquellas poderosas pinzas podía fácilmente agarrar a su enemigo, aunque fuera mucho más fuerte que un hombre, y atraerle a sus terribles mandíbulas.

Me contempló un momento con aquel ojo aterrador que se movía de un lado para otro en el extremo de la antena, y las tenazas se agitaron lentamente, abriéndose y cerrándose. Miré a mi alrededor en aquel breve intervalo y lo primero que descubrí fue que me hallaba frente a un gran orificio hecho en el tronco del árbol. La abertura tendría unos tres pies de ancho por seis de alto. Pero lo más extraordinario era que se hallaba cerrada por una puerta, no una puerta maciza, sino algo que parecía más bien una reja de madera.

Mientras yo pensaba en lo que podía hacer, me pareció observar que se movía algo detrás de la puerta. Luego oí una voz que se dirigía a mí en la oscuridad, detrás de la puerta. Parecía una voz humana, aunque hablaba un lenguaje que yo no comprendía. Su tono era perentorio y me imaginé que me estaba preguntando:

—¿Quién eres y qué haces aquí, en medio de la noche?

—Soy extranjero —repuse—, y vengo en son de paz y amistad.

Desde luego sabía que fuera quien fuese el que se hallara detrás de aquella puerta no podría entenderme, pero esperaba que mi tono le diera la impresión de mis pacíficos deseos. Siguió un momento de silencio y se oyeron voces dentro. Evidentemente estaban discutiendo la situación. Después vi que la fiera que me acechaba agazapada, comenzaba a deslizarse hacia mí y entonces aparté la mirada de la puerta para enfrentarme con el animal.

Mi única arma era una cuerda inútil, pero comprendí que tenía que hacer algo. No era cosa de permanecer estúpidamente inmóvil para dejar que la fiera saltara sobre mí y me devorase sin que yo hiciera algo por defenderme. Extendí el trozo de cuerda y, más movido por un gesto de desesperación que por la esperanza de realizar un acto defensivo eficaz, sacudí el extremo sobre el rostro de la bestia que avanzaba. Todo el mundo ha presenciado alguna vez esa sacudida peculiar con que un muchacho fustiga a otro con la punta de una toalla. El que ha pasado por semejante experiencia sabe perfectamente que es un experimento doloroso.

Desde luego, yo no confiaba en dominar a mi adversario con este procedimiento y, a decir verdad, no sé exactamente la razón que me indujo a hacerlo. Acaso fuese el instinto de hacer algo. Pronto se demostró la eficacia de aquel único ojo y de la presteza de los movimientos de las antenas. Di el golpe con la cuerda como el artista de circo cuando sacude un látigo, pero aunque el movimiento de la cuerda fue veloz e inesperado, el animal la cogió con una de sus tenazas antes de que le llegara a la cabeza. Después se dispuso a saltar sobre mí para atraparme entre sus terribles mandíbulas.

Conocía yo muchos trucos en el manejo de la cuerda que me enseñó un vaquero amigo en la época en que me dediqué al cinematógrafo. Fue una de aquellas habilidades la que empleé para tratar de enganchar aquellas tenazas semejantes a las de un crustáceo. Después de blandirla en el aire, la arrojé alrededor de la antena y quedó arrollada. Inmediatamente el animal comenzó a estirar desesperadamente. Supuse que lo haría movido por el instinto de llevarse a la boca cualquier objeto que pudiera estar en sus terribles tenazas, pero me era difícil determinar cuánto tiempo seguiría estirando antes de decidirse a cambiar de táctica para arrojarse sobre mí. Impulsado por una repentina y veloz inspiración, até el extremo de la cuerda a uno de los postes que sostenían la baranda del camino artificialmente elevado, y fue entonces cuando el animal se precipitó de repente hacia mí.

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