Authors: Edgar Rice Burroughs
Cuando me presenté en medio de los excitados luchadores, en la cubierta principal, debía ofrecer yo un triste aspecto, sangrando como estaba de mis tres heridas, pero mis hombres me recibieron con grandes aclamaciones. Supe más tarde que se había notado mi ausencia en la batalla de la cubierta principal, lo que produjo mala impresión. Sin embargo, cuando me vieron aparecer con las huellas del combate, recobré mi prestigio y estimación. Aquellas tres heridas leves me fueron muy valiosas. Se vio acrecentada desproporcionadamente su impresión psicológica debido a la copiosa sangre que cubría mi cuerpo.
Rodeamos rápidamente a los vencidos y los desarmamos. Kamlot, al frente de un grupo de sus hombres, libertó a los cautivos de Vepaja, a los que trasladó en el acto al Sofal. Casi todos eran mujeres, pero yo no presencié el momento de ser trasladados de barco. Me imaginé la emoción que experimentarían Kamlot y Duare al encontrarse de nuevo, siendo así que el primero no esperaba volver a verla jamás.
Se transportó con presteza al Sofal todo el pequeño armamento del Sovong, dejando sólo lo necesario para el equipo de la oficialidad de la maltrecha nave. Se encargó de esta misión Kiron y fue llevada a cabo por nuestros hombres de confianza, mientras Gamfor con un contingente de nuevos prisioneros transportaba las provisiones sobrantes del Sovong a bordo de nuestro barco. Una vez hecho esto, ordené que fueran arrojados al mar todos los cañones del Sovong. Al menos así aminoraría la potencialidad bélica de Thora. Se cumplió el último acto en aquel drama del mar, el traslado de un centenar de prisioneros del Sofal al Sovong, a la vez que con la dádiva enviaba mis recuerdos al capitán. No pareció éste muy satisfecho con el regalo, pero era lógico. Los prisioneros nunca constituyeron un grato presente. Muchos de ellos me rogaron que les dejara quedarse en el Sofal, pero ya tenía yo más hombres en mi barco de los necesarios para su navegación, y defensa. Y, además, todos ellos habían desaprobado total o parcialmente mi plan, por lo que no podía confiar en su lealtad y en su cooperación, resultándome por tanto inútiles.
Aunque parezca extraño, Kodj fue el más tenaz. Casi se puso de rodillas para suplicarme que le permitiera quedarse en el Sofal, prometiéndome la mayor fidelidad de que fuera capaz un hombre. Pero yo no me fiaba de Kodj y así se lo dije. Cuando se convenció de que no podía conmoverme, se revolvió contra mí jurando por la memoria de todos sus antepasados que se vengaría, aunque tuviera que esperar mil años.
Al volver al Sofal ordené que soltaran los garfios de abordaje y de nuevo navegaron aparte las dos naves, el Sovong, continuando su ruta hacia el puerto de Thora, al que se dirigía, y el Sofal hacia Vepaja. Me preocupé entonces de informarme de la importancia de nuestras bajas y supe que habíamos tenido cuatro muertos y veintiún heridos, habiendo sido las bajas del Sovong mucho más elevadas.
Dejé transcurrir la mayor parte del día discutiendo con mis oficiales la organización del personal de a bordo y la sistematización de las actividades de aquella aventura, en lo que Kiron y Gamfor me resultaron de inestimable valor. Hasta últimas horas de la tarde no tuve ocasión de informarme del estado de los cautivos de Vepaja a los que habíamos devuelto la libertad. Cuando le pregunté a Kamlot sobre el asunto, me dijo que no habían sufrido mucho en su cautiverio a bordo del Sovong.
—Esos granujas tienen orden de llevar a Thora a las mujeres sin que sufran daño alguno y en buen estado —me explicó—. Las destinan a personajes más destacados que los simples oficiales, y ésta es su mejor salvaguardia.
—No obstante, Duare me dijo que el capitán se había mostrado atrevido con ella. Si lo hubiera sabido yo cuando llegué a bordo del Sovong, me hubiera encargado de matarlo por su atrevimiento —añadió Kamlot con tono sombrío y dando muestras de gran excitación.
—Ya puedes estar tranquilo —dije—. Duare ha sido vengada.
—¿Qué quieres decir?
—Que yo maté al capitán —aclaré.
Me puso una mano en el hombro y en sus ojos brilló un destello de alegría.
—Una vez más te has hecho merecedor de la eterna gratitud de Vepaja —exclamó—. Me hubiera gustado ser yo el agraciado por la suerte para matar a esa bestia humana y borrar así la injuria inferida a Vepaja, pero, de no ser yo, me alegro de que hayas sido tú, Carson.
Parecióme que exageraba un poco las cosas y daba demasiada importancia a la conducta del capitán del Sovong, ya que la muchacha no había sufrido ninguna afrenta, pero me lo expliqué teniendo en cuenta que el amor crea estos problemas artificiosos en la mente de los enamorados y una ofensa a una dama puede llegar a considerarse una calamidad pública.
—Bueno, el asunto ya está acabado —le dije—. Tu novia vuelve a ti sana y salva.
Al oír aquello pareció aterrorizarse.
—¡Mi novia! —exclamó—. ¡Por todos los ascendientes de todos los jongs de Vepaja! ¿Pero es que no sabes quién es Duare?
—Creí que era la mujer de tus ensueños —confesé—. ¿Quién es?
—¡Claro que la amo! —me explicó—. Todos los de Vepaja la aman... ¡Es la hija virginal de un Jong de Vepaja!
Si hubiera estado anunciando la presencia de una diosa, no lo hubiera hecho con mayor reverencia y sumisión. Traté de mostrarme más impresionado de lo que realmente estaba por temor a ofenderle.
—Si hubiera sido la mujer de tus amores, aun me hubiera complacido más tomar parte en su rescate que si fuera la hija de una docena de jongs —contesté.
—Comprendo la intención que inspiran tus palabras —repuso—, pero que no te oigan los de Vepaja hablar así. Me contaste algo de las divinidades de ese extraño mundo de que procedes... Pues bien, el Jong y sus hijos son tan sagrados como ellas.
—Entonces también lo serán para mí —le aseguré.
—Por cierto, voy a decirte algo que te va a agradar. A cualquier vepajano le parecería un gran honor. Duare desea verte para darte las gracias personalmente. En un acto irregular, desde luego, pero las circunstancias hacen impracticables las costumbres y la etiqueta de nuestro país. Unos centenares de hombres la han visto, muchos le han hablado, y casi todos eran enemigos. Por eso no hay mal alguno en que vea al que supo defenderla y proteger a sus amigos.
Yo no acababa de entender el significado de las palabras de Kamlot, pero asentí y le dije que presentaría mis respetos a la princesa antes de acabar el día.
Estaba yo demasiado ocupado y, a decir verdad, no me emocionó mucho la idea de visitar a la princesa. Más bien, casi la temía. Nunca fui aficionado a rendir pleitesía y mostrarme cortesano con la realeza, pero comprendí que el respeto que me merecían los sentimientos de Kamlot me obligaba a cumplir lo antes posible con aquel rasgo cortés. Como él había acudido a su trabajo, me dirigí solo a las habitaciones que en la cubierta segunda se habían destinado a Duare.
Los amtorianos no llaman a la puerta, sino que silban. Constituye esto una modificación mejorada de nuestras costumbres. Cada uno tiene su manera de silbar y algunos lo hacen con modalidades muy laboriosas. Pronto se acostumbra uno a reconocer el silbido de los amigos. Llamar con los nudillos indica sólo que se desea entrar. Un silbido expresa el mismo deseo y además revela la identidad del visitante.
Mi silbido era muy sencillo. Consistía en dos notas bajas, seguidas de otra más alta y larga. Mientras silbaba de este modo ante la puerta de Duare, no estaba pensando en la princesa, sino en otra joven que se encontraba más lejos, perdida entre los árboles que envolvían la ciudad de Kooaad, en Vepaja. Con frecuencia surgía en mi memoria la figura de aquella muchacha que únicamente había visto un par de veces, a la que hablé sólo una para confesarle un amor que me dominaba tan completa y espontáneamente, tan inexorablemente como se cierne al muerte en nuestro porvenir.
Respondiendo a mi señal, se oyó una suave voz femenina que me invitaba a entrar. Así lo hice y me enfrenté con Duare. Mis ojos se dilataron y a mis mejillas acudió el rubor.
—¡Tú! —exclamé.
Me sentía totalmente desconcertado... Era la joven del jardín del Jong.
¡Qué extraña coincidencia! Por lo imprevista me dejó mudo, y la confusión de Duare resultaba también manifiesta... Sí, era una paradoja imprevista, un feliz incidente... al menos para mí.
Avancé hacia ella y mis ojos debieron de revelar más de lo que yo creía, pues retrocedió unos pasos y se ruborizó más intensamente.
—¡No me toques! —susurró—. ¡No te atrevas a tocarme...!
—¿Acaso te hice daño alguna vez?
Aquella pregunta pareció prestarle confianza y negó con la cabeza.
—No —admitió—. Nunca me hiciste daño..., físicamente. Te he mandado llamar para darte las gracias por el favor que me has hecho, pero no sabía que fueras tú. Ignoraba que el Carson de que me hablaban fuera el mismo hombre que...
Se detuvo y me miró con una expresión implorante.
—El hombre que te dijo en el jardín del Jong que te amaba —terminé.
—¡No lo repitas! —gritó—. ¿Es que no te das cuenta de la grave ofensa que me infieres, del crimen que constituye tu declaración?
—¿Es un crimen amarte? —pregunté.
—Es un crimen decírmelo —repuso con cierta altivez.
—Pues entonces me siento culpable de un gran delito —contesté—, porque no puedo por menos de confesarte que te amo, que te amé desde el primer instante en que te vi.
—Pues si es así, no deberás volver a verme y no podrás volverme a decir esas palabras —afirmó decidida—. Gracias al favor que me has hecho te perdono tus pasadas ofensas, pero no las repitas.
—¿Y si no puedo remediarlo? —insistí.
—Pues no tienes más remedio —afirmó, muy seria—. Es una cuestión de vida o muerte.
Sus palabras me asombraron.
—No comprendo lo que quieres decir —observé.
—Kamlot, Honan y todos los vepajanos que están a bordo te matarían si lo supiera —repuso—. Mi padre, el Jong, te haría ajusticiar, cuando volviéramos a Vepaja. Todo depende de lo que le cuente yo.
Me acerqué un poco más a ella y le miré los ojos.
—Pero tú no se lo contarás —susurré.
—¿Por qué no? ¿Qué te hace pensar de ese modo? —me preguntó con una voz ligeramente temblorosa.
—Porque tú deseas que te ame —repliqué, en plan de reto cariñoso.
Golpeó el suelo con el pie, enfadada.
—¡Eres un insensato, un descortés, un loco! —exclamó—. ¡Sal en el acto de mi camarote! ¡No quiero volver a verte!
Se agitó su seno, relampaguearon sus ojos... Estaba muy cerca, y repentinamente sentí el deseo vehemente de estrecharla entre mis brazos. Quería oprimir su cuerpo contra el mío, cubrir sus labios de besos, pero más aún que todo aquello deseaba su amor y por eso supe dominarme, por temor a ir demasiado lejos y perder la ocasión de captar el cariño que creía se ocultaba en su subconsciente. No sé por qué me sentía tan seguro de ello, pero así era. Me hubiera sido imposible sentirme atraído por una mujer que sintiera repugnancia hacia mí. Desde el primer instante que descubrí a aquella muchacha observándome desde el jardín de Vepaja, me sentí seguro interiormente del interés que por mí sentía, tal vez algo más que interés. En aquello me juzgaba aún más intuitivo que una mujer.
—Siento que me expulses condenándome prácticamente al exilio —le dije—. No creo merecer esto, pero desde luego, mi moral y la tuya son diferentes. Para mí no hay mujer alguna que se sienta ultrajada por el amor de un hombre y por su confesión, salvo si está ya casada con otro.
Una repentina idea cruzó por mi mente, una idea que no se me había ocurrido antes.
—¿Perteneces ya a otro hombre? —le pregunté, acongojado por tal sospecha.
—¡Eso no! —protestó—. Aun no tengo diecinueve años.
Me maravillé de que no se me hubiera ocurrido hasta aquel instante que la joven del jardín del Jong pudiera estar casada.
No sé por qué, pero me alegró saber que no tenía setecientos años. Muchas veces me había preguntado cuál sería su edad, aunque, después de todo, poca importancia podía tener aquel detalle, ya que en Venus y hasta cierto límite nadie tiene más edad que la que aparenta... desde luego, en lo que se refiere a sus atractivos.
—¿Te vas a marchar o quieres que llame a un vepajano para que se enteren todos de tu conducta? —inquirió.
—¿Y que me maten? No, tú no puedes hacerme creer que serías capaz de hacer eso.
—Entonces, soy yo la que me marcho —afirmó—, y recuerda que no volverás a verme ni hablarme.
Con esta despedida, con este ultimátum tan poco alentador, salió de la estancia y se marchó a otra de sus habitaciones. Parecía que con aquello había terminado nuestra entrevista. Como no era pertinente que la siguiera, di media vuelta y me dirigí desconsolado hacia el camarote destinado al capitán, situado en la torrecilla.
Cuando me puse a meditar sobre la situación, hube de reconocer que no sólo no había progresado en mi cortejo, sino que la perspectiva estaba muy lejos de serme propicia. Una barrera infranqueable parecía levantarse entre los dos, aunque no sabía yo en qué consistía realmente. No podía admitir que le fuera totalmente indiferente, pero esto acaso no fuera más que un reflejo de mi egoísmo. Resultaba evidente, por sus palabras y acciones, que no deseaba tener trato alguno conmigo. Yo era incuestionablemente persona non grata.
A pesar de ello, o tal vez por ello mismo, comprendí que aquella segunda y más larga entrevista había servido para aumentar mi pasión dejándome en un estado de amorosa desesperanza. Su presencia a bordo del Sofal era un incentivo constante y su prohibición de mantener relación alguna conmigo sólo servía para incrementar mi ansiedad. Me sentía desdichado y la monotonía de aquel viaje de vuelta a Vepaja, sin previsibles incidentes, me prestaba escasa distracción. Me hubiera agradado hallar algún barco, pues cualquier nave había de ser enemiga. Estábamos fuera de la ley, éramos piratas, bucaneros, corsarios. Me inclino más hacia esta última denominación que tiene cierta tradición caballeresca para definir nuestra condición. Desde luego, Mintep no nos había encargado que saqueáramos barcos en beneficio de Vepaja pero habíamos comenzado a luchar contra los enemigos de Vepaja y por eso creía que el título más apropiado era el de corsarios. De todos modos, tampoco me hubiera asustado ninguna de las otras dos denominaciones. La palabra bucanero tiene una sonoridad que sugestiona a mi fantasía y es más distinguida que la palabra pirata.