Piratas de Venus (4 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

BOOK: Piratas de Venus
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Mi paso por la luna requería poco más de cuatro minutos. Lo calculé cuidadosamente por si tenía que aminorar la velocidad. No podría decir exactamente lo cerca que llegué de ella. Tal vez cinco mil pies sobre los picos más altos, pero ya era una proximidad respetable. La influencia ejercida por la gravitación de la luna había alterado definitivamente mi ruta, pero debido a la velocidad del torpedo se consiguió eludir sus garras. Ahora nos alejábamos. ¿A dónde íbamos?

La estrella más cercana, Alfa, del Centauro, se hallaba a veinticinco billones y medio de millas de la tierra. Hay que escribir la cifra para darse cuenta: 25.500.000.000.000 millas. Pero en el fondo se trataba de una distancia nimia, aunque, desde luego, no cabía esperar que hiciese una visita a Alfa Centauro, con un escenario tan inmenso ante mis ojos y tantos lugares a donde acudir. Ancho era el ámbito en que podía moverme, ya que la ciencia ha calculado el diámetro del espacio en ochenta y cuatro mil millones de años luz; y si uno piensa que la luz recorre ciento ochenta y seis mil millas por segundo, resulta evidente que el cálculo es capaz de satisfacer las apetencias del más consumado trotamundos.

No obstante, poco me importaban a mí aquellos problemas de distancia en tales momentos, ya que sólo tenía alimentos y agua para un año. Durante este lapso de tiempo el aero-vehículo podría recorrer poco más de trescientos quince millones de millas. Y si conseguía llegar a Alfa Centauro no despertaría grandemente mi interés, puesto que haría unos ochenta mil años que yo me habría muerto. Así es la inmensidad del universo.

Durante las veinticuatro horas que siguieron, la ruta de la nave aérea siguió casi paralelamente la de la luna alrededor de la Tierra. No sólo había desviado la atracción de la luna nuestro curso, sino que ahora parecía evidente que la Tierra nos había atrapado y tal vez nos viéramos condenados a vagar eternamente a su alrededor, como un segundo y diminuto satélite. Desde luego, a mí no me hacía ninguna gracia convertirme en una minúscula luna, tan minúscula que ni el más potente telescopio sería capaz de descubrirla.

El siguiente mes fue una dura prueba en mi vida. Resulta pedante mencionar la vida de uno en medio de unas fuerzas cósmicas tan gigantescas como las que me envolvían, pero sólo tenemos una vida y yo estimo la mía. Por esto cuanto más cercano se me presentaba el instante de perderla, más la amaba.

Al acabar el segundo día pareció evidente que habíamos conseguido eludir la influencia de la Tierra. No puedo decir que este descubrimiento me llenase de alegría. Mi plan de visitar Marte se había desvanecido y me hubiera agradado volver a la Tierra. Si hubiese conseguido arribar a salvo a Marte, habría podido ciertamente volver a la Tierra. Pero existía otra razón para sentir este deseo, una razón que se erguía ante mí como un fantasma amenazante: el sol. Ahora avanzábamos en línea recta hacia el sol y una vez cayéramos bajo el garfio de aquel horrible poder, nada podría cambiar mi destino. Estaría condenado a perecer.

Durante tres meses tendría que estar esperando el fin inevitable hasta sumirme, por último, en aquel horno ingente. La palabra horno resulta inadecuada si se quiere sugerir el calor solar, el cual se ha estimado entre treinta y sesenta millones de grados en el centro, factor este último que en poco podía afectarme, pues no pretendía llegar al centro del astro.

Sucedíanse los días, mejor podría decirse las largas noches, puesto que no existían más días que los cómputos de tiempo que yo anotaba al correr de las horas. Leía mucho, pero no escribía nada en el cuaderno de viaje. ¿Para qué iba a hacerlo, si lo que escribiese estaba condenado a hundirse pronto en el sol y a consumirse?

En la cocina ensayé toda clase de combinaciones culinarias poniendo a prueba mi fantasía. Comía mucho, lo que ayudaba a matar el tiempo y disfrutaba con mis condimentos.

Habían transcurrido treinta días y atisbaba yo el espacio cuando divisé un radiante resplandor a la derecha de nuestra ruta, pero he de confesar que no estaba de humor para deleitarme con tal espectáculo. Al cabo de sesenta días me encontraría en el sol. Y mucho antes, el creciente calor me habría destruido. El final de mi aventura se acercaba por momentos.

3. HACIA VENUS

Los efectos psicológicos de una experiencia como la que yo estaba atravesando tenían que ser considerables y aunque no pudieran medirse ni pesarse, yo me daba cuenta de que se estaban operando en mí cambios producidos por su influencia. Durante treinta días había estado vagando por el espacio hacia una muerte segura, hacia un final que probablemente, no dejaría como rastro ni una partícula de los átomos que me convierten en electrón. Había sufrido el trance en plena soledad y esto dio por resultado un enorme amortiguamiento de mi sensibilidad; se trataba, indudablemente, de una sabia previsión de la Naturaleza. Incluso la convicción de que era Venus la espléndida lúnula, emergiendo en su enormidad a estribor del torpedo, no me produjo mucha excitación. ¿Qué importaba que pudiera acercarme a Venus más de lo que ningún nombre había conseguido? Nada significaba aquello. Ni la presencia de la propia Divinidad desvanecía mi enervamiento. Es sabido que el valor de lo que vemos se mide solamente por las dimensiones de la audiencia que está presente. Viera yo lo que viera, no habría audiencia presente y, por tanto, carecía de valor.

No obstante, más bien para pasar el tiempo que por verdadero interés, me puse a hacer cálculos. Éstos me revelaron que me hallaba a una distancia aproximada de ochocientas sesenta y cinco mil millas de la órbita de Venus y que la cruzaría al cabo de unas veinticuatro horas. De todos modos, no pude precisar con absoluta justeza la distancia que me separaba del planeta. Lo único que resultaba aparente era que aquella distancia era cortísima. Al decir cortísima hay que pensar en el valor relativo de la palabra. La Tierra se hallaba a unos veinticinco millones de millas y el sol a unos sesenta y ocho millones de millas, así es que un objeto tan grande como Venus, a una distancia de uno o dos millones de millas, parecía cercano.

Como Venus viajaba en su órbita a la velocidad de cerca de veintidós millas por segundo, o sea un millón seiscientas mil millas en un día terrestre, se evidenciaba el hecho de que había de interceptar mi paso dentro de las veinticuatro horas siguientes. Se me ocurrió que si pasaba el torpedo muy cerca, como parecía inevitable, acaso Venus lo desviara y me salvara del sol, pero comprendía que aquello no era más que una vaga esperanza. Indudablemente el torpedo pasaría cerca de Venus, pero el sol no abandonaría su presa. Con tales pensamientos retornó mi apatía y perdí todo interés por Venus.

Escogí un libro y me tendí en el lecho para leer. El interior de la cabina estaba profusamente iluminado. Yo soy muy exagerado con la luz eléctrica. Tenía allí los medios de producirla durante once meses más, pero después de unas cuantas semanas yo no la necesitaría. ¿Para qué ahorrarla?

Estuve leyendo unas horas. Leer en la cama siempre me produjo sueño y también en esta ocasión sucumbí. Cuando me desperté permanecí aún tumbado en actitud perezosa unos minutos. Estaba avanzando hacia la muerte a una velocidad de treinta y seis mil millas por hora, pero yo no tenía ninguna prisa. Recordé el hermoso espectáculo que me había proporcionado Venus cuando lo vi últimamente y decidí echar otra ojeada sobre él. Distendí el cuerpo lánguidamente, me levanté y me dirigí hacia uno de los ventanos de estribor.

La escena que apareció encuadrada en el marco del cristal circular, era maravillosa, indescriptible. Venus estaba aparentemente a la mitad de distancia de antes y se ofrecía ante mis ojos al doble de tamaño, circundado por una aureola de luz en la parte en que el sol, situado debajo de él, iluminaba su capa de nubes produciendo aquella lúnula brillante.

Consulté el reloj. Habían transcurrido doce horas desde que descubrí el planeta y ahora, al menos, empecé a sentirme excitado. Venus se hallaba a la mitad de distancia en que estaba doce horas antes y yo sabía que el torpedo había recorrido la mitad del trayecto que le separaba de ella en aquel momento inicial. Resultaba posible una colisión y era probable que me viera precipitado a la superficie de aquel inhóspito mundo carente de vida.

Bien, ¿y qué? ¿Acaso mi suerte no estaba ya determinada? ¿Qué diferencia podía haber en que el final de todo se produjera unas semanas antes? La verdad es que me sentía excitado. No puedo decir que tuviera miedo. Nunca me causó miedo la muerte y este sentimiento lo dejé atrás cuando vi morir a mi madre. Pero ahora que la gran aventura estaba a punto de acabar, sentíame sobrecogido por todos los factores interrogantes que la muerte significa. ¿Qué vendría después?

Las largas horas siguieron su curso. Me parecía increíble, a pesar de estar habituado a pensar en las más escalofriantes unidades de velocidad, que el torpedo y Venus fueran avanzando hacia el mismo punto de la órbita, a una marcha tan inconcebible, el uno a la velocidad de treinta y seis mil millas por hora, y el otro, a la de sesenta y siete mil.

Resultaba difícil observar el planeta desde el ventano lateral, ya que se acercaba más y más. Me acerqué al periscopio. Venus se deslizaba majestuosamente por su ruta. Yo sabía que el torpedo se hallaba a menos de treinta y seis mil millas, a menos de una hora, del curso de la órbita del planeta, y no cabía duda de que nos había atraído a su esfera de acción. Estábamos destinados a sufrir un choque. Incluso en aquellas circunstancias, no pude evitar una sonrisa. Pensé en el fracaso de mis cálculos.

Era incuestionablemente una plusmarca de mal tirado, un error mayúsculo.

Aunque no me aterraba la idea de la muerte, aunque los astrónomos más famosos había asegurado que Venus era incapaz de soportar la vida humana, porque donde su superficie no es demasiado cálida, es demasiado fría, y aunque estuviera desprovisto de oxígeno, como afirmaban, el instinto de conservación, que es innato en todo ser humano, me impelió a adoptar los mismos preparativos que había determinado para descender sobre Marte, si hubiera conseguido llegar felizmente a la meta de mis propósitos.

Me puse mi vestido de lana, confeccionado de una sola pieza como una especie de “mono”, las gafas de seguridad y el casquete de fieltro y luego me ajusté el depósito de oxígeno, colgando delante, a fin de que no se enredara con el paracaídas y pudiera soltarse automáticamente si yo alcanzaba una atmósfera capaz de soportar la vida humana. Desde luego sería un accesorio embarazoso para el momento de “aterrizar”, utilizando el término corriente en el globo terrestre. Por último, me aseguré de que el paracaídas estaba bien sujeto.

Consulté el reloj. Si mis cálculos eran correctos, la colisión se produciría al cabo de un cuarto de hora. Volví de nuevo al periscopio.

La visión que se ofrecía ante mis ojos era realmente aterradora. Nos estábamos adentrando en una espesa masa de nubes negras. Era como el caos en el alborear de la Creación. La gravitación del planeta nos había atrapado. Yo ya no pisaba el suelo de la cabina. Me sentía alzado y me sujeté como pude. Aquello ya estaba previsto cuando ideé el torpedo. Nos íbamos hundiendo más y más hacia el planeta. En el espacio no existe abajo ni arriba, pero en aquel momento la sensación era la de bajar.

Desde el lugar en que me hallaba, tenía los aparatos de control al alcance de la mano, y a mi lado había una de las puertas laterales. Solté tres baterías de paracaídas y abrí la puerta que comunicaba con el torpedo interior. En seguida se notó una vibración aérea, como si los paracaídas se hubieran abierto y reprimieran, al menos temporalmente, la velocidad del torpedo. Aquello debía significar que había penetrado en alguna atmósfera, fuese del tipo que fuese, y que no se podía perder ya ni un segundo. Con el simple movimiento de una palanca, solté el resto de los paracaídas y luego me dirigí a la portezuela exterior. Las cerraduras funcionaban por medio de una gran volante, colocado en el centro, y el mecanismo estaba ideado para que se abrieran rápida y fácilmente. Me ajusté el embudo de oxígeno a la boca e hice funcionar el volante con rapidez.

Casi en el acto se abrió la puerta y la presión del aire desde el interior del torpedo me lanzó al espacio. Con la mano derecha sujeté la cuerda de mi paracaídas y esperé. Miré a mi alrededor para ver donde estaba el torpedo. Corría casi paralelamente conmigo y los paracaídas aparecían distendidos.

Sólo atisbé un instante la silueta del torpedo. Luego se hundió en la masa de nubes y se perdió de vista. ¡Qué magnífico espectáculo ofrecía en aquel breve período!

A salvo ya del peligro de verme arrastrado por el torpedo, di un estirón a la cuerda de mi paracaídas, mientras las nubes me engullían. Un intenso frío se filtraba a través de mi vestido de espesa lana y las húmedas nubes me sacudían el rostro como ráfagas de agua helada. Para alivio mío, se abrió mi paracaídas perfectamente y el descenso fue más lento.

Fui cayendo poco a poco. No tenía noción del tiempo ni de la distancia. Todo estaba muy oscuro y húmedo. Parecía como si me estuviera sumiendo en las profundidades de un océano, sin sentir la presión de las aguas. Eran tales mis pensamientos en aquellos instantes que no cabe la descripción. Acaso el oxígeno me hubiera emborrachado un poco. Me sentía agitado y ansioso de resolver el gran misterio que se abría a mis pies. La idea de que estaba cerca de morir no me preocupaba tanto como cuales serían mis experiencias después de la muerte. Estaba a punto de llegar a Venus y sería el primer ser humano que hubiese podido contemplar la faz del velado planeta. De pronto, entré en una zona de menos nubes; pero allá abajo, muy lejos, se divisaba algo semejante a otras nubes y recordé la tan comentada teoría de las dos capas de envuelven a Venus. A medida que iba descendiendo, la temperatura iba subiendo progresivamente, pero aun hacía frío.

Al penetrar en la segunda capa de nubes, noté un aumento considerable en la temperatura, tanto mayor cuanto más bajaba. Me aparté el aparato del oxígeno y traté de respirar con las narices. Aspiré fuertemente y comprobé que entraba suficiente oxígeno para vivir, y de este modo quedó destruida una teoría astronómica. La esperanza renació en mí como un faro en un país sumido en nieblas.

Mientras seguía descendiendo suavemente me di cuenta de una débil luminosidad que se veía abajo, a lo lejos. ¿Qué podría ser? Existían obvias razones para suponer que no era luz solar. La luz del sol no podía proceder de abajo arriba y, además, era de noche en aquel hemisferio del planeta. Naturalmente, fueron muchas las fantásticas conjeturas que se ofrecieron a mi mente. Pensé si aquello sería la luz de un mundo incandescente, pero en seguida descarté esta hipótesis porque el calor ocasionado por aquella incandescencia me habría destruido ya haría rato. Luego pensé si no sería luz reflejada por aquella porción de nubes iluminada por el Sol, pero, de ser así, resultaba evidente que las nubes que me rodeaban hubieran debido ser también luminosas y no lo eran. Únicamente restaba una solución práctica. Era la solución a la que lógicamente había de llegar un ser humano. Siendo como era un ser civilizado procedente de un mundo ya muy avanzado en las especulaciones de la ciencia y los inventos, atribuí el origen de aquella luminosidad a las fuerzas de la humana inteligencia. Sólo podría explicarme el fenómeno como un reflejo producido sobre las nubes por luz artificial, obra de seres que existían en la superficie de aquel mundo hacia el que me dirigía lentamente.

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