Authors: Edgar Rice Burroughs
—No he visto ningún niño desde que llegué a Amtor —le dije.
—Hay niños, pero desde luego en pequeño número.
—¡Y no hay viejos! —murmuré—. ¿Me podrías administrar ese suero?
Danus sonrió.
—Podré hacerlo con el permiso de Mintep, que supongo no será difícil de obtener. Ven, voy a extraerte un poco de sangre para determinar el tipo de suero que se adapta mejor a tus condiciones fisiológicas.
Me invitó a entrar en su laboratorio y cuando hubo realizado el experimento cosa que hizo con una gran facilidad, pareció sorprendido de la variedad y cantidad de bacterias perniciosas que revelaba el ensayo.
—Constituyes una amenaza para la vida perpetua en Amtor —exclamó echándose a reír.
—Pues en mi mundo siempre se me consideró hombre de perfecta salud —aseguré.
—¿Qué edad tienes? —inquirió.
—Veintisiete años.
—No gozarías de esa salud dentro de doscientos años si todas esas bacterias quedan en libertad para desarrollarse.
—¿Y cuánto podría vivir si se las elimina? —pregunté.
—No lo sé exactamente —repuso encogiéndose de hombros—. El suero se inventó hace mil años y aún hay entre nosotros personas que fueron de las primeras a quienes se inyectó. Yo tengo cerca de quinientos años y Mintep setecientos. Nosotros creemos que, salvo accidentes imprevistos, podemos vivir eternamente, pero, claro está, no podemos precisarlo. Teóricamente es así.
En aquel momento vinieron a llamarnos y yo salí a mi terraza para hacer un poco de ejercicio. Se me había hecho necesario realizarlo con asiduidad, ya que siempre fui de complexión atlética. La natación, el boxeo y la lucha libre fortalecieron y desarrollaron mis músculos desde que volví a América en compañía de mi madre, a la edad de once años, y me interesó mucho la esgrima cuando viajé por Europa, después de su muerte. Durante el período universitario me apliqué a practicar el boxeo de peso medio, en California, y alcancé diversas medallas en torneos de natación a distancia. Por esto la forzosa inactividad de los dos últimos meses me había relajado físicamente bastante. Hacia el final de mis estudios universitarios, me fui convirtiendo en un hombre relativamente grueso, pero era debido a la fortaleza y perfecto estado de mis huesos y músculos. Últimamente mi peso había aumentado unas veinte libras y esto ya significaba exceso de grasas.
Me las arreglaba lo mejor que podía en mi terraza de cien pies de extensión. Corría varias millas, hacía como si boxeara, saltaba con la cuerda y pasaba muchas horas cumpliendo los viejos preceptos higiénicos referentes a ejercicios físicos. Un día me dedicaba a boxear con mi sombra, a la derecha de mi terraza cuando descubrí de pronto a la joven del jardín. Me estaba observando. Chocaron nuestras miradas y entonces interrumpí mis ejercicios y le sonreí. Su rostro se cubrió de pavor y huyó velozmente. Yo me quedé desconcertado, sin comprender la causa de tan extraña actitud.
Me volví atónito a mi habitación, olvidando el ejercicio. Aquella vez había visto plenamente el rostro de la joven, mirándola a los ojos, y quedé prendado de su belleza. Desde que llegué a Venus, comprobé que todos los hombres y mujeres eran tipos agraciados, pero nunca pude imaginarme ver en éste ni en ningún otro mundo una tal perfección de color y de facciones, combinadas con los rasgos de carácter y de inteligencia, como la que admiré en el jardín contiguo a mi terraza. ¿Pero por qué echó a correr cuando yo le sonreí?
Tal vez lo hiciera simplemente porque descubrí que me estaba observando. Después de todo, la naturaleza humana coincide, en muchos aspectos, en todas partes. Hasta a veintiséis millones de millas de la Tierra existen seres humanos como nosotros y una joven dotada de curiosidad que echa a correr cuando se la descubre. Me pregunté si se parecería a las mujeres de la Tierra en otros aspectos, pero era tan hermosa que no lo dudé. ¿Sería joven o vieja? ¡Si tuviera setecientos años!
Entré en mi cuarto y me dispuse a bañarme, mudándome de ropa.
Hacía tiempo que había adoptado la prenda de vestir típica de Amtor. Cuando mis ojos se fijaron en el espejo que colgaba en mi cuarto de baño comprendí, de pronto, la causa del pavor de la joven y de su repentina huida. Era mi barba. Estaba sin cortar hacía casi un mes y resultaba lógico que aterrase a cualquier persona que no hubiese visto nunca una barba así.
Cuando volvió Danus, le pregunté qué podría hacer con mi barba. Entró en otra estancia y volvió con un frasco de ungüento.
—Frótate con esto el pelo del rostro —me instruyó—, pero ten cuidado de no tocar las cejas, ni las pestañas, ni el pelo de la cabeza. Déjalo húmedo un minuto y luego lávate la cara.
Me dirigí a mi cuarto de baño y abrí el frasco. Su contenido parecía vaselina y olía a demonios. No obstante, me friccioné siguiendo las instrucciones de Danus. Cuando, instantes después, me lavé, se desprendió el vello de mi barba dejándome el rostro suave y limpio. Corrí a la habitación donde había dejado a Danus.
—Eres realmente guapo —observó—. ¿A todos los hombres de ese fabuloso mundo del que me has hablado les crece el pelo en la cara?
—A casi todos —repuse—. Pero en mi país la mayoría se afeitan, quitándoselo.
—Supongo que las mujeres no dejarán de afeitarse —observó—. Una mujer con pelo en la cara sería una cosa verdaderamente repulsiva en Amtor.
—Es que nuestras mujeres son imberbes —le aseguré.
—¿Y los hombres no? ¡Qué mundo tan fantástico!
—Pero si a los de Amtor no les crece la barba, ¿para qué necesitáis esa pomada que me diste? —le pregunté.
—Es un auxiliar eficacísimo para la cirugía —me explicó—. En el tratamiento de heridas y lesiones en la cabeza es necesario eliminar el cabello de la zona objeto del tratamiento. Este ungüento cumple esta misión mucho mejor que el afeitado y además retarda el crecimiento del cabello nuevo, durante algún tiempo.
—¿Pero entonces el cabello vuelve a crecer?
—Sí, si no se aplica el ungüento con cierta asiduidad.
—¿Con qué frecuencia? —le pregunté.
—Úsalo durante seis días consecutivos, y entonces el pelo ya no te crecerá más en la cara. Nosotros solemos aplicarlo así en la cabeza de los criminales convictos y confesos. Cuando vemos a un hombre calvo o que lleva una peluca, procuramos vigilar las cosas que nos pertenecen.
—En mi país, cuando vemos a un hombre completamente calvo —observé—, lo vemos generalmente vigilando a sus hijas. Por cierto, esto me recuerda que he visto a una joven bellísima, en el jardín contiguo a mi terraza. ¿Quién es?
—Es alguien a quien no debes mirar —repuso—. Yo, en tu caso, no me atrevería a mencionar otra vez que la has visto. ¿Y te vio ella?
—Sí.
—¿Y qué hizo? —inquirió, muy serio.
—Pareció asustarse mucho y escapó.
—Acaso hubiera sido preferible que no te acercaras a esa parte de la terraza —sugirió.
Formuló su respuesta en unos términos y en un tono que no parecía admitir réplica y, por consiguiente, no insistí más en el asunto. No cabía duda de que en todo ello se ocultaba un misterio. Era el primer enigma que se presentaba en Vepaja y por eso era natural que despertase mi curiosidad. ¿Por qué no debía mirar a aquella joven? No era la primera vez que miraba a las mujeres sin caer en una falta condenable. ¿Era sólo aquella joven a la que me estaba vendado mirar, o se refería el consejo a otras mujeres igualmente sagradas? Se me ocurrió la idea de que pudiera ser una sacerdotisa o cosa parecida, pero descarté la hipótesis, ya que estaba convencido de que aquella gente no tenía religión de ninguna clase, o al menos yo no había descubierto el menor vestigio durante mis conversaciones con Danus. Más de una vez traté de explicarle la conveniencia de tener una creencia religiosa y me refería a los credos prevalecientes en la Tierra, pero no halló en mis palabras más interés que mi idea de hacerle ver la existencia de un sistema solar.
Como ya había visto una vez a aquella joven, sentí vehementes deseos de volverla a ver, y ahora que tal deseo aparecía contrarrestado por una prohibición, se acentuó mi apetencia de volver a admirar la divina belleza de aquella mujer y poder hablar con ella. No había prometido a Danus cumplir su prescripción, pues desde el primer momento adopté el criterio de no hacer caso de su consejo y aprovechar la primera oportunidad que se me presentase.
Comenzaba a cansarme aquel confinamiento virtual a que me veía condenado desde que llegué a Amtor. Ni un amable carcelero ni una prisión benigna pueden ser nunca sustitutos satisfactorias de la libertad. Le había preguntado ya a Danus cuál era mi verdadera situación y qué planes tenían conmigo para el porvenir, pero siempre eludió la respuesta con evasivas limitándose a decir que era huésped de Mintep, el Jong, y que mi porvenir dependía de la entrevista que en su día me habría de conceder Mintep.
Un día, de pronto, pareció acentuarse la noción de las restricciones a que me veía sujeto. No había cometido ningún crimen, era un visitante pacífico de Vepaja y no tenía el deseo ni la facultad de hacer daño a nadie. Estas consideraciones me hicieron adoptar una decisión, precipitando los acontecimientos.
Minutos antes me sentía contento con mi suerte, limitándome a esperar la decisión de aquella gente, pero ahora estaba desazonado.
¿Qué me había inducido a tan repentino cambio? ¿Sería esa misteriosa alquimia espiritual que transmuta uno de nuestros estados letárgicos en ambiciosos deseos? ¿Sería que la gloriosa visión de una mujer bellísima había trastornado repentinamente mis aspiraciones vitales?
Volvía a buscar a Danus.
—Te has mostrado muy amable conmigo —le dije— y he pasado unos días muy felices aquí, pero pertenezco a una raza que necesita la libertad más que nada en el mundo. Como ya te he explicado, me encuentro aquí contra mi voluntad, pero aquí estoy y creo tener derecho a que se me conceda el mismo trato que se os hubiera concedido a uno de vosotros al visitar mi patria en circunstancias parecidas.
—¿Y qué trato hubiera sido éste? —preguntó.
—El derecho a la vida, al libre albedrío y a la consecución de la felicidad. Lo que necesito, en una palabra, es libertad...
No creí necesario aludir a otros motivos de diversión, tales como banquetes de Cámaras de Comercio, almuerzos de las sociedades rotarías y de Kíwanis, triunfales procesiones, ajetreos de la bolsa de Valores, barullo periodístico y fotográfico, cinematógrafo... Lo único que mencioné fue la libertad y el derecho a ser feliz.
—Pero, amigo mío, cualquiera creería por tus palabras que estás encarcelado —exclamó.
—Y lo estoy, Danus —repuse—. Nadie lo sabe mejor que tú.
—Siento que opines de ese modo, Carson —se limitó a contestar encogiéndose de hombros.
—¿Cuánto va a durar esta situación? —insistí. Danus vaciló un momento.
—El Jong es el Jong —replicó—. Él te mandará llamar en su día... Hasta entonces continuemos viviendo en la camaradería que nos ha unido hasta ahora.
—Confío que nuestra amistad no cambie nunca, Danus —le dije—, pero deberías comunicar a Mintep, si te parece bien, que no puedo continuar aceptando su hospitalidad más tiempo. Si no me manda llamar pronto, me marcharé por propia iniciativa.
—No lo intentes, amigo mío —me aconsejó.
—¿Por qué?
—Porque no podrías conservar la vida media docena de pasos más allá de la residencia que se te ha designado —afirmó muy serio.
—¿Y quién me impediría marcharme?
—En el pasillo hay soldados de guardia —me explicó—, y tienen órdenes terminantes del Jong.
—¡Y dices que no soy un prisionero! —exclamé con una sonrisa amarga.
—Lamento que hayas planteado el asunto —me explicó—, porque, de otro modo, nunca lo hubieras sabido.
Era una mano de hierro en un guante de terciopelo. ¡Ojalá no tuviera que enfrentarme con un lobo disfrazado de oveja! Mi situación no era precisamente envidiable. No me quedaba ni siquiera el recurso de la huida ni sabía a dónde dirigirme. Pero no quería ausentarme de Vepaja. Había visto una joven en el jardín...
Transcurrió una semana durante la cual me despojé completamente de mi barba rojiza y recibí una inyección del suero de la longevidad. Esto último me hizo suponer que tal vez Mintep pensara devolverme la libertad, ya que sería absurdo hacer inmortal a una persona tenida por presunto enemigo y que se guarda prisionera, pero más tarde supe que el citado suero no confería la inmortalidad absoluta.
Mintep me hubiera podido aniquilar si hubiese querido. Ello hizo nacer en mi pensamiento la idea de que pudieran administrarme el suero a fin de colocarme en situación más segura para ellos. Mis recelos crecían por momentos.
Mientras Danus me inyectaba el suero, le pregunté si había muchos médicos en Vepaja.
—No tantos como había hace mil años, en proporción a nuestros habitantes —repuso—. Ahora todo el mundo recibe ilustración sobre el cuidado corporal y los conocimientos más esenciales para conservar la salud y la longevidad. Incluso sin el suero, procuramos aumentar nuestras resistencias contra las enfermedades corporales, y nuestra población podría vivir mucho. La higiene, la dieta y el ejercicio físico realizan milagros por sí mismos.
“Pero necesitamos doctores. El número de éstos se ha limitado ahora a uno por cada cinco mil ciudadanos, y además de administrar el suero, los médicos atienden a los que sufren heridas por accidentes de la vida cotidiana, en la caza o en la guerra.
“Antiguamente había muchos más doctores de los que cabría exigir en el seno de una sociedad que vive decorosamente, pero ahora hay diversas disposiciones que limitan su número. No sólo existe una ley que lo restringe, sino que los diez años de estudios que se requieren, el largo entrenamiento posterior y los difíciles exámenes que se han de sufrir, reducen el número de los que se deciden a dedicarse a tal profesión. Y aun existe otro factor, que probablemente influye, acaso más que ninguno, en la manifiesta reducción de gran número de médicos que, en tiempos pasados, amenazaban más salvaguardaban la continuidad de la vida en Amtor.
“Se trata de una disposición por la que se obliga a cada médico y a cada cirujano a archivar el historial clínico de cada uno de sus enfermos, el cual se entrega al médico director de su distrito. Desde el diagnóstico al completo restablecimiento, todos los detalles sobre la marcha de cada caso quedan recopilados y expuestos al examen público para que la gente pueda consultarlos. Cuando un ciudadano requiere los servicios de un médico o de un cirujano puede averiguar fácilmente aquellos facultativos que obtienen resultados favorables y aquellos que fracasan. Afortunadamente, en nuestros días, existen pocos de los últimos. La ley ha demostrado su eficacia.