Authors: Edgar Rice Burroughs
—¿Y fue así como me hizo usted ver el día 13 a aquella visitante de medianoche? —le pregunté.
—Era necesario —asintió— para cerciorarme de que estábamos en armonía psicológica. Su carta, al repetirme exactamente, las palabras que aparentemente había pronunciado la aparecida, me convencieron de que había encontrado la persona que venía buscando hacía tiempo. Pero antes de entrar en el fondo del asunto, creo razonable que conozca usted algunos antecedentes míos a fin de que pueda decidir si merezco o no su confianza, aunque no sé si le aburro.
Le aseguré que estaba muy lejos de aburrirme, y él continuó sus explicaciones.
—Apenas tenía yo once años cuando murió mi padre, y mi madre me trajo a América. Fuimos a Virginia primero y vivimos allí tres años, en compañía del abuelo de mi madre, el juez John Carson, cuyo nombre y reputación no le serán a usted desconocidos, ¿verdad?
“Después de la muerte del abuelo, mi madre y yo nos fuimos a California. Allí continué mis estudios en una escuela pública y más tarde entré en un pequeño Instituto de Claremont, muy reconocido por su buena organización docente y por su excelente profesorado.
“Poco después de graduarme, ocurrió la tercera y mayor tragedia de mi vida: murió mi madre. Aquel golpe me anonadó. Pareció como si la existencia hubiese perdido todo interés para mí; pero, aunque la vida me interesaba poco, no pasó, naturalmente, por mi imaginación la idea del suicidio. En cambio, me lancé a una existencia temeraria, y, abrigando ciertos proyectos, aprendí aviación. Adopté otro nombre y me convertí en un rostro del cine.
“No me veía obligado a trabajar para ganarme el sustento, pues había heredado de mi madre una fortuna cuantiosa que procedía de mi bisabuelo John Carson. Tan importante era la herencia que sólo derrochando podía pensar en gastar las rentas. Menciono este detalle porque la empresa que intento emprender requiere un capital considerable y deseo que comprenda usted que estoy en condiciones de atender ampliamente las necesidades financieras del asunto sin necesidad de ayuda alguna.
“La vida en Hollywood no sólo me aburrió. Había algo más: el sur de California estaba saturado de recuerdos del ser amado. Por esto determiné viajar. Hallándome en Alemania me interesé en la construcción de aviones-cohetes y financié algunos. Fue entonces cuando mi idea nació plenamente. No se trataba de nada fundamentalmente nuevo. Mi plan era dirigirme a otro planeta por medio de un torpedo-cohete.
“Mis estudios me habían convencido de que, entre todos los planetas, sólo Marte ofrecía probabilidades de estar habitado por seres parecidos a nosotros. Estaba persuadido, al mismo tiempo, de que si conseguía llegar a Marte, las probabilidades de volver a la Tierra serían muy problemáticas.
“Comprendiendo que debía tener yo algún otro móvil, distinto de mi propio egoísmo, al lanzarme a aquella aventura, decidí buscar una persona con la que pudiera comunicarme en el caso de que saliera triunfante en mi propósito. De este modo, tal vez podría prepararse una nueva expedición para ir en mi busca, confiando en que no faltarían espíritus aventureros dispuestos a repetir el viaje una vez convencidos de su viabilidad.
“Durante cerca de un año he estado ocupado en la construcción de un vehículo-cohete gigantesco, en la isla de Guadalupe, situada en la costa oeste de la baja California. El Gobierno mejicano me dio todas las facilidades imaginables y en este momento todo está preparado hasta el último detalle. Estoy dispuesto para partir en cualquier momento.
Cuando acabó de hablar, desapareció, y la silla en que estaba sentado quedó vacía. En la estancia sólo me encontraba yo. Me sentía asombrado, casi aterrado, y recordé lo que había dicho Rothmund sobre los efectos que producen los narcóticos en la imaginación. Asimismo recordé que los locos nunca se dan cuenta de que lo están ¿Sería yo un loco? Un sudor frío empapó mi frente.
Corrí en busca de Ralph. No cabía duda de que Ralph estaba en su sano juicio. Si realmente había venido Carson Napier y Ralph lo había visto entrar en mi despacho... ¡qué alivio representaría para mí!
Pero antes de que llegara yo a la puerta, Ralph entró en la estancia con rostro asombrado.
—Mister Napier ha vuelto —me dijo—. No sabía que se hubiese marchado. Hace un momento estaba hablando con usted.
Exhalé un suspiro de alivio y me enjugué el sudor de la frente. Si yo estaba loco, también debía de estarlo Ralph.
—Hágale entrar —dije—. Y esta vez quédese usted con nosotros.
Cuando volvió a aparecer Napier, en sus ojos había una expresión interrogante.
—¿Se ha dado usted cuenta de todo por mis explicaciones? —me preguntó como si no hubiera salido de la estancia.
—Sí, pero...
—Espere un momento, tenga la bondad —me rogó—. Sé lo que me va a decir y quiero suplicarle que me dispense a la vez que se lo explico. No había llegado aún aquí. Era la prueba final. Si está usted seguro de haberme visto y de haber estado hablando conmigo y puede recordar lo que le dije mientras me encontraba sentado en mi auto, resulta evidente que podremos comunicarnos perfectamente cuando yo llegue a Marte.
—Pero usted estuvo aquí —terció Rothmund—. ¿Acaso no le estreché la mano al entrar y le estuve hablando?
—Usted lo creyó así —repuso Napier.
—¿Quién es ahora el loco? —pregunté a Ralph. Desde aquel día Rothmund insistió en que le gastamos una broma.
—¿Y cómo sabe ahora que verdaderamente está presente? —preguntó entonces.
—No puedo estar seguro —confesé.
—Ahora sí que estoy aquí —afirmó Napier riendo—. Veamos, ¿hasta dónde había llegado en mis explicaciones?
—Me estaba diciendo usted que se hallaba preparado para partir y que tenía preparado el vehículo-cohete en la isla de Guadalupe— le recordé.
—Exacto. Veo que lo captó usted bien. Ahora, lo más rápidamente posible, voy a explicarle cómo puede ayudarme. He acudido a usted por diversas razones. La más importante es que a usted le interesa Marte. Además, tengo en cuenta su profesión, ya que el resultado de mi empresa ha de ser recogido por un hábil escritor y no cabe la menor duda respecto a su experiencia literaria. Me he tomado la libertad de realizar una investigación minuciosa sobre usted, y lo que deseo es que usted se encargue de recoger y publicar los mensajes que yo le remita, y, al mismo tiempo, que administre mis bienes durante mi ausencia.
—Acepto gustoso lo primero, pero tengo mis dudas respecto a aceptar la responsabilidad que implica su última proposición —observé.
—Ya he organizado una junta que le ayudará en todo —repuso en términos que no admitían réplica, pues era un hombre que saltaba por encima de todos los obstáculos, como si no existieran—. En cuanto a la remuneración, usted mismo puede fijar la que le parezca pertinente.
Hice un gesto de protesta con la mano.
—Será para mí un motivo de halago y me interesa mucho. No necesito remuneración alguna.
—Esta tarea puede acapararle gran parte del tiempo de que dispone —terció Ralph—. Y su tiempo es muy valioso.
—Precisamente por esto —asintió Napier—. Mister Rothmund y yo arreglaremos los detalles financieros de este asunto con su permiso.
—De acuerdo. Detesto todo lo que se refiere a discutir cuestiones de interés.
—Ahora volvamos al extremo más importante de nuestro asunto. ¿Qué le parece en conjunto mi proyecto?
—Marte se halla muy lejos de la Tierra —sugerí—. En cambio, Venus se encuentra a unos diez millones de millas más cerca, y un millón de millas es una distancia respetable.
—Así es, y me hubiera gustado ver Venus —repuso—. Envuelto, como se halla, en una espesa capa de nubes, su superficie resulta eternamente invisible a los ojos humanos y se me ofrece como un misterio que intriga mi imaginación. Pero recientes investigaciones científicas en el mundo de la astronomía han determinado que las condiciones climatológicas de ese planeta rechazan toda posibilidad de que pueda alentar ninguna manifestación de la vida peculiar de la Tierra. Se ha llegado a la conclusión, según algunos astrónomos, de que, con relación al Sol, desde la era de su prístina fluidez, siempre ofrece la misma cara, como ocurre con la Luna respecto a la Tierra. De ocurrir eso, el calor extremo de un hemisferio y el frío exagerado del otro harían imposible la existencia de vida humana. Y aunque la opinión de sir James Jeans se viera confirmada por los hechos, cada uno de sus días y de sus noches sería mucho más largo que los de la Tierra. Las noches transcurrirían a una temperatura de trece grados bajo cero, Fahrenheit, y los largos días a una temperatura alta en proporción.
—Incluso en tales condiciones podría haber surgido la vida —observé—. Los hombres subsisten lo mismo con los calores ecuatoriales que con los fríos árticos.
—Pero no sin oxígeno —replicó Napier—. St. John ha calculado que la cantidad de oxígeno que hay sobre la capa de nubes es menor en un diez por ciento que la de la Tierra. Después de todo, es natural que nos inclinamos ante la opinión autorizada de personalidades como sir James Jeans, que dice: “De acuerdo con lo que pueden valer los experimentos, éstos nos inclinan a afirmar que Venus, el único planeta del sistema solar, aparte de Marte y de la Tierra, en los que la vida puede existir, no posee vegetación alguna ni oxígeno que pueda servir de soporte a formas vitales elevadas”. Esta afirmación hace que sólo pueda pensar en explorar Marte.
Discutí con Napier sus planes hasta que llegó la noche, y por la mañana temprano salió para Guadalupe utilizando su anfibio “Sikorsky”. Desde entonces no he vuelto a verlo, al menos en persona, aunque, por medio de la telepatía, he podido comunicarme continuamente con él y lo he visto sumido en medio de los más extraños parajes que nunca un fotógrafo pudo captar.
De este modo, soy el médium a través del cual las extraordinarias aventuras de Carson Napier han podido ser conocidas en la Tierra. Pero no sólo soy eso, sino una especie de mecanógrafo o de dictáfono que recoge la historia que se relata a continuación.
Cuando llegué con mi aparato a aquel lugar abrigado de la desolada costa de Guadalupe, unas cuantas horas después de haber partido de Tarzana, el pequeño vapor mejicano que había adquirido para transportar a mis hombres, y los materiales y suministros, se balanceaba suavemente, anclado en el puertecito, mientras en tierra firme, esperando mi llegada, había unos grupos de operarios, mecánicos y ayudantes que habían trabajado lealmente durante unos meses para el acontecimiento que iba a tener efecto aquel día. Entre todos, destacaba por su estatura Jimmy Welsh, el único norteamericano que trabajaba para nosotros.
Conduje el hidroavión a la costa y lo amarré a una boya, mientras mis hombres echaban un bote del agua para venir a buscarme. Había estado ausente menos de una semana y la mayor parte del tiempo lo había pasado en Guaymas en espera de la carta que tenía que recibir, pero me acogieron todos con tan exuberantes pruebas de afecto que cualquiera me hubiera tomado por un hermano de cada uno de ellos, tenido por muerto y luego resucitado, tan desoladas y tristes parecen aquellas costas solitarias a los que han de quedarse en ellas, aunque sea únicamente durante un breve intervalo, sin contacto con el continente.
Acaso lo caluroso de su recepción era motivado por el deseo de ocultar sus propios sentimientos. Durante algunos meses habíamos convivido constantemente, forjándose entre nosotros una férvida amistad, y aquella noche debíamos separarnos con escasas probabilidades de volver a vernos. Aquél iba a ser mi último día en la Tierra. Después, yo estaría para ellos tan muerto como si mi cuerpo quedase enterrado a tres pies de profundidad.
Es posible que mis propios sentimientos influyeran en los suyos, pues debo confesar que presentía que aquellos instantes iban a ser los más embarazosos de mi aventura. He estado en contacto con gente de muchos países, pero no recuerdo ninguna con cualidades más laudables que los mejicanos no contaminados por el contacto con la intolerancia y el mercantilismo de los norteamericanos. Y luego, allí estaba Jimmy Welsh. Sería como si hubiera de separarme de un hermano, al despedirnos. Hacía bastantes meses que venía suplicándome que le dejara acompañarme y sabía que continuaría pidiéndomelo hasta el último instante, pero yo no podía arriesgar otra vida humana innecesariamente.
Subimos todos a los camiones que habíamos venido utilizando para transportar suministros y materiales desde la costa al campo de trabajo, situado a algunas millas en el interior del país, y comenzamos a avanzar por el camino que nosotros mismos habíamos trazado hasta llegar a la pequeña meseta donde descansaba el gigantesco torpedo aéreo sobre su pista, de una milla de largo.
—Todo está listo —dijo Jimmy—. Esta mañana hemos ultimado los últimos detalles. Las franjas de la pista han sido inspeccionadas al menos por una docena de operarios. Los rodillos están bien engrasados. Hemos recorrido una y otra vez la pista con el pesado armatoste y tres veces con el camión, para ultimar la carga. Tres de nosotros hemos compulsado aisladamente la lista de artículos y objetos del equipo y se ha hecho todo lo preciso, excepto encender los cohetes del aparato. Ahora, ya podemos partir. Me va a llevar con usted, ¿no es cierto, Car?
Hice un gesto negativo.
—No insista, Jimmy, por favor —le regué—. Tengo perfecto derecho a poner en peligro mi vida, pero no la de usted, así es que reprima sus deseos. No obstante, voy a hacer algo por usted. En prueba de mi reconocimiento por la ayuda que me ha prestado y sus demostraciones de adhesión, le voy a regalar mi hidroavión para que me recuerde siempre.
Mostróse agradecido, desde luego, pero no pudo ocultar su desencanto al ver que yo no le permitía acompañarme y comparé con tristeza el radio de acción del “Sikorsky” y el del “Armatoste”, nombre con el que había bautizado cariñosamente el gran torpedo-cohete que al cabo de pocas horas debía transportarme hacia el infinito.
—Un espacio de treinta y cinco millones de millas —murmuró con tristeza—. Y Marte como objetivo.
—Sí, y con el riesgo de estrellarme contra la meta —objeté.
El trazado de la pista sobre la que debía deslizarse el torpedo había sido objeto de un año de minuciosos cálculos y consultas. Se había determinado asimismo el día preciso de la partida y el punto exacto en que se elevaría Marte en el horizonte la noche prefijada. Igualmente se determinó la hora de partir. Fue preciso tener en cuenta la rotación de la Tierra y la atracción de los cuerpos celestes más cercanos. La pista quedó trazada de acuerdo con el resultado de todos estos cálculos y se construyó con una ligera inclinación en los primeros tres cuartos de millas, para formar luego un ángulo de dos grados y medio de su horizontal, aproximadamente.