Carlo, cubierto de tatuajes chapuceros, andaba por la ciudad con la nerviosa vivacidad de un cangrejo, y Fabio apestaba a orina y estaba idiotizado. Brunetti los conocía desde hacía años, nunca les había dado dinero y deseaba dejar de verlos en la calle, pero cuando se cruzaba con ellos sentía un vago malestar, como si, en cierta medida, él fuera responsable de su desgracia.
Para distraer el pensamiento de aquellos dos desahuciados, sacó la lista telefónica interna de la policía y marcó el número de Moretti.
—Ah, comisario —dijo el sargento cuando Brunetti se dio a conocer—. Todo el día he querido llamarle, pero hemos sufrido una invasión.
—¿Turistas? —bromeó Brunetti.
—Gitanos. Debe de haber una tribu en la ciudad: esta mañana hemos tenido nueve denuncias, todas ellas con la misma vieja historia de los niños de los periódicos. —Creí que eso lo hacían sólo en Roma —dijo Brunetti, recordando la escena en la que una caterva de críos agitaban periódicos y chillaban para distraer a la víctima mientras otro de la banda le daba un tirón al bolso o la billetera y salía corriendo.
—Ahora también lo hacen aquí.
—¿Han atrapado a alguno? —preguntó Brunetti. —Hasta ahora, a tres, pero todos son menores, o lo parecen, por lo que lo único que podemos hacer es ficharlos. Luego ellos hacen una llamada y al poco rato viene alguien que tiene el mismo apellido y se los lleva. —Moretti lanzó un suspiro de impaciencia y añadió—: Ya ni me molesto en decirles que han de mandar a los chicos al colegio, como tampoco les digo a los adultos a los que arrestamos que han de salir del país antes de cuarenta y ocho horas. La última vez que lo dije, el individuo se rió en mis narices. —Otra pausa—. Menos mal que no le aticé.
—No hubiera servido de nada, ¿verdad? —preguntó Brunetti con voz neutra.
—Por supuesto que no. Pero hay momentos en los que disfrutarías haciéndolo.
—No merece la pena.
—No, desde luego. Pero eso no te quita las ganas.
Brunetti creyó oportuno cambiar de tema.
—¿Quería hablarme del africano? ¿Ha recordado dónde lo vio?
—Yo no, lo ha recordado Cattaneo. Hará unos dos meses habíamos salido para atender una llamada. Muy tarde, quizá a eso de las dos, un individuo salió de un bar y vino corriendo detrás de nosotros. Dijo que fuéramos con él, porque iba a haber una pelea. Era cerca de
campo
Santa Margherita. Pero cuando llegamos ya había pasado lo peor.
—¿Él estaba allí?
—Sí, y fue una suerte que la cosa no se complicara.
—¿Por qué?
—Por los otros dos. Unos tipos que abultaban el doble que él. Si aquello no acabó mal fue, creo yo, porque en el bar había otras personas. Luego entramos nosotros y eso contribuyó a calmar los ánimos.
—¿Dice que eran las dos de la madrugada? —preguntó Brunetti sin disimular la extrañeza.
—Los tiempos cambian, comisario —dijo Moretti, y enseguida matizó—: o quizá sea sólo la zona de
campo
Santa Margherita la que ha cambiado, con todos esos bares, pizzerías y locales musicales. Aquello ya no está tranquilo de noche. Algunos establecimientos están abiertos hasta las dos o las tres de la madrugada.
—¿Y el africano? —preguntó Brunetti.
—En el bar había un par de hombres que se habían interpuesto entre él y los dos con los que habría estado discutiendo, como para separarlos. —Moretti reflexionó un momento y añadió—: En realidad, no creo que fuera algo grave. Como le decía, la cosa se había calmado antes de que llegáramos nosotros: ni sillas tumbadas, ni nada roto. Sólo tensión en el ambiente y aquellos otros tres hombres, o quizá cuatro, que hacían barrera, separándolos.
—¿Sabe cuál fue la causa de la disputa?
—No. Uno de los otros, digamos, los que pusieron paz, dijo que aquellos hombres estaban sentados a una mesa hablando y que empezaron a discutir, que el africano se levantó y fue hacia la puerta y los que estaban con él trataron de hacerle volver a la mesa. Fue entonces cuando aquel hombre nos vio pasar y salió a buscarnos.
—¿Cuánto tardaron en entrar? —preguntó Brunetti.
—Un par de minutos, diría yo.
—¿Dice que Cattaneo se acordaba de él?
—Sí; lo reconoció en cuanto le enseñé la foto. Y también yo, cuando él me lo recordó. Era el mismo hombre.
—¿Qué hicieron ustedes?
—Les pedimos los papeles.
—¿Y bien?
—Él tenía
permesso di soggiorno.
—¿Qué decía? —preguntó Brunetti.
—Indicaba nombre y lugar de nacimiento —dijo Moretti, y añadió—: Supongo.
—¿Por qué sólo lo supone?
—Porque no recuerdo los detalles. —Antes de que Brunetti pudiera objetar a esto, Moretti explicó—: Veo por lo menos un centenar de esos documentos a la semana, comisario. Miro si el sello es auténtico, si la foto corresponde a la persona y si hay señales de que ha sido manipulada, pero los nombres son muy extraños y generalmente no me fijo en el país de procedencia. —Y añadió—: Cattaneo tampoco lo recuerda. —Al advertir la decepción de Brunetti, el sargento dijo—: Lo único que recuerdo es el acento.
—¿Qué acento?
—Aquel hombre hablaba italiano bastante bien, pero con acento.
—Es natural, ¿no? —dijo Brunetti—. Era africano.
—Sí, desde luego, pero su acento era diferente. Me refiero a que los senegaleses hablan todos por el estilo: un poco en francés y un poco en su propia lengua. Ahora todos, me refiero a quienes los arrestamos, reconocemos el acento. Pero el de aquel hombre era diferente.
—¿Cómo, diferente?
—Pues no sé. Sonaba raro. —Moretti dudaba, como tratando de evocar el sonido, pero el recuerdo lo rehuía y sólo dijo—: No; no puedo describirlo con más exactitud.
—¿Y Cattaneo?
—Se lo he preguntado. Dice que ni siquiera lo notó. Brunetti abandonó el tema y preguntó:
—¿Y esos otros hombres? ¿También eran negros?
—No. Eran italianos. Los dos tenían
carte d'identità
—respondió Moretti.
—¿Recuerda algo de ellos?
—No; sólo que no eran venecianos.
—¿De dónde eran?
—De Roma.
Brunetti, al igual que la mayoría de italianos, tenía sentimientos encontrados respecto a Roma. Como ciudad le enamoraba, él se había rendido de buen grado a su exuberante belleza y no tenía reparos en reconocer que en majestuosidad podía competir con su propia ciudad. Ahora bien, por todo lo que Roma representaba, la miraba con hosco recelo, por considerarla fuente de toda la podredumbre y la corrupción del país. Era la sede del poder, un poder enloquecido como el hurón que ha probado la sangre. No obstante, Brunetti era consciente de que su aversión era exagerada e injusta: durante sus años de servicio, no le habían faltado ocasiones de comprobar que allí trabajaban infinidad de funcionarios íntegros, y también debía de haber políticos que estaban motivados por algo que no fuera la codicia ni la vanidad personal. Tenía que haberlos.
Miró el reloj, resistiéndose a sumirse una vez más en estas viejas reflexiones. Era más de mediodía y llamó a Paola para decirle que ahora salía y que tomaría el
vaporetto,
pero que empezaran a almorzar sin él. Ella repuso que lo esperarían, por supuesto, y colgó.
Cuando Brunetti salió de la
questura
había empezado a diluviar: las cortinas de agua, empujadas por el viento, se deslizaban casi en sentido horizontal sobre la superficie del canal que discurría frente al edificio. Observó que uno de los nuevos pilotos saltaba a la cubierta de su lancha y le gritó, resguardándose todavía en la entrada:
—Foa, ¿hacia dónde va?
El hombre se volvió. Aun a aquella distancia, se adivinaba en su cara una expresión de culpabilidad, lo que indujo a Brunetti a añadir:
—No me importa si se va a almorzar. Dígame sólo en qué dirección.
Foa, con semblante más relajado, gritó a su vez:
—A Rialto, señor. Puedo llevarlo a su casa.
Protegiéndose la cabeza con el abrigo, Brunetti corrió hacia la embarcación. Foa había extendido la toldilla de lona y el comisario decidió quedarse en cubierta con él: si iban a abusar del cargo utilizando una lancha de la policía para transporte privado, mejor hacerlo juntos.
Foa lo dejó al extremo de la calle Tiepolo. Aunque los altos edificios de cada lado algo le protegían de la lluvia, Brunetti llegó a la puerta de su casa con el abrigo empapado. En la entrada se lo quitó y lo sacudió rociando el suelo. Mientras subía la escalera, sentía filtrarse la humedad a través de la chaqueta de lana y el chasquido que acompañaba cada uno de sus pasos le indicaba que los zapatos chorreaban.
Al entrar en casa, le faltó tiempo para descalzarse y colgar el abrigo y la chaqueta, y sólo entonces percibió el calor y el aroma del ambiente y se permitió relajarse. Debían de haberle oído llegar porque Paola le gritó un saludo mientras él iba por el pasillo.
Cuando Brunetti entró en la cocina, descalzo, vio en el sitio de Raffi a una desconocida, una jovencita que se levantó al verlo. Chiara dijo:
—Es mi amiga, Azir Mahani.
—Hola —dijo Brunetti extendiendo la mano.
La niña miró a Brunetti, miró la mano y miró a Chiara, que dijo:
—Dale la mano, tonta. Es mi padre.
La niña se inclinó no sin rigidez y alargó la mano como si temiera que Brunetti no se la devolviera. Él se la estrechó y la retuvo un momento con delicadeza, como si fuera un gatito frágil. Le inspiraba curiosidad tanta timidez, pero no dijo más que hola y que se alegraba de que almorzara con ellos.
Él se quedó de pie, esperando a que la niña se sentara, pero ella parecía esperar a que se sentara él, hasta que Chiara le tiró del jersey.
—Vamos, Azir, siéntate ya. Él va a comer su comida, no a ti.
La niña se puso colorada, se sentó y fijó la mirada en el plato que tenía delante.
Al ver la turbación de su amiga, Chiara se levantó y se acercó a Brunetti.
—Azir, mira —dijo. Cuando hubo atraído la atención de la otra niña, se inclinó para mirar a su padre a los ojos diciendo:
—Con el poder de mi mirada te hipnotizaré y caerás en un sueño profundo.
Al momento, Brunetti cerró los ojos.
—¿Duermes? —preguntó Chiara.
—Sí —respondió Brunetti con voz soñolienta, dejando caer la cabeza sobre el pecho. Paola, que aún no había tenido ocasión de saludar a su marido, se volvió de cara a los fogones y siguió sirviendo cuatro platos de pasta.
Antes de volver a hablar, Chiara agitó la mano con ademán teatral delante de los ojos de Brunetti, para demostrar a Azir que él dormía realmente. Luego, inclinándose hacia el oído izquierdo de su padre, dijo arrastrando la última sílaba de cada palabra:
—¿Quién es la hija más maravillosa del mundo?
Brunetti, sin abrir los ojos, murmuró algo entre dientes.
Chiara lo miró con enojo, se inclinó un poco más y preguntó:
—¿Quién es la hija más maravillosa del mundo?
Brunetti parpadeó para indicar que por fin había captado la pregunta y dijo con voz indistinta y una entonación tan lenta como la de Chiara:
—La hija más maravillosa del mundo es…
Chiara, con la victoria al alcance de la mano, dio un paso atrás disponiéndose a oír el nombre mágico.
Brunetti levantó la cabeza, abrió los ojos y dijo:
—Es Azir —pero, a modo de premio de consolación, abrazó a Chiara y le dio un beso en la oreja. En este momento, Paola se volvió para decir:
—Chiara, ¿me ayudas a llevar los platos a la mesa como una hija maravillosa?
Cuando Chiara puso un plato de
pappardelle
con
porcini
frente a Brunetti, él lanzó una mirada furtiva a Azir y sintió alivio al comprobar que la niña había sobrevivido a la dura prueba de oír pronunciar su nombre.
Chiara se sentó y empuñó el tenedor. De pronto, mirando su plato con suspicacia, preguntó:
—Esto no tendrá jamón, ¿verdad,
mamma?
Sorprendida, Paola respondió:
—Claro que no. Nada de jamón con
porcini.
¿Por qué?
—Porque Azir no puede comerlo. —Al oír esto, Brunetti mantuvo la mirada fija en su propia hija apartándola deliberadamente de la más maravillosa del mundo.
—Ya lo sé, Chiara —dijo Paola. Y a Azir—: Espero que te guste el cordero, Azir. Después hay chuletas de cordero a la parrilla.
—Sí,
signora
—dijo Azir, las primeras palabras que pronunciaba desde que había empezado lo que Brunetti consideraba ya su dura prueba. Tenía acento extranjero, pero muy leve.
—Quería hacer
fessenjoon
—dijo Paola—, pero luego he pensado que tu madre debe de hacerlo mucho mejor y me he decidido por las chuletas.
—¿Conoce el
fessenjoon
—preguntó Azir animándose visiblemente.
Paola sonrió en torno a un bocado de
pappardelle.
—Lo he hecho un par de veces, pero aquí es difícil encontrar las especias adecuadas, sobre todo, el zumo de granada.
—Oh, mi madre tiene varios frascos que le trajo mi tía. Estoy segura de que estará encantada en darle uno —dijo Azir y, ahora que su expresión había adquirido vivacidad, Brunetti vio que era muy bonita, con una nariz fina, ojos almendrados y dos cascadas del pelo más negro que él había visto en su vida que le caían a uno y otro lado de la cara y enmarcaban el mentón.
—Magnífico —dijo Paola—. Y quizá tú puedas ayudarme a prepararlo.
—Me gustaría mucho —dijo Azir—. Diré a mi madre que le escriba la receta.
—Lo siento, no sé farsi —dijo Paola en un tono que sonaba a disculpa.
—¿Y si la escribe en inglés? —preguntó Azir.
—Perfecto —dijo Paola, y mirando alrededor—: ¿Alguien quiere más pasta?
En vista de que nadie respondía, se dispuso a retirar los platos, pero Azir se le adelantó, se quedó a su lado junto al fogón y, moviéndose con soltura, fue llevando a la mesa la fuente del cordero, un gran bol de arroz y una bandeja de
radicchi
asados.
—¿Cómo es que tu madre sabe inglés?
—Daba clases en la Universidad de Isfahán —dijo Azir—. Hasta que nos fuimos.
La frase quedó flotando en el aire, pero nadie preguntó a Azir por qué su familia había decidido marcharse ni si la decisión había sido suya.
La niña había comido muy poca pasta, pero atacó el cordero con un brío que la misma Chiara podía igualar a duras penas. Brunetti observaba cómo se amontonaban en el borde de sus platos los finos huesecillos arqueados de las chuletas y se admiraba de la velocidad a la que el arroz parecía evaporarse ante la acometida de los tenedores.