—¿A esto hemos de vernos reducidos? —preguntó Vianello, en el momento en que entraba Pucetti, con unas botas Doc Marten y un largo abrigo de napa.
Ni el comisario ni el inspector hicieron comentario alguno acerca de esta indumentaria. El joven agente puso un sobre en la mesa de Brunetti y se quedó de pie, titubeando. Brunetti le señaló una silla.
Del sobre Brunetti extrajo varias fotos envueltas en una hoja de papel doblada por la mitad, más otra hoja que, abierta, resultó ser uno de los formularios utilizados por la policía para tomar las huellas dactilares. En el papel que contenía las fotos, Brunetti reconoció la letra de Rizzardi: «Cuando llegué a la sala de operaciones, me dijeron que la autopsia ya estaba hecha, pero que el informe no estaba disponible. Así pues, tomé varias fotos del cadáver. Al dorso de cada una encontrará mis comentarios. Las huellas del impreso que se adjunta son las de la víctima, tomadas por mí. Le sugiero que las compare usted con las que se tomaron durante la autopsia, para comprobar si son las mismas.» Debajo de la línea se leía: «La autopsia fue hecha por el
dottor
Venturi.»
Brunetti puso las fotos en fila encima de la mesa. En la primera reconoció la cara del hombre: ojos cerrados y facciones relajadas en una actitud que a quien nunca hubiera visto a un muerto parecería de reposo.
Tardaron algún tiempo en interpretar la foto siguiente, que en un principio parecía ser de dos esculturas moteadas, cubiertas con extraños tocados simétricos. Luego, los ojos de Brunetti percibieron en las esculturas la forma de las plantas de unos pies y, en los tocados, los dedos. Se inclinó para examinar las motas, que eran circulares y del tamaño de la yema del dedo, todas ellas rosadas, en contraste con la piel pálida de la planta del pie. Dio la vuelta a la foto y leyó en el reverso: «Son quemaduras de cigarrillos. Están cicatrizadas, pero no creo que tengan más de un año o dos.» Brunetti volvió a mirar la foto. Ahora estaba claro, ahora todos lo veían.
La siguiente foto era del interior del muslo derecho, donde una hilera de círculos similares a los de las plantas de los pies discurría desde la rodilla hasta la ingle. Había unos veinte.
—
Oddio
—susurró Pucetti, horrorizado por la escalofriante vulnerabilidad que revelaba la foto.
La siguiente, reflejo de la anterior, mostraba el interior del muslo izquierdo. Los tres hombres, en silenciosa fila, miraban las fotos, resistiéndose a hablar.
La última mostraba lo que parecía otra cicatriz que, a juzgar por su situación respecto al ombligo, debía de hallarse en el centro del estómago. Brunetti reconoció la forma: los cuatro triángulos formando la cruz de Malta que estaban grabados en la frente de la cabeza de madera hallada en el bolsillo del pantalón del hombre. Las finas nervaduras eran más oscuras que la piel de alrededor; pero esta cicatriz estaba exenta de amenaza, hablaba de ritual, no de dolor. Brunetti dio la vuelta a la foto y leyó: «Esta cicatriz es mucho más antigua. Una especie de escarificación tribal.»
Brunetti se inclinó y reunió las fotos en un montón. Tomó el papel con las huellas y lo dio a Pucetti diciendo:
—Bájelo al laboratorio y entréguelo a Bocchese… si está solo. Pídale que las compare con las del informe de la autopsia. —Recordó la desaparición de las carpetas y añadió—: Si aún lo tiene.
—¿Nos consta que le dieran las huellas? —preguntó Vianello.
Brunetti, que hubiera debido comprobarlo, omitió hacerlo. Ahora movió la cabeza de arriba abajo aceptando la observación de Vianello y dijo a Pucetti:
—Pregúnteselo. Si no las recibió, que le diga si puede establecer una identificación. —Cuando el joven se iba, Brunetti añadió—: Discretamente.
Después de que saliera Pucetti, Vianello miró las fotos que Brunetti aún tenia en la mano y preguntó:
—¿Tortura?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Por los diamantes?
—Sí —respondió Brunetti, y añadió—: O por lo que fuera a comprar con ellos.
Brunetti y Vianello comprendían que, para poder hacerse una idea de qué iría a hacer aquel hombre con el dinero que obtuviera por los diamantes, tenían que descubrir quién era o, por lo menos, de dónde había venido. Instintivamente, rehuían referirse a las señales de tortura que tenía su cuerpo.
Al cabo de casi veinte minutos, Brunetti llamó al laboratorio y preguntó por Pucetti.
—¿Y bien? —inquirió cuando el agente se puso al teléfono.
—No hay con qué comparar la muestra, comisario —empezó Pucetti—. Dice Bocchese que no le enviaron nada.
Un leve «Ah» fue todo el comentario que Brunetti se permitió y luego dijo:
—Si ya ha hablado con Bocchese, puede volver a su trabajo.
—Sí, señor —respondió Pucetti, y colgó.
Cuando Brunetti trasladó a Vianello las palabras de Pucetti, la leve exclamación de sorpresa del inspector fue un eco de la proferida por su jefe.
—Hay que ir otra vez a hablar con ellos —dijo Brunetti sin preámbulos, poniéndose en pie. Ambos coincidieron en que era preferible prescindir de la lancha, por un lado, para que su llegada no llamara la atención y, por otro lado, para no dejar en la
questura
indicios de su destino. Caminaban con rapidez en dirección a Castello, eligiendo calles y atajos automáticamente, sin consultarse.
Brunetti abrió la puerta de la calle con la llave que le había dado Cuzzoni. Se pararon en la entrada, tendiendo el oído a los sonidos de los apartamentos. Aún no era mediodía, y los hombres tenían que estar en casa, esperando la hora de cierre de las tiendas para instalar sus puestos de trabajo ambulantes. Subieron la escalera y se detuvieron, uno a cada lado de la puerta del primer piso, a escuchar.
Silencio, el mismo que ambos habían percibido en la puerta de muchos apartamentos vacíos pero también de habitaciones en las que palpitaba el miedo o la amenaza. Se comunicaban sin palabras y casi sin señas. Brunetti se situó frente a la puerta y deslizó una llave en la cerradura, mientras Vianello sacaba una pistola que Brunetti ignoraba que llevara. El comisario trató de dar vuelta a la llave con la mayor suavidad posible, pero no pudo. Probó entonces con la más pequeña del segundo juego y notó que ésta engranaba. Al tiempo que la hacía girar, miró a Vianello moviendo la cabeza de arriba abajo. Brunetti accionó el picaporte y Vianello, apartando hacia un lado al comisario, empujó la puerta con el pie, se agachó y entró rápidamente en la habitación.
El caos que apareció ante sus ojos hablaba de huida y búsqueda, no de violencia. Los hombres del apartamento habían levantado el campamento, al parecer, súbita y definitivamente. El mobiliario de la sala estaba en pie; en la cocina quedaban ollas y cubiertos y, en la mesa, tres platos que contenían una especie de estofado rojizo. Los paquetes de comida se habían sacado de los armarios y vaciado en la mesa. El arroz y la harina mezclados formaban pequeñas dunas entre los platos y en el suelo una caja de bolsitas de té vacía descansaba encima de lo que había sido su contenido.
Cuando los policías se adentraron en el apartamento, vieron que todos los efectos personales habían desaparecido. No quedaba ni un calcetín que pudiera indicar quién había vivido allí; sólo las camas de camping revelaban el número de ocupantes que había tenido la vivienda. Una de las camas estaba volcada y las otras habían sido arrastradas fuera de su sitio, como si alguien hubiera buscado algo debajo. En el lavabo del cuarto de baño había un frasco de aspirinas humedecidas que se descomponían lentamente.
Sin molestarse ya en preservar el silencio, subieron al segundo piso, que se hallaba poco más o menos en el mismo estado que el primero: no había efectos personales y lo que quedaba había sido registrado sin miramientos.
Tras pasear una rápida mirada por el segundo apartamento, como por acuerdo tácito, subieron al último piso. La puerta estaba abierta y allí observaron mayores destrozos, pruebas de una búsqueda que no debió de ser muy larga, dada la escasez de objetos que contenía la habitación. A un extremo de la cama estaba la caja de los comestibles y éstos se hallaban esparcidos alrededor. Los cacahuetes y las galletas formaban un pequeño montón sobre la manta y sus bolsas de plástico habían sido arrojadas al suelo. Al lado de la caja se veía el trozo de queso Asiago, cubierto ya por una fina película de moho blanco.
—¿Ha traído alguna bolsa para pruebas? —preguntó Brunetti.
—No. ¿Le sirve el pañuelo? —dijo Vianello sacándolo del bolsillo de la parka. Lo extendió en la cama y se agachó a recoger las bolsas de plástico, levantándolas con cuidado por una punta con las yemas de los dedos. Cuando las hubo envuelto en el pañuelo, Vianello sacó del otro bolsillo una bolsa de la compra de plástico. Era amarilla y pregonaba el nombre de una cadena de supermercados en unas letras rojas visibles desde un bloque de distancia. En ella introdujo Vianello el pañuelo.
—¿A Bocchese? —preguntó.
Brunetti asintió.
—Los resultados a mí. Personalmente.
—¿Vale la pena que nos llevemos algo de los pisos de abajo? —preguntó Vianello.
—Quizá los envoltorios del arroz y la harina —sugirió Brunetti.
Cuando los tuvieron en su poder, abandonaron la casa, después de cerrar cuidadosamente todas las puertas. Al salir a la calle, automáticamente, se pusieron a hablar de los resultados de fútbol de aquel fin de semana. Un transeúnte los miró, pero, al oír a Vianello mencionar al Inter, dejó de prestarles atención y se metió en el bar de la esquina.
Cuando llegaron a la
questura
ya habían decidido cómo proceder. Vianello se fue por el corredor hacia el laboratorio en busca de Bocchese y Brunetti subió a su despacho a llamar por teléfono a un colega de la comisaría de San Marco, donde se guardaban los informes de los arrestos de los
vu
cumprà,
al que preguntó si podía ir a hablar con él.
Moretti, un hombre de baja estatura y frente despejada, lo esperaba en su despacho. En todos los años que llevaba tratándolo, Brunetti nunca lo había visto sin el uniforme ni tampoco fuera de este edificio. La mesa seguía tal como Brunetti la recordaba: un teléfono, una única carpeta abierta ante el sargento y, a la izquierda de éste, un artístico marco con una fotografía de la esposa de Moretti, muerta hacía tres años.
Los dos hombres se estrecharon la mano y hablaron de cosas sin importancia durante unos momentos. Brunetti declinó el ofrecimiento de café, convino en que, realmente, hacía mucho frío, y entonces dijo a Moretti que necesitaba información acerca de los
vu cumprà.
Con voz átona, sin revelar su opinión al respecto, Moretti dijo:
—Tenemos instrucciones de llamarles
ambulanti.
Con similar impasibilidad, Brunetti dijo:
—Pues acerca de los
ambulanti.
—¿Qué desea saber?
Brunetti sacó una foto del bolsillo interior de la chaqueta y se inclinó para ponerla frente a Moretti.
—Es el hombre al que mataron la otra noche. ¿Lo reconoce o recuerda haberlo arrestado?
Moretti se acercó la foto, la miró, la levantó y la orientó de manera que incidiera más luz en las facciones del hombre.
—Lo he visto, sí —dijo arrastrando las sílabas—. Pero desconozco que lo hayamos arrestado.
—¿Puede haberlo visto en la calle? —preguntó Brunetti.
—No. —La rapidez de la respuesta sorprendió al comisario. Al advertirlo, Moretti explicó—: Procuro no ir a los sitios en los que están ellos. Me disgusta verlos y no poder hacer nada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Brunetti, francamente desconcertado.
—No puedo arrestarlos solo, sin vestir de uniforme y sin llevar una orden. Y me desagrada verlos quebrantar la ley, de modo que procuro evitarlos.
Brunetti advirtió la irritación que había en la voz del hombre pero decidió hacer caso omiso. Quería ver si Moretti podía recordar dónde había visto al hombre. Observó cómo el sargento contemplaba la foto y cómo desviaba la mirada hacia el vacío para después volver a fijarla en la foto.
Moretti se levantó.
—Aguarde unos minutos, iré a preguntar si alguien lo reconoce. —Desde la puerta se volvió para preguntar—: ¿Seguro que no quiere un café, comisario?
—Gracias, Moretti, pero no. —El sargento desapareció. Para distraer la espera, Brunetti se puso en pie, se acercó al tablón situado al lado de la puerta y empezó a leer los varios anuncios del ministerio clavados en él. Una plaza vacante en Messina. Como si alguien que estuviera en su sano juicio pudiera desear optar a ella. Descripción de la manera correcta de llevar los nuevos chalecos antibalas. Brunetti se preguntó si podía haber más de una manera de llevarlos. Turnos de guardia para las fiestas de Navidad, lo que le recordó su cita con Paola a las cuatro.
Volvió a la silla, preguntándose por qué Moretti tardaría tanto. Abajo, al entrar, no había visto más que tres agentes. ¿Cuánto podían tardar en mirar una foto? Sacó el bloc y buscó una página en blanco. Escribió: «Regalos de Navidad», subrayó cuidadosamente las tres palabras y debajo, a la izquierda, con letra más pequeña, en pulcra columna, anotó: «Paola», «Raffi» y «Chiara». Entonces se detuvo porque no se le ocurría qué más podía escribir.
Aún estaba mirando los nombres cuando Moretti volvió a entrar en el despacho y se sentó a su mesa. Tendió la foto a Brunetti moviendo la cabeza negativamente.
—Nadie lo ha reconocido.
Brunetti rechazó la foto con un ademán y dijo:
—Quédesela. Tengo más en mi despacho. Le agradecería que preguntara a todos los que hayan estado en contacto con los
ambulanti
si lo reconocen. —Moretti afirmó con la cabeza, y Brunetti, recordando los años en que ambos habían colaborado amigablemente, dijo—: Y también le ruego que de esto hable sólo conmigo y con nadie más. —Le bastó una mirada para descubrir que Moretti, a pesar de la curiosidad que esta petición suscitara en él, comprendía su significado.
—Por si le puede interesar —empezó el sargento—, no se nos ha alentado a investigar este asesinato.
—Ni se les alentará —dijo Brunetti secamente.
—Ah —fue el único comentario que Moretti se permitió antes de añadir—: Me jubilo dentro de dos años y cada vez me fastidia más que me digan cuáles son los delitos que puedo y cuáles los que no puedo investigar. —Levantó la foto y volvió a mirarla—. Esta cara la he visto antes, lo sé… Es sólo un recuerdo vago y tengo la impresión de que no tenía nada que ver con esto —dijo agitando la foto en semicírculo para indicar el despacho.