—
Niente, niente
—respondió Bocchese sacando del bolsillo una caja metálica. Cuando la abrió, Brunetti vio que estaba forrada de un material blando. Bocchese metió la placa, cerró la caja y la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
—¿Ella le ha dicho que yo quería hablar con usted? —preguntó.
—Sí.
—Venga a ver esto. —Condujo a Brunetti hasta una mesa de examen sobre la que había varias fotos de huellas dactilares. Bocchese tomó una, revolvió con el índice en las restantes y sacó otra. Les dio la vuelta, leyó las anotaciones hechas al dorso y las puso una al lado de la otra.
Brunetti vio las ampliaciones de dos huellas que, como solía ocurrir, le parecieron idénticas, pero se guardó de decir tal cosa a Bocchese.
—¿Lo ve? —preguntó el técnico.
—¿Qué he de ver?
—Que son idénticas —dijo Bocchese ásperamente, sin el menor vestigio de la anterior afabilidad.
—Sí —dijo Brunetti, convencido.
—Las dos son de la casa de Castello.
—Siga —dijo Brunetti.
Bocchese dio la vuelta a las fotos, como para asegurarse de cuál era cuál y volvió a ponerlas donde estaban antes.
—Ninguna de ellas estaba en el apartamento cuando usted llamó la primera vez y enviamos a Galli, pero sí estaban la segunda vez —dijo golpeando con el dedo la primera foto. Entonces señaló a la otra—: Y ésta es del paquete de galletas que Vianello me trajo cuando ustedes volvieron a la casa.
—¿Son idénticas? —preguntó Brunetti.
—La misma impronta, la misma mano.
—El mismo hombre —dijo Brunetti.
—A no ser que acostumbre a prestarla —dijo Bocchese.
—¿Dónde estaba ésta? —preguntó Brunetti golpeando la primera huella con el dedo.
Bocchese volvió a darle la vuelta, miró el número y las abreviaturas escritas en el dorso y dijo:
—En la habitación del último piso.
—¿Dónde exactamente?
—En el picaporte, en la parte inferior. Es una huella parcial, pero me basta para cotejarla. Supongo que limpiaría el picaporte pero no todo alrededor, y quedó esa huella —dijo volviendo a golpear la foto. Luego señaló la otra—: Como le he dicho, ésta es de la bolsa de galletas. Son las únicas huellas claras que encontré en todo lo que me trajo Vianello. La bolsa estaba muy grasienta. Había restos de otras sustancias y huellas parciales, pero nada de lo que pudiera estar seguro. Sólo eso. —Hizo una pausa y añadió—: Repasé el informe de Galli. Él lo limpió todo después del examen, por lo que la huella fue impresa en la bolsa después de que ustedes se fueran.
—¿Las ha enviado a la Interpol?
—¡Ah, la Interpol! —exclamó Bocchese con la desesperación peculiar de quienes están obligados a tratar con las burocracias internacionales—. Por si le interesa, hasta aquí abajo nos han llegado esos rumores acerca del Ministerio del Interior, de manera que, para asegurarme, las envié a un amigo que trabaja en el laboratorio del ministerio y le pedí que me hiciera el favor de procesarlas particularmente. —Calló un momento y dijo—: También le envié esas otras, las de la víctima.
—¿Qué significa «particularmente»? —preguntó Brunetti.
—Verá. —Bocchese se apoyó en el mostrador cruzándose de brazos—. Con una petición oficial se tardarían una o dos semanas. Así puedo recibir la respuesta mañana mismo o pasado mañana. Y sin tener que enviar copias a nadie del ministerio.
Brunetti se había preguntado más de una vez por qué se molestaba en utilizar los conductos oficiales, si para hacer su trabajo tenía que servirse casi exclusivamente de relaciones y amistades personales. Le habría gustado saber si en todos los países o en todas las ciudades ocurría esto.
—¿Existirá un país en el que se deje a la policía hacer su trabajo en paz?
El técnico pareció considerarlo una pregunta genuina y le dedicó la reflexión que a su juicio merecía. Al fin dijo:
—Quizá, pero sólo allí donde el Gobierno desee que la policía funcione realmente, con independencia de quiénes sean los sospechosos o de la relevancia que tengan. —Al ver la expresión de Brunetti, añadió con una sonrisa—: Pero yo sigo votando a Rifondazione Comunista, por lo que supongo que debo verlo así.
Brunetti le dio las gracias por sus comentarios y por la información y volvió a su despacho, admirándose de haber descubierto más cosas acerca de Bocchese en aquella corta visita que en más de una década.
Alrededor de una hora después de que Brunetti volviera a su despacho, sonó el teléfono. Él contestó con su nombre.
—Pregunté a esa persona —dijo Sandrini sin preámbulos—. Mejor dicho, le sonsaqué y comentó que el trabajo había sido encargado a gente de Roma a la que se envió aquí para ejecutarlo.
—¿Y las pistolas? ¿No se ha enterado de que ahora hay detectores de metales en todos los aeropuertos? —preguntó Brunetti. Lo irritaba que Sandrini tratara de hablar en clave, y lo decía sólo para chinchar: introducir una pistola en Venecia no supondría dificultad alguna para gente con buenos contactos.
—¿No ha oído hablar del tren? —preguntó Sandrini ásperamente—. Corre sobre raíles, va y viene de Roma. Hace chuchuchú.
Pasando por alto la observación, Brunetti preguntó:
—¿Es eso todo lo que le ha dicho, que eran de Roma?
—¿Qué quería que hiciera, que le preguntara los nombres y direcciones y que les pidiera que me firmaran una confesión, para ponérselo más fácil? —gritó Sandrini, prescindiendo de claves y de toda discreción—. Naturalmente que eso es todo lo que me dijo. No voy a preguntarle directamente, y menos después de haber mencionado el tema una vez. Se lo olería a un kilómetro.
Brunetti tuvo que reconocer que no le faltaba razón: Sandrini no podía preguntar a su suegro por los asesinos sin despertar recelos. Quizá con el tiempo pudiera hacerse perdonar el episodio de la prostituta: al fin y al cabo, algunos mañosos habían sobrevivido a la sospecha de adulterio; pero nadie, por lo menos, que supiera Brunetti, había sobrevivido a la sospecha de deslealtad.
—Gracias —dijo Brunetti.
—¿Cómo? —exclamó Sandrini—. Yo arriesgo la vida y usted me dice «gracias». —Siguió una serie de observaciones que ponían en tela de juicio la honestidad de la madre del comisario y también la de la
Madonna,
por lo que Brunetti creyó oportuno colgar.
«Roma, Roma, Roma», susurraba Brunetti entre dientes. En el pasado, habría sido de esperar que los asesinos hubieran venido de más al Sur, pero en este mundo multicultural de ahora los sicarios podían venir de cualquier sitio. Repasó las palabras de Sandrini: habían sido enviados desde Roma para hacer el trabajo. El hecho de que el suegro estuviera enterado indicaba que los asesinos eran ejecutores de la Mafia, pero no necesariamente que el asesinato lo hubiera ordenado la Mafia. Se preguntó si existiría entre los asesinos a sueldo una amigable francmasonería y si los no involucrados estarían al corriente de lo que hacían sus congéneres y especularían en sus tertulias acerca de cuánto habrían cobrado sus colegas por tal o cual encargo. Lo grotesco de la idea no excluía su posibilidad.
Volvió a sonar el teléfono y, cuando contestó, se sorprendió al encontrarse hablando con su mujer.
—Nunca me llamas al despacho —dijo él.
—Casi nunca.
—Conforme, casi nunca. ¿De qué se trata?
—De la universidad.
—¿De los exámenes? —preguntó él, pensando que ella habría encontrado información sobre sus colegas del departamento de Historia del Derecho y que no podía esperar hasta la noche para comunicársela.
—¿Qué exámenes? —preguntó ella con audible confusión.
—Los del departamento de Historia del Derecho —dijo él.
—No; yo no sé nada de eso. Es sobre tu subsahariano.
Aunque sintió la tentación de especificar que no era
su
subsahariano, Brunetti se limitó a preguntar:
—¿Qué hay?
—Hice lo que me pediste, pregunté a mi amigo y él mencionó a una persona con la que solía colaborar, una especialista en esa clase de cosas.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Brunetti.
—Fetiches. Me ha dicho que en Europa es una autoridad en fetiches africanos. —El que Paola no hiciera comentario alguno acerca de lo exótico de la disciplina indicó a Brunetti que debía de considerarla una especialidad perfectamente normal, lo que, a su vez, demostraba que pasaba demasiado tiempo entre académicos.
—¿Y bien?
—Tengo su número de Ginebra —dijo Paola—. Podrías llamarla.
—¿Ginebra?
—¿Te da miedo hablar en francés?
—De algo tan complicado como todo esto, sí —respondió él.
—No te apures —dijo Paola—. Es suiza.
—¿Y qué tiene que ver?
—Los suizos lo hablan todo —respondió ella, le dio el número y colgó.
Tenía razón Paola, por lo menos, por lo que se refería a la profesora Winter, que hablaba algo de italiano, inglés y alemán a la perfección y las lenguas de las cinco regiones de África en las que realizaba sus investigaciones. Para sorpresa de Brunetti, la mujer no mostró curiosidad acerca de por qué la policía solicitaba su ayuda para identificar a un muerto y se limitó a pedirle que le describiera el objeto sobre el que deseaba información.
—Es una señal compuesta por triángulos —dijo él, en inglés—. Está grabada en una cabeza de madera tallada, de unos cinco centímetros de alto, arrancada, probablemente, de una estatua. La misma señal está marcada en el cuerpo de un hombre.
—¿En qué parte del cuerpo?
—En el estómago.
—¿La cabeza es de hombre o de mujer?
—De mujer, creo.
—¿Dice que tiene usted ese objeto?
—Sí. Y fotos. También fotos del cadáver.
Esperaba que ella hablara, pero, como no decía nada, le preguntó:
—Profesora, ¿usted podría facilitarme alguna información, por vaga que fuera, a partir de estos datos?
Después de vacilar un momento, ella dijo:
—No hasta que haya visto las fotos. Lo que dijera ahora sería pura especulación.
Brunetti se admiró de cómo se parecía la actitud de aquella mujer a la de los peores colegas de Paola, los que consideraban que la información era algo que debía darse con cuentagotas y sólo a quienes hicieran méritos para obtenerla.
—Disculpe —dijo la profesora Winter, y su voz se alejó del teléfono mientras hablaba a otra persona. Al cabo de un momento retornó para decir—: ¿Podría enviarme las fotos?
—Sí.
—Bien —dijo ella y deletreó su e-mail—. ¿Me las enviará pronto?
—Preferiría mandarle las fotos en papel —dijo Brunetti, sin más explicación—. Si me da la dirección de la universidad, se las enviaré hoy mismo. —Tenía la foto del cuerpo del hombre hecha por Rizzardi y él mismo había sacado una de la cabeza con una Polaroid.
—Ah —exclamó la profesora Winter. Le dio la dirección de la universidad y añadió—: Quizá en Suiza hacemos las cosas de otra manera.
—¿Está familiarizada con el trabajo de la policía, profesora?
—No de modo especial, no —dijo ella con voz neutra—. A veces me han pedido que identificara objetos o personas asesinadas, por mis conocimientos acerca de África.
—Comprendo —dijo Brunetti y preguntó—: ¿Muy a menudo?
—No; en Suiza no. La Interpol.
—¿Entonces es corriente que se mate a africanos en Europa? —preguntó él, tan curioso como sorprendido.
—No tanto como en África —respondió ella con frialdad.
—¿Y por qué motivos se les mata?
—Eso es cosa de la policía —dijo ella—. Mi función consiste únicamente en ayudarles a identificar a las víctimas.
—¿Hombres? —preguntó él.
—Tanto hombres como mujeres, lamentablemente.
Era evidente para Brunetti que la profesora Winter empezaba a cansarse de sus preguntas, y le dijo:
—Le mandaré las fotos lo antes posible, profesora, y le quedaría muy agradecido si pudiera decirnos de dónde cree que procede la marca.
—Encantada si en algo puedo ayudar —dijo ella cortésmente y colgó.
Brunetti oprimió el pulsador, marcó el número de la sala de agentes y preguntó por Pucetti. El agente que contestó dijo que Pucetti salía en aquel momento para atender a una llamada y dejó el auricular en la mesa ruidosamente. Cuando, al cabo de unos momentos, Pucetti se puso al aparato, Brunetti le pidió que subiera a su despacho. Mientras esperaba, hizo el sobre para la profesora Winter y metió en él fotos de la cabeza de madera y de la marca del estómago del muerto. Antes de cerrarlo, decidió incluir una de las fotos de la cara del hombre.
Pucetti llamó a la puerta y entró. Cuando Brunetti le dio el encargo, dijo que iba a Santa Croce por un robo en una farmacia y añadió que no era urgente y que por el camino la lancha podía parar en Correos.
—¿Fabio y Carlo? —preguntó Brunetti.
—¿Quién más roba farmacias? —La pregunta de Pucetti era puramente retórica, pero su irritación era real. Fabio Villatico y Carlo Renda eran dos drogadictos a los que no se podía meter en la cárcel porque estaban en fase terminal del sida. Durante el día, pedían limosna a los turistas y, por la noche, si no habían recaudado lo suficiente, entraban en las farmacias a robar drogas y se mezclaban cócteles intravenosos que muchas veces contenían más remedios para el resfriado y la gripe que otra cosa. Sus experimentos los habían llevado infinidad de veces a Urgencias y hasta ahora habían resistido a pesar de que hacía tiempo que los médicos del hospital habían declarado que su sistema inmunitario estaba tan debilitado que el primer resfriado podía acabar con ellos.
Ante la evidente hostilidad de Pucetti hacia los dos hombres, Brunetti prefirió no aludir a la extraña conmiseración que a él le inspiraban. Ninguno de ellos había trabajado nunca y ninguno había tenido un intervalo de lucidez desde hacía una década, pero ninguno había recurrido a la violencia, ni siquiera verbal, frente a los malos tratos que a veces recibían.
—¿Correo exprés? —preguntó Pucetti haciendo salir a Brunetti de su abstracción.
—Sí. Gracias, Pucetti.
El agente saludó y se fue, dejando al comisario un poco preocupado por la diferencia de su respectiva actitud hacia aquellos dos drogadictos. Pucetti pertenecía a la generación de los que predican la buena voluntad y la solidaridad con los que sufren y reclaman compasión para los oprimidos y, no obstante, con frecuencia, Brunetti advertía en ellos indicios de una intolerancia inquietante que le hacía mirar al futuro con temor. Se preguntaba si el sentimentalismo barato del cine y la televisión les habría provocado un shock insulínico que los incapacitaba para sentir empatía hacia víctimas de los desastres que creaba la vida real, que no eran tan enternecedoras como las de la ficción.