Ante un pastel de manzana, el interés por miles de años de historia fue barrido, lo mismo que Persépolis.
Estaba sonando el teléfono cuando Brunetti entró en su despacho a la mañana siguiente. Contestó con su nombre sosteniendo el auricular entre el oído y el hombro mientras peleaba con el abrigo tratando de liberar los brazos de las mangas.
—Soy yo —dijo un hombre, y Brunetti tardó un segundo en reconocer la voz de Claudio—. Tengo que verte. —Brunetti oía el rugido de lo que parecía el motor de una embarcación, por lo que Claudio debía de estar fuera de casa, cerca del agua.
Brunetti volvió a ajustarse el abrigo, tomó el teléfono con la mano libre y, respondiendo a la urgencia que percibía en la voz del anciano, dijo:
—Si quieres, puedo ir a tu despacho ahora mismo. —Mentalmente, ya se trazaba el itinerario hasta la casa de Claudio, y decidió tomar una lancha.
—No; es preferible que nos encontremos en… aquel sitio al que solíamos ir tu padre y yo a tomar una copa.
Doblemente alarmado ahora por tan veladas indicaciones, Brunetti dijo:
—Estaré allí dentro de cinco minutos.
—De acuerdo. Te espero —dijo Claudio cortando la comunicación.
Brunetti recordaba el bar: hacía esquina, frente a la verja del Arsenale. Claudio debía de estar en la Riva degli Schiavoni, si podía llegar allí en cinco minutos. Cuántas veces había estado en aquel bar, en la adolescencia, escuchando a los amigos de su padre hablar de la guerra, mientras disputaban interminables partidas de
scopa
en las que no se jugaban nada y consumían vasitos de un vino tinto tan cargado de tanino que les dejaba los dientes azulados. Su padre nunca decía mucho ni le interesaba el juego, pero estaba allí en su condición de veterano y de amigo de Claudio, lo que para los otros era suficiente.
Acababa de colgar cuando volvió a sonar el teléfono. Pensando que podía ser otra vez Claudio, Brunetti descolgó y se acercó el auricular al oído.
—Brunetti —aulló Patta—, quiero hablar con usted ahora mismo. —El tono estaba en consonancia con las palabras, las cuales, a su vez, debían de casar con el estado de ánimo del
vicequestore.
Silenciosamente, Brunetti colgó, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Aún no había salido del despacho cuando ya volvía a sonar el teléfono.
Al llegar frente al Arsenale, Brunetti, casi sin reparar en los leones, entró directamente en el bar, buscando la cara de su amigo. Al no ver a Claudio, miró el reloj y comprobó que sólo hacía seis minutos que había salido de la
questura.
Pidió un café y se volvió de cara a la puerta. Al cabo de otros cinco minutos, vio al anciano bajar por el puente que conducía al Arsenale, apoyándose en un bastón.
Claudio se detuvo delante de los leones de piedra y estuvo contemplándolos largamente, primero uno y después el otro, como si quisiera grabarse su figura en la memoria. Después retrocedió hasta el pie del puente, miró a la izquierda, hacia las verjas del Arsenale y luego a la laguna, y echó a andar por el borde del canal en dirección al
bacino.
Para un observador casual, el anciano del bastón podía ser un visitante interesado en conocer a fondo la zona del Arsenale; para un policía era alguien que comprobaba si lo seguían.
Claudio dio media vuelta y fue hacia el bar. Cuando entró, Brunetti no se movió, dejando que él diera el primer paso. El anciano fue hacia la barra y se quedó al lado de Brunetti, pero no le saludó. Cuando se acercó el barman, pidió té con limón, luego alargó el brazo y atrajo hacia sí el
Gazzettino
del día. Brunetti dijo al barman que le trajera otro café. Claudio no levantó la vista del periódico hasta que llegó su té, entonces lo apartó, miró por la ventana al
campo
desierto, luego a Brunetti y dijo:
—Ayer por la tarde me siguieron.
Brunetti echó azúcar a su café e inclinó la cabeza en dirección a Claudio.
—Era un hombre solo y no me costó trabajo despistarlo. Bueno, eso creo.
—¿Hasta dónde te siguió?
—Hasta la estación del tren. Me puse a esperar el 82, que llegó tan lleno como siempre. Me quedé en el embarcadero hasta que el marinero empezó a correr la puerta y entonces me abrí paso a empujones gritando que, con tanto turista, no queda sitio para los venecianos. —Miró a Brunetti con una sonrisa maliciosa—. Entonces el hombre descorrió la puerta y me dejó subir. A mí solo.
—
Complimenti
—dijo Brunetti tomando nota de la táctica por si un día le era necesaria.
Claudio echó un endulzante en el té, removió el líquido con la cucharilla y dijo:
—Ayer hablé con varias personas y envié unas cuantas piedras a alguien que conozco en Amberes. —Bebió un sorbo de té, dejó la taza y añadió—: Y otras las enseñé a un colega de aquí. Fue al salir de su casa cuando me fijé en el hombre.
—¿Qué explicación diste a esas personas? —preguntó Brunetti, curioso por saber cuál de ellos podía haberle hecho seguir.
—Déjame terminar —dijo Claudio tomando otro sorbo de té—. Pregunté a un amigo de Vicenza si últimamente le habían ofrecido diamantes africanos. No tiene tienda, trabaja en su casa, como yo, pero es el mayorista más importante de todo el Norte.
Cuando ya parecía que el anciano había terminado, Brunetti, sin atreverse a preguntar directamente por la fiabilidad de aquellas personas, inquirió:
—¿Es un comerciante de renombre?
—Sí; en el Norte lo conoce casi todo el mundo. Quien quisiera vender un gran lote de piedras tendría que acudir a él, es decir, si algo sabía acerca del mercado.
—¿Y bien?
—Nada —dijo Claudio—. Nadie le ha ofrecido diamantes como ésos.
Brunetti comprendió que no convenía cuestionar esto.
—¿Dónde están las piedras? —preguntó finalmente.
—¿Las que me entregaste?
—Sí.
—En lugar seguro.
—Vamos, Claudio, no te hagas el listo conmigo. ¿Dónde están?
—En el banco.
—¿El banco?
—Sí. Desde… desde aquella vez guardo mis mejores piedras en una caja de seguridad del banco. Allí he puesto también las tuyas.
—No son mías —le rectificó Brunetti.
—Son más tuyas que mías.
Brunetti, comprendiendo que no tenía objeto discutir, preguntó:
—Si piensas que nadie ha hablado, ¿por qué habían de seguirte?
—He estado casi toda la noche dándole vueltas —respondió Claudio—. O bien el lugar donde las encontraste estaba vigilado y te siguieron hasta mi casa, aunque supongo que tú te habrías dado cuenta, de modo que esto podemos descartarlo, o bien el hecho de que yo sea el comerciante más conocido de la ciudad hace de mí una persona a la que conviene vigilar, por si acaso. O bien el teléfono de mi amigo está pinchado. —Cerró los ojos, los abrió enseguida y añadió—: O yo soy un viejo idiota que no ha podido aprender a desconfiar de los amigos. Elige.
Al igual que Claudio, Brunetti descartó la primera posibilidad. Su afecto hacia el anciano le inducía a desestimar también la última y elegir una de las otras dos, pero tuvo que reconocer que cabía cualquier probabilidad.
—¿Has podido averiguar algo sobre las piedras?
—Enseñé cinco a mi amigo, dos de las tuyas y tres que sé que proceden del Canadá. Al principio sólo dijo que le gustaría comprarlas. —El anciano hizo una pausa y prosiguió—: En realidad, eso es lo que yo esperaba que dijera. —Miró a Brunetti, luego a la ventana y otra vez a Brunetti—. Pero cuando le respondí que no estaban en venta y que sólo deseaba saber de dónde creía él que procedían, dijo que tres eran canadienses y dos africanas. Precisamente esas dos.
—¿Está seguro? —preguntó Brunetti.
Claudio lo miró largamente, como buscando la mejor manera de explicárselo.
—Más seguro de lo que pueda estarlo yo —dijo Claudio—. Porque él sabe más. —Al ver que Brunetti no parecía muy convencido por esta afirmación, el anciano prosiguió—: Él no me explicó la razón por la que atribuía esa procedencia a las dos piedras. Mentiría si te dijera eso, Guido, pero él entiende de estas cosas. Otros necesitan máquinas para detectarlo, pero a él le basta con mirarlas. Ya sé que tú deseas información y hechos concretos, por eso te diré que las máquinas miden los otros minerales que están atrapados en los cristales de carbón, los cuales varían de un «pipe» a otro. Si sabes qué minerales se dan en cada sitio, las máquinas te permiten identificar las piedras por el color. —Claudio hizo una pausa—. Pero en realidad es cuestión de vista. Si has mirado millones de piedras, lo sabes. —Sonrió y terminó—: Es lo que le pasa a este hombre, sencillamente, él sabe.
—¿Tú le crees?
—Le creería aunque me dijera que son de Marte. Es el mejor.
—¿Mejor que tú?
—Mejor que cualquiera, Guido; tiene el don.
—¿Sólo África? ¿No podía concretar un poco?
—No se lo pedí. Sólo le dije que las tasara, para estar seguro de que el precio que yo les había puesto era el correcto. Me dijo sólo de pasada que eran africanas, para demostrarme lo mucho más que él sabe de piedras.
—¿Y en cuánto las valoró? —preguntó Brunetti.
—Dijo que, bien talladas, valdrían como mínimo treinta y cinco mil euros. —Al advertir la sorpresa de Brunetti, explicó—: Cada una, Guido, y las que le enseñé no eran las mejores.
Ahora Brunetti recordó algo que aún no había preguntado.
—¿Cuántas había, una vez limpias de sal?
—Ciento sesenta y cuatro, todas calidad gema y casi del mismo tamaño. —Y, antes de que Brunetti pudiera hacer el cálculo, dijo—: Con ese promedio, son casi seis millones de euros en total.
El valor de las piedras asombró a Brunetti, pero más fuerte que el asombro era la preocupación por la posibilidad de que alguien hubiera seguido a Claudio.
—Dime qué aspecto tenía el hombre.
—Era tan alto como tú y llevaba abrigo y sombrero. Uno de tantos. Y, antes de que me preguntes, no, no lo reconocería si volviera a verlo. No quise que supiera que lo había visto, de manera que, cuando noté que me seguía, procuré disimular. —Claudio tomó la taza y bebió un sorbo de té.
Brunetti preguntó entonces, introduciendo en su voz una nota de alivio:
—Es decir, que quizá no estuviera siguiéndote.
Claudio dejó la taza y miró a Brunetti con firmeza.
—Me seguía, Guido. Y lo hacía muy bien.
Brunetti decidió no preguntar cómo había aprendido Claudio a distinguir en esta materia y sólo dijo:
—Esos hombres con los que hablaste, ¿confías en ellos?
Claudio se encogió de hombros.
—En este negocio, o te fías de la gente o no te fías.
—¿No hablarán de las piedras?
Claudio volvió a encogerse de hombros con indiferencia.
—No creo que hablen, a no ser que les pregunten.
—¿Y si les preguntan?
—Quién sabe.
—¿Son amigos? —preguntó Brunetti.
—Las personas que comercian con diamantes no tienen amigos —respondió Claudio.
—¿Y el hombre de Amberes?
—Es el marido de mi sobrina.
—¿Eso significa que es amigo?
Claudio se permitió una pequeña sonrisa.
—No. Pero significa que puedo confiar en él.
—¿Y?
—Y le pedí que, si podía, me dijera de dónde procedían las piedras.
—¿Cuándo esperas su respuesta?
—Hoy.
Brunetti no pudo disimular la sorpresa.
—¿Cómo se las enviaste?
—Oh —dijo Claudio con estudiada naturalidad—. Tengo un sobrino que me hace trabajos eventuales.
—¿Trabajos eventuales como llevar diamantes a Amberes?
—No es la primera vez.
—¿Cómo hizo el viaje?
—En avión. ¿Cómo hay que ir a Amberes? Bueno —rectificó—, en avión a Bruselas y luego en tren.
—No debiste hacer eso, Claudio.
—Creí que era urgente —dijo el anciano, casi ofendido.
—Lo es, pero no debes hacer eso por mí. Deja que te pague los gastos.
Claudio agitó una mano casi con enojo.
—Viajar es bueno para él. Así ha visto cómo se trabaja allí. —Miró a Brunetti con afecto—. Además, tú eres un amigo.
—¿No dices que las personas que comercian con diamantes no tienen amigos? —dijo Brunetti, pero con una sonrisa.
Claudio alargó la mano, quitó un hilo suelto de la costura del abrigo de Brunetti y lo dejó caer al suelo.
—No te hagas el tonto conmigo, Guido —dijo, sacando la billetera para pagar.
Cuando iban a salir del bar, Brunetti tuvo que reprimir el impulso de ofrecerse a acompañar a Claudio a su casa, porque comprendía que él era la última persona con la que a su amigo le convenía ser visto. Así pues, dejó que el anciano se fuera solo y se quedó cinco minutos hojeando el
Gazzettino
antes de salir a su vez. Decidió volver a la
questura,
no porque le apeteciera sino porque Claudio se había ido en dirección opuesta.
El agente de la puerta saludó y dijo a Brunetti:
—El
vicequestore
Patta desea verle, señor.
Brunetti le dio las gracias agitando una mano y fue hacia la escalera. Subió a su despacho, se quitó el abrigo y marcó el número de la extensión de la
signorina
Elettra. Cuando ella contestó, Brunetti preguntó:
—¿Qué quiere?
—Oh, Riccardo —dijo ella al reconocer su voz—. Gracias por contestar a mi llamada. ¿Podríais venir a cenar el jueves en lugar del martes? Olvidé que tenía entradas para un concierto y me gustaría cambiar el día, si no os importa. —En un aparte, la oyó decir—: Voy ahora mismo,
vicequestore.
—Y volviendo al teléfono—: ¿El jueves a las ocho, Riccardo? Magnífico. —Y colgó.
Aunque era tentadora la idea, Brunetti no podía creer que la
signorina
Elettra hubiera tratado de indicarle que se fuera y no volviera a la
questura
hasta el jueves por la noche, por lo que bajó la escalera para acudir a la llamada de su superior. En el antedespacho, vio que la puerta de Patta estaba entreabierta y dijo al entrar:
—Buenos días,
signorina.
Me gustaría hablar con el
vicequestore,
si está libre.
Ella se levantó, fue hacia la puerta, la abrió del todo y entró en el despacho. Brunetti la oyó decir:
—El comisario Brunetti desea verle, señor. —Al cabo de un momento salió y dijo—: Está libre, comisario.
—Gracias,
signorina
—dijo él entrando por la puerta que había quedado abierta.