—… cerca de Santa Maria Materdomini —oyó decir a la
signorina
Elettra cuando volvió a sintonizar con la conversación que ella mantenía con Vianello.
—¿Bertolli? —preguntó el inspector—. ¿No es el que estaba en el consejo municipal?
—Sí; Renato. Es abogado —dijo la
signorina
Elettra.
—¿Y el otro? —preguntó Vianello.
—Cuzzoni. Alessandro —dijo ella, e hizo una pausa, para ver si el nombre les decía algo—. Es de Mira, pero ahora vive aquí y tiene una tienda.
—¿Una tienda de qué?
—Es joyero, pero casi todo lo que vende es de fábrica —dijo ella con la displicencia de la mujer que nunca llevaría una joya hecha a máquina.
—¿Dónde está la tienda? —preguntó Brunetti, no porque le interesara sino para demostrar que estaba escuchando.
—Cerca de Ventidue Marzo. En la calle que sube hacia la Fenice viniendo del puente.
Brunetti puso a caminar su memoria hacia
campo
San Fantin, por la callejuela que va hacia el puente, pasando por delante de la tienda de antigüedades.
—¿Frente al bar? —preguntó.
—Creo que sí —respondió ella—. No he comprobado la dirección, pero es la única joyería.
—¿Y estos dos alquilan a
extracomunitari
—preguntó Brunetti.
—Eso me ha dicho Leonardo. Nada de contratos a largo plazo, ni limitación del número de personas, y pago en efectivo.
—¿Amueblados o sin amueblar? —preguntó Vianello.
—Indistintamente —respondió la
signorina
Elettra—. Si se les puede llamar amueblados. Dice Leonardo que hará unos dos años publicaron un reportaje sobre uno de esos apartamentos. Era increíble: siete personas durmiendo en una habitación, con la casa infestada de cucarachas, y una cocina y un baño como no había visto en su vida y, cuando le pregunté cómo estaban, me dio a entender que preferiría no enterarme.
—¿Y uno de esos dos era el casero? —preguntó Brunetti.
—No lo sé, no me lo dijo. De todos modos, tiene la impresión de que alquilan a
extracomunitari.
—¿Sabe dónde están los apartamentos? —preguntó Brunetti.
—No. Como le he dicho, mi amigo ni siquiera está seguro de que ellos les alquilen, sólo oyó sus nombres a personas que hablaban de los que están dispuestos a alquilar a
extracomunitari.
—¿Es su despacho? —preguntó Brunetti, mirando la dirección de Renato Bertolli y tratando de situarla.
—Sí. La he comprobado en
Calli, Campielli e Canali,
y me parece que tiene que estar justo enfrente
del fabbro,
el cerrajero.
Esto bastó a Brunetti. Había estado allí varias veces, hacía unos cinco años, cuando había encargado una barandilla metálica para el último tramo de la escalera de su casa. Conocía la zona, y parecía un poco apartada para el bufete de un abogado.
—No sé cómo enfocar esto —dijo Brunetti tomando el papel y agitándolo suavemente—. Si les preguntamos por los apartamentos, temerán que los denunciemos a la Finanza. Es lo que pensaría cualquiera. —Ni por un momento, pensó que aquellos hombres declarasen el alquiler y pagasen los impuestos correspondientes—. ¿Conoce a alguien que pueda hacer que hablen con nosotros?
—Tengo varios amigos abogados —dijo la
signorina
Elettra con cautela, como si reconociera un vicio secreto—. Puedo preguntarles si los conocen.
—¿Y usted, Vianello? —preguntó Brunetti.
El inspector movió la cabeza negativamente.
—¿Y qué hay del otro, de Cuzzoni? —preguntó Brunetti.
Esta vez, tanto la
signorina
Elettra como Vianello hicieron señal de negación. Al ver la decepción de Brunetti, ella dijo:
—Puedo mirar en el Ufficio del Catasto si tienen otros apartamentos. Sabiendo dónde viven, no tendremos más que comprobar si hay contratos de arrendamiento de sus otros apartamentos.
Brunetti tenía un tío que vivía cerca de Feltre y que era cazador. Tenía una perra,
Diana,
una setter inglesa, cuyo mayor placer, aparte el de contemplar al tío con adoración siempre que éste le acariciaba las orejas, era perseguir pájaros. En otoño, cuando el aire refrescaba y empezaba la temporada de caza, una viva impaciencia se apoderaba de
Diana,
que no tenía sosiego hasta el día en que, por fin, el tío sacaba la escopeta y abría la puerta que daba al bosque de detrás de su casa.
Ahora, la
signorina
Elettra, sentada en el borde de la silla, preparada para salir lanzada, le recordó a
Diana:
los ojos oscuros y brillantes, las fosas nasales dilatadas, y el nerviosismo mal reprimido ante la idea de la presa a cobrar.
—¿Puede encontrarlo todo con esa cosa? —preguntó él, sin necesidad de mencionar el ordenador.
Ella lo miró enderezando el cuerpo.
—Quizá todo no, señor. Pero muchas cosas.
—¿Don Alvise Perale? —preguntó Brunetti. Intuyó, más que vio, el gesto de asombro de Vianello, pero, al volverse a mirarlo, advirtió que el inspector había conseguido disimular la sorpresa. Brunetti se permitió una media sonrisa y, al cabo de un momento, Vianello no pudo sino menear la cabeza apreciando la incapacidad de Brunetti para confiar en alguien plenamente.
Brunetti recordaba que
Diana
no necesitaba que la azuzaran: el rebullir de un aleteo y salía veloz como el viento. La
signorina
Elettra no perdió el tiempo con preguntas ni aclaraciones.
—¿Se refiere al ex sacerdote, comisario?
—Sí.
Ella se levantó con un movimiento fluido y elegante.
—Veré qué puedo encontrar.
—Son casi las ocho,
signorina
—le recordó él.
—Sólo un vistazo —dijo ella, y se fue. Cuando se cerró la puerta, Vianello dijo: —No se preocupe, comisario, que no tiene aquí la cama. Al final tendrá que irse a su casa.
Brunetti encontró asiento al fondo de la cabina del
vaporetto,
a la izquierda, con vistas a San Giorgio y las fachadas del lado de Dorsoduro del canal. Las contemplaba mientras subía hacia San Silvestro, pero sus pensamientos estaban lejos de Venecia y hasta de Europa. Reflexionaba acerca de los desastres de África y de la interminable polémica de si eran debidos a lo que se había hecho a los africanos o a lo que los africanos se habían hecho a sí mismos. No era un tema acerca del que él se considerase facultado para opinar, ni creía que un día pudiera llegarse a esa especie de consenso que pasa por verdad histórica.
Por su mente desfilaba una sucesión de imágenes: el barco de guerra de Joseph Conrad disparando andanadas contra la selva, en un vano intento por imponerle la paz; cadáveres arrojados por las aguas a las orillas del lago Victoria; el lustre de un bronce de Benín; los pozos de los que se extraían las riquezas de la tierra. Ninguna de estas cosas era África, por supuesto, como tampoco el puente bajo el que ahora cruzaba el barco era Europa. Cada imagen era la pieza de un rompecabezas que nadie comprendía. Recordó la inscripción en latín que había visto en un mapa del siglo XVI para señalar los límites de la exploración de África:
Hic scientia finit
Aquí termina el conocimiento. «Qué arrogantes éramos —pensó—, y qué arrogantes seguirnos siendo.» En casa encontró paz, o quizá, para decirlo con más propiedad, encontró una tregua que parecía duradera. Mientras cenaban, Chiara y Paola hablaban como de costumbre y, por la forma en que la niña consumió dos platos de pasta con
broccoli
y alcaparras y dos peras al horno, se veía que había recobrado el apetito. Considerándolo buena señal, después de la cena, Brunetti se permitió tumbarse en el sofá de la sala, con un dedal de
grappa
a su lado en la mesita y su libro apoyado en el estómago. Hacía una semana que releía la historia del Imperio Romano tardío, de Amiano Marcelino, que le gustaba principalmente por el retrato que hacía de uno de sus más grandes héroes, el emperador Juliano. Pero también ahora se encontró trasladado a África, por el relato del sitio a la ciudad de Leptis en Trípoli y de la perfidia y duplicidad de atacantes y defensores. Se mataba a los rehenes, se cortaba la lengua a los que decían una verdad molesta, se asolaba el país con el pillaje y la muerte. Leyó hasta el final del libro XXVIII, y decidió que valdría más acostarse temprano que seguir adelante con este recordatorio de lo poco que la Humanidad había cambiado en casi dos milenios.
Por la mañana, cuando los chicos se fueron a clase, él y Paola hablaron de Chiara, aunque ninguno estaba muy seguro de lo que implicaba su aparente vuelta a la normalidad. Él insistió en su preocupación por la fuente de la opinión que la niña había manifestado.
—Mira —dijo Paola—, desde que los niños van al colegio, he observado la reacción de los padres a las malas notas de sus hijos. La culpa siempre es del profesor. Sea cual sea la asignatura, sea quien sea el alumno, la culpa es del profesor.
Mojó una punta de galleta en el
caffé latte,
la mordió y prosiguió:
—Ni una sola vez he oído a alguien decir: «Es que Gemma no es muy lista, no me sorprende que haya suspendido las Matemáticas» o: «Nanni es un poco torpe, desde luego, sobre todo, para los idiomas.» Nada de eso. Sus hijos siempre son los mejores y los más inteligentes. Según los padres, se pasan el día estudiando y no hay maestro capaz de dar más luz a su mente ni más viveza a su entendimiento. Y, no obstante, son los mismos chicos y chicas que vienen a esta casa con Chiara y con Raffi y que no hablan más que de música
pop
y de películas, que parecen no saber nada de nada que no sea la música
pop
y las películas y que, cuando piensan en algo que no sea la música
pop
y las películas, se dedican a llamarse unos a otros por el
telefonino
o a enviarse SMS's, con una ortografía y una sintaxis que prefiero no comentar.
Brunetti se comió una galleta, tomó otra, miró a su mujer y preguntó:
—Estos discursos, ¿te los preparas mientras friegas los platos o son estallidos de una retórica innata?
Ella consideró la pregunta con el mismo espíritu con el que había sido formulada y respondió:
—Yo diría que me salen espontáneamente, aunque supongo que algo debe de influir el que me vea a mí misma como una especie de policía del lenguaje, siempre al acecho de disparates y sandeces.
—¿Mucho trabajo?
—Un montón. —Sonrió, pero la sonrisa se borró enseguida—. Lo que significa que no tengo ni idea de dónde puede haberlo sacado.
Durante toda la conversación, él no había dejado de pensar en el hombre asesinado, y cuando ella calló, preguntó:
—Si te queda tiempo después de la tarea de patrullar por el lenguaje, ¿podrías pensar en alguien de la universidad que pudiera identificar a un subsahariano por una fotografía? Me refiero a qué tribu pertenece y a la región de la que pueda haber venido.
—El muerto —dijo ella.
Brunetti asintió.
—No sabemos sino que era africano, quizá de Senegal, pero no estamos seguros. ¿Conoces a alguien que pueda ayudarnos?
Ella mojó otra galleta, la comió, tomó un sorbo de café y dijo:
—En el departamento de Arqueología hay un hombre que pasa seis meses del año en África. Puedo preguntarle.
—Gracias —dijo Brunetti—. Diré a la
signorina
Elettra que te envíe las fotos a la universidad.
—¡Por qué no me las traes tú a casa?
—Están en el archivo del ordenador —dijo Brunetti, hablando con aplomo, para dar a entender que sabía cómo era posible tal cosa.
Ella lo miró con sorpresa. Luego, leyendo en su cara, preguntó con una sonrisa:
—¿Quién es mi pequeño genio de la informática?
Dolido, él le devolvió la sonrisa y preguntó:
—¿Cómo lo has descubierto?
—Es fácil para una policía del lenguaje. Detectamos todas las formas de la falsedad.
Él apuró el café y dejó la taza.
—Si no hay novedad, vendré a almorzar —dijo levantándose. Luego se inclinó y la besó en el pelo—. De policía a policía —agregó, y salió para la
questura.
Había papeles en la mesa de su despacho. La primera hoja era una lista con las direcciones de los apartamentos propiedad de Renato Bertolli y Alessandro Cuzzoni, con una nota que decía que Cuzzoni no estaba casado y la esposa de Bertolli no tenía otros bienes que la copropiedad del apartamento que habitaba el matrimonio.
Bertolli, con domicilio en Santa Croce, poseía seis apartamentos, de dos de los cuales había registrados contratos de arrendamiento en el Ufficio delle Entrate. La circunstancia de que estos dos contratos dataran de treinta y dos y veintisiete años atrás respectivamente, época en la que Bertolli debía de ser un niño, indicaba que estaban suscritos con familias venecianas cuyo derecho a permanecer en ellas era prácticamente inexpugnable. Bertolli y su esposa estaban consignados como residentes en el tercer apartamento, y no había contratos de arriendo de los otros tres, lo que indicaba que estaban vacíos, indicio que la información del amigo de la
signorina
Elettra desmentía.
Adjunta había una nota de puño y letra de la
signorina
Elettra que decía: «He pedido a su amiga Stefania de la agencia inmobiliaria que se informara. Ha averiguado que Bertolli alquila los tres apartamentos a extranjeros por semanas o por meses. Me pide que le diga que aún no ha podido vender lo de Fondamenta Nuove.»
Ahora, Cuzzoni. Residía en San Polo, muy cerca del domicilio de Brunetti y era dueño del apartamento en el que vivía y de una casa en Castello, aunque en el Ufficio delle Entrate no había archivado contrato alguno que indicara que la casa estaba arrendada.
Qué delicia que las oficinas municipales no se molestaran en hacer ni la más simple comprobación. Si no había constancia de que existía un contrato de arrendamiento, era señal de que el dueño no percibía renta, ¿y cómo se podía exigir a una persona que pagara impuestos si el apartamento estaba vacío? Así podía razonar una persona de cierta mentalidad, pero Brunetti había pasado décadas observando la infinidad de maneras con las que los ciudadanos se estafaban unos a otros y, todos juntos, al Estado, por lo que supuso que allí había gato encerrado, que de aquella casa se sacaba dinero y que se evadía el impuesto. Alquilarla a inmigrantes ilegales parecía un buen sistema.
Sacó su ejemplar de
Calli, Campielli e Canali
y buscó la dirección de Cuzzoni; la encontró al otro lado de Rio dei Meloni. Sólo un edificio la separaba de su propia casa, aunque para llegar había que subir hasta
campo
Sant'Aponal y luego retroceder hacia el agua. En la misma guía, comprobó la dirección de la casa propiedad de Cuzzoni. Era un número alto de Castello, lugar que muchos venecianos consideraban tan lejano como Milán. Podía hablar fácilmente con Cuzzoni, tanto en su domicilio particular como en la tienda, pero Brunetti decidió acercarse antes a Castello, a ver si la casa estaba habitada y por quién. Recordó la promesa que había hecho a Gravini de no actuar hasta que el agente hubiera tenido ocasión de hablar con su conocido, pero mirar no era actuar.