Por otra parte, ¿no es acaso un inquietante síntoma de honda frivolidad el sostener que hemos llegado a la cresta de la ola democrática, cuando la actual dimensión de ese sistema incluye aún tanta injusticia y tanta explotación? Es innegable que la democracia es, en teoría, el mejor de los modelos políticos hasta ahora patentados, pero no es menos cierto que aún falta mucho para que alcance el nivel de inamovible primor que le atribuye Fukuyama. En estos días, la trágica frivolidad de los
carapintadas
argentinos, nacida y renacida en plena democracia, desmintió una vez más el espurio optimismo de Fukuyama.
No hace mucho, Eugenio Trías expresaba este razonable alerta: «Si se dibuja una pirámide de países ordenados por ingresos económicos de la población y otra relativa al carácter más o menos democrático de sus respectivos regímenes, resulta que los países más escandalosamente ricos son los más impecablemente democráticos. Y esto, como mínimo, constituye una interesante curiosidad moral».
Curiosidad moral. Nada frívolo empalme de palabras. Porque el posmodernismo político, en una admisión tácita de su trivialidad inmanente, siente una repugnancia visceral hacia todo cuanto huele a ética, a moral, a principios. Su impasible pragmatismo no se permite demoras en la conciencia, sea ésta individual o colectiva. El capitalismo salvaje, ese Tarzán de la espesura bancaria, no podía haber hallado un socio más espontáneo, más inerme y en definitiva más mezquino, que ese conglomerado de
yuppies
que simulan ser
rockeros
y de ciertos
rockeros
que terminan en
yuppies
.
La frivolidad puede significar un necesario alivio, siempre que esté sostenida o justificada por una concepción madura de los reclamos humanos, de las necesidades sociales. Madurez sin frivolidad puede llegar a ser agobiante, abrumadora, pero frivolidad sin madurez suele ser autodestructiva y hasta suicida. Si bajo la superficie frívola hay un subsuelo más trivial aún; si una expresión superficial, perceptible, de liviandad, tiene sus raíces en una frivolidad profunda, poco menos que constitutiva, el ámbito social puede volverse inclemente, insolidario, y hasta contagiarse de indiferencia precoz. El pragmatismo de los
bien instalados
consiste a menudo en cerrar puertas, pero el seudopragmatismo de quienes desembozadamente imitan a tales modelos (sean éstos bisoños ministros, altavoces de lo insulso, deportistas de elite o maniquíes de la
jet society
), adopta, tal vez inconscientemente, la forma de un egoísmo advenedizo, sin escrúpulos, donde
todo
se sacrifica a
poco
, y ese
poco
huele a cochambre.
El capitalismo salvaje no es por cierto trivial, pero, en las estructuras que están a su servicio, hace todo lo posible para que el personal (y en particular los jóvenes) crea que frivolidad es sinónimo de libertad, palabra ésta que aún hoy, a pesar de las planificadas tergiversaciones, mantiene su poder de seducción. «Es una vergüenza lo poco que experimentamos», opina sobriamente Peter Handke, pero lo curioso es que muchos piensan que sólo es dable experimentar en el plano de lo trivial (digamos un videoclip, un pantallazo publicitario), cuando la experimentación que realmente importa (y pienso que a ella se refiere Handke) es la que se verifica en las capas profundas de la cultura, del individuo, de la ciencia. La moda, por ejemplo, es un experimento trivial, y por eso está condenada a pasar de moda; la informática, en cambio, es un experimento en profundidad, y en consecuencia amplía, lustro a lustro, su repercusión en el medio social.
En los muros de Quito (me lo contó Jorge Enrique Adoum) alguien estampó esta confesión: «Cuando ya tenía respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas». Inquietante reflexión que se corresponde con este decenio de trasiegos y conmociones, y que puede aparecer como luminosa y reverberante, siempre y cuando no caigamos en la banal tentación de dar por buenas todas las preguntas, especialmente las recién acuñadas. Si el flamante cuestionario procede de la cultura del dominador o sus filiales, seguramente ha de venir con sus respuestas adheridas, obligatorias, y en ese caso la respuesta será poco menos que una excrecencia de la pregunta.
Sin embargo, en esta etapa de grandes mudanzas, también puede ocurrir que seamos nosotros (y no
ellos
) quienes renovemos las preguntas. Si de pronto descubrimos que las viejas respuestas eran dogmáticas, esclerosadas, anacrónicas, quizá notemos paralelamente que las preguntas al uso (incluidas las nuestras) eran obvias, gastadas, y hasta ineptas. Tal vez nos falte experimentar en el arte de preguntar y preguntarnos. Las mejores preguntas acaso sean, después de todo, las que no figuran en las encuestas, esas que seguramente habrían querido responder los incluidos en el rubro «no sabe/no contesta».
La vertiginosa derechización del mundo ha confiscado las verosímiles expectativas de buena parte de sus habitantes. ¿Con qué derecho reprocharemos hoy a esa sociedad sin expectativas el consumo diario de
culebrones
o telenovelas (que al menos aluden a relaciones humanas y hasta proponen uno que otro final feliz), si la abusiva realidad amartillada por los boyardos de la economía organiza desenlaces a cual más tenebroso? El derecho a soñar, aunque se trate de triviales sueños, no es un derecho frívolo. Resulta en cambio no sólo profunda sino dramáticamente frívola la irresponsabilidad con que los administradores del poder y sus hierofantes económicos o militantes toman inapelables decisiones sobre millones de hombres y mujeres, por supuesto sin arriesgar jamás el pellejo propio.
En este mundo diseñado, medido, organizado y fichado por la informática, la propuesta de liberación no está irremediablemente condenada. No olvidemos que una computadora es un instrumento. Ni conservador ni progresista: sólo un instrumento. Y si el dominador puede insertar en el disco
durísimo
todo un programa de dependencia y explotación, siempre nos quedará el recurso, nada frívolo por cierto, de contaminarlo (y desconcertarlo) con un
virus
liberador. Que no se llamará por cierto
viernes 13
sino
domingo 7
.
(1990)
La velocidad de los cambios en los países del Este ha desacomodado al personal, incluidos en él los protagonistas directos y los testigos lejanos, los tecnócratas y los arúspices, los grandes empresarios y los trabajadores, los intelectuales y los políticos, los rutinarios y los futurólogos. Las derechas no pueden creer en tanta dicha y las izquierdas sienten que el piso se les mueve, con una intensidad de 7,5 en la escala de Richter. La vertiginosa derechización del mundo genera estupor, y el estupor inhibe la equilibrada reflexión. La situación es particularmente confusa porque la necesidad de innovaciones, mudanzas y reajustes, se entrevera con el riesgo de sus consecuencias; la temeridad de Gorbachov, con el oportunismo de Kohl; el encandilamiento de los ex comunistas, con las verdaderas intenciones de Occidente. El diagnóstico, embrollado y prematuro, inunda los gozosos titulares de la prensa internacional: ¡El comunismo ha muerto! ¡El marxismo está enterrado! ¡Fin de las utopías! ¡Fin de las ideologías! Sobre ese improvisado camposanto colocan, eufóricos, la gran pancarta finisecular: ¡El capitalismo ha triunfado! Aleluya. O sea: Socorro.
Porque si el capitalismo (empezando por su máxima expresión: los Estados Unidos), cuando se le oponía un poder verosímil y compensatorio, como el de la URSS, llevó a cabo expoliaciones, invasiones, bloqueos económicos y otros ultrajes, ¿qué no hará cuando, a corto plazo, según todas las proyecciones y profecías, disponga del poder hegemónico en el transformado mundo de fin de siglo? Pese a que el Pacto de Varsovia ha quedado bajo los escombros del muro de Berlín, y aunque ninguna pujanza rojiza amenace ya la sacrosanta seguridad de Occidente, nadie se atreve a predecir la desaparición de la OTAN.
Sin embargo, en ese apronte no corre sólo Estados Unidos. La propia Europa comunitaria, si bien admite los cambios con alguna aprensión (léase: inminente unidad alemana), también los encara con un inocultable sentido utilitario. Antes que la recuperación del talante democrático en el Este, al Oeste parece acicatearle la rápida invasión (tal vez ganándoles por un pescuezo a los japoneses) de los nuevos mercados disponibles. Según las inesperadas pero sinceras declaraciones del ministro español de Relaciones Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez, en sólo tres meses Occidente ha proporcionado a Polonia y Hungría tanta ayuda económica como la brindada
en diez años
a América Latina en su totalidad. Entre el negocio y la solidaridad, los países capitalistas vencen rápidamente sus perplejidades y eligen, sin la menor vacilación, el negocio mondo, lirondo y redondo. Esto podrá ser primicia sólo para los desinformados y vocacionales, ya que el capitalismo nunca ha padecido fiebres solidarias. Estados Unidos, por ejemplo, sólo ha sido generoso (al menos, mientras le sirven) con las dictaduras latinoamericanas, aunque últimamente ni siquiera lo es con sus recaderos más connotados, como ese pobre Guillermo Endara, su Quisling panameño, que ha mantenido, en son de protesta y sin mayores resultados, un ayuno de acreedor vergonzante.
El actual entusiasmo de las sociedades del Este por la edulcorada imagen capitalista, es, si se quiere, la explicable consecuencia del cerril anticomunismo, generado por los errores, las represiones y las fechorías, cometidos por regímenes que carecían de democracia interna. Es también la previsible respuesta a una publicidad machacona, que ensalzó, muy por encima de sus valores reales, las eventuales bondades del
mercado libre
. De todos modos, no es improbable que, ya que hoy va todo tan de prisa, las sociedades orientales adviertan muy pronto que el ámbito capitalista no es sólo Mercedes Benz, lujosos yates, suntuosas residencias en Beverly Hills, fascinantes operaciones en la Bolsa,
self-made-men
que se convierten en potentados, rostros recién planchados del
jet-set
. En su vasta zona de influencia, el
capitalismo real
desarrolla algunos atributos, en los que por cierto no se especializó el
socialismo real
: infamantes cinturones de pobreza, índices escalofriantes de mortalidad infantil, analfabetismo, desastres ecológicos, desarrollo incontenible de la drogadicción y el narcotráfico (sólo Estados Unidos consume el 80% de la droga que se produce en el mundo), aumento espectacular de la delincuencia (en 1989 hubo 1.905 asesinatos y 3.254 violaciones, sólo en Nueva York), desocupación masiva, etc. Precisamente este último rubro será el primero en incorporarse al Este, ya que la adopción de economías de mercado provocará, sólo en la URSS (según pronósticos oficiales soviéticos) la friolera de diez millones de desocupados. La alternativa es dura:
gerontocracia
del Este o
gerentecracia
del Oeste.
¿Fin del marxismo? Hace poco, Marcelo Cohen
(La Vanguardia
, Barcelona, 23 de febrero) inventó un sugerente monólogo, en el que se decían cosas como éstas: «Soy la voz insepulta del marxismo (…) Tengo un comunicado. Aviso, antes que nada, que sólo algunos de mis avatares yacen bajo los escombros del muro de Berlín. Otros retroceden ante las imágenes polacas de la Virgen. Pero espiritualmente, por así decir, ando por todas partes (…) Estoy disuelta en el mullido pantano del último siglo de historia. Soy un elemento químico basal (…) He dado palabras para nombrar lo que hoy sigue hiriendo, he nutrido el nervio, la rabia orgullosa, la agudeza crítica (…) Para los amantes del fútbol, soy un fino centrocampista que crea juego inagotable. Y nada más. Conmigo se seguirá discutiendo. No seré cemento de construcciones perversas, sino movilidad y sugerencias; presiento nuevas metamorfosis. El que quiera puede recibirme. Y el que no, que se embrome». Creo que la síntesis, además de imaginativa, es acertada. ¿Quién puede negar la fuerza provocativa, transformadora y (perdón por el arcaísmo) revolucionaria, que tuvo en este siglo la doctrina que acuñó, en el anterior, el filósofo de Tréveris? ¿Quién puede discutir que las arduas conquistas de los trabajadores, en todo el mundo, se deben en buena parte a la ideología y el impulso del marxismo? Y esto es así aunque Marx se haya equivocado en varias de sus sesudas proyecciones. Porque Marx no era un profeta, sino un filósofo.
Impulsivos y regocijados analistas podrán firmar el certificado de defunción de las ideologías, pero ¿qué quiere decir eso? ¿Significa que nadie nunca va a luchar en el futuro por la justicia social, por la preservación ecológica, por la erradicación del hambre, por la eliminación de la mortalidad infantil, por la alfabetización masiva, por viviendas decorosas para los hombres y mujeres de este mundo? ¿Qué nombre llevará esa lucha? ¿Comunismo? ¿Socialismo? ¿Ecologismo? Que no se preocupen Debray, Lévy, Touraine y otros franceses de pro; ya se lo pondremos. El capitalismo ha ganado un partido, pero no el campeonato.
Entre tantos artículos que ahora se publican sobre estas novedades, encontré una cita de Demócrito: «Las desdichas convierten a los pueblos en sabios». Ojalá que el axioma sea aplicable a la nueva Europa, ya que en el Tercer Mundo las desdichas más bien los convierten en cadáveres, y suelen ser los sobrevivientes, quienes (sabios, o simplemente osados) se lanzan a la brega en pos de cambios verdaderos.
¿Fin de las utopías? Nada más decepcionante podría anunciársele a la humanidad, cuyos avances fundamentales se han debido casi siempre a los forjadores de utopías. En mi generación latinoamericana fuimos muchos los que, en distintas maneras y en diversos niveles, luchamos por utopías; y, es claro, unas se cumplieron, otras no. Al parecer, deberíamos arrepentirnos de esas luchas, pedir perdón por haber albergado esperanzas. En lo personal, tal acto de contrición no figura en mis planes. Con victoria o sin ella, la solidaridad siempre ha sido una buena terapia intensiva para el cuerpo y el alma.
Las utopías no son pronósticos ni proyecciones de datos ni resultados de encuestas ni siquiera presagios; más bien son destellos de la imaginación, aspiraciones casi inverosímiles que sin embargo llevan en sí mismas el germen de lo posible. Una generación sin utopías será siempre una generación atascada (aunque tenga la obsesión de la velocidad) e inmóvil (aunque se agite sin cesar). La utopía no comulga con la religión del dinero, con la mezquindad, ya que es, en esencia, una señal inequívocamente solidaria, y en sus cultores más conspicuos (digamos: Jesús, Marx, Freud) ha tendido a crear mejores condiciones para el hombre y su breve, condenada vida.