Destrucción Mutua Asegurada
(MAD): éste es el curioso nombre que los más fanáticos belicistas de hoy le dan a la paz. Para ellos la paz es un equilibrio de terror, una nivelación del pánico. A las todopoderosas industrias de la guerra, ese concepto de paz les viene de perilla, ya que la aterradora estabilidad sólo se logra si en ambos bandos rebosan los tanques, los bombarderos, los misiles, los submarinos atómicos, las bombas de fisión. Proponer que la única paz verosímil repose en una equilibrada posibilidad de destrucción, es algo tan absurdo, tan descabellado, que uno no tiene más remedio que volver a Tácito, que en su
Vida de agrícola
escribía: «Hacen un desierto y llámanlo la paz». En semejante desierto, nuestra desvalida región de paz es todavía una zona reducida, pero es desde ya un oasis. De nosotros, habitantes de la Tierra, depende que el oasis irrumpa en el desierto. Si la paz que proponen los pueblos está en guerra con la paz que proponen los opresores de los pueblos, nuestra obligación con la paz es ganar esa guerra.
(1986)
Las palabras cumplen ciclos; las actitudes también. Sin embargo, cuando las palabras designan actitudes, los ciclos se vuelven más complejos. Cuando el hoy tan denostado Sartre puso la palabra
compromiso
sobre el tapete y hasta Archibald Mac Leish publicó un libro sobre
La responsabilidad de los intelectuales
, estas dos palabras,
compromiso
y
responsabilidad
, designaban actitudes que, sin ser gemelas, eran bastante afines. Salvo contadas excepciones, los intelectuales de entonces las hicieron suyas, y, equivocados o no, dijeron sin eufemismos a qué bando (así fuera en líneas generales) pertenecían, por qué empeño se jugaban.
Antes, Emile Zola se había aventurado a defender a Alfred Dreyfus y nadie pensó que con ello se deterioraba su libertad individual ni su creación artística. Sí se deterioró, gracias a su lúcido y valiente empeño, la corrupta justicia que había condenado al presunto traidor. Los artistas y escritores comprometidos, en mayor o menor grado, ya fuera en vida y obra o sólo en vida, durante la primera mitad del siglo XX o aun en los años sesenta, no eran simples portadores de pancartas o voceros de consignas. Eran nada menos que Bertolt Brecht, Charles Chaplin, Pablo Picasso, Antonio Machado, César Vallejo, Rafael Alberti, Richard Wright, Cesare Pavese, Miguel Hernández, Paul Eluard, Elio Vittorini, Orson Welles, Alberto Moravia, Pablo Neruda, Jean Paul Sartre, Peter Weiss y tantos otros.
¿Por qué aquellos
comprometidos
tenían entonces tan buena prensa y los de hoy la tienen tan mala? El peligro sin máscaras era el fascismo, y aunque éste también tenía sus intelectuales adictos (el más célebre, Ezra Pound, hoy tan venerado), la mayor parte de los novelistas, poetas, dramaturgos, pintores, etcétera, eran conscientes de que ése y no otro era el enemigo común. Hoy, buena parte de los asistentes al reciente Congreso de Valencia se las arreglaron para descalificar al Congreso de 1937, ese mismo que en apariencia conmemoraban, pero la verdad es que aquellos intelectuales de hace medio siglo no se detuvieron en filigranas ni en preciosismos a la hora de nombrar, caracterizar y denunciar al entonces más notorio enemigo de la humanidad.
Una cosa es cierta, sin embargo: aunque las democracias europeas no se decidieron a traspasar los Pirineos y del otro lado del Atlántico llegó la meritoria Brigada Lincoln (desnorteados de buena fe, según la actual Administración norteamericana), los Estados Unidos de entonces, mejor informados que los de hoy, también sabían que su enemigo era el fascismo y que la amenaza de una segunda guerra mundial estaba cada vez más cercana. Todos aquellos decididos intelectuales fueron, cuando por fin llegó la anunciada conflagración, aliados de los Aliados. En un momento en que hasta Hollywood iniciaba su breve pero sustancioso idilio con los soviéticos, y a los sones del
Concierto para piano y orquesta
, de Chaikovski, el ágil Robert Taylor (pocos años antes de denunciar a sus compañeros ante el tribunal MacCarthy) no perdía su elegante sombrerito de siempre en medio del fragor del frente ruso, los intelectuales antifascistas no molestaban al Departamento de Estado, por más que en el fondo, como siempre, desconfiaran de ellos. De ahí la buena prensa, pero también la reticencia en los elogios.
Tampoco molestaba demasiado a Washington el hoy satanizado estalinismo, ya que, después de todo, eran tropas de Stalin las que iban a aguantar el peso del ejército nazi en Leningrado. ¿Serían acaso los procedimientos de Stalin, en esa etapa de la historia del siglo XX, sana y dulcemente democráticos? ¿O simplemente ocurriría que al pragmatismo de los Estados Unidos no le venía mal mantenerse, por un buen lapso, al margen de la lid, en tanto que la Maginot mostraba su inutilidad y los británicos y soviéticos ponían los muertos?
La guerra pasó, sin que ningún centímetro de territorio norteamericano sufriera bombardeos. Tras superar largamente los hornos crematorios de Hitler con las ciudades hornos de Hiroshima y Nagasaki, los Estados Unidos elaboraron planes de muy distinto signo (Marshall para Europa; Camelot para América Latina) y, para su organizado asombro, aquellos prestigiosos intelectuales siguieron siendo, aun después de derrotado el fascismo, más antifascistas que proyanquis. El Tercer Mundo, y en particular América Latina, empezó a sentir la presión cada vez más insoportable y antidemocrática de la Gran Democracia del Norte. Salvo contadas y célebres excepciones, los intelectuales latinoamericanos, siguiendo el ejemplo de sus colegas europeos de decenios atrás, también comprendieron dónde estaba esta vez el enemigo, sobre todo después de que las chapuceras pero cruentas variantes de fascismo criollo mejoraron ostensiblemente su letal eficacia gracias al apoyo económico, militar y político del Pentágono, la Casa Blanca y la Agencia Central de Inteligencia.
Tímida o tajantemente, los intelectuales de América Latina empezaron a pronunciarse contra esos procedentes. No fueron los primeros, claro. Desde el pasado llegaban las voces de Martí, Rodó, Mariátegui, Darío, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, Aníbal Ponce. Pero ahora los esfuerzos no estaban aislados, surgían en medio de una solidaridad continental. Sólo entonces empezó la mala prensa para los intelectuales antifascistas. De norte a sur, los grandes pontífices de la propaganda norteamericana subrayaron una y otra vez la palabra
libertad
y denostaron el
compromiso
. Se crearon ámbitos y tribunas
(Congreso por la Libertad de la Cultura
, revista
Libre
, etc.) donde la
libertad
y sus derivados atraían desde el título, como seducción para intelectuales más o menos propensos. La palabra
libertad
se puso tan de moda que en Uruguay fue el nombre de un presidio. La
novedad
fue otra variante seductora: la revista
Mundo Nuevo
(después de muchos juramentos que negaban que la publicación era financiada por la CIA, una asamblea del Congreso por la Libertad de la Cultura, celebrada en París, reconoció públicamente que ese apoyo financiero llegaba a la revista a través de la Fundación Ford y del propio Congreso) o los expeditivos
nuevos filósofos
franceses. Los técnicos en penetración cultural no tuvieron más remedio que dedicarse a explicar los cambios que había sufrido la palabra
libertad
. Verbigracia:
libertad
no era librarse de Batista o de Somoza, reiteradamente condecorados, armados y sostenidos por Washington, sino mantener la prensa
libre
, que sabe elogiar sin tregua a los invasores económicos y/o militares.
Libertad
es, por supuesto, el golpeante recuerdo de Afganistán, pero es sobre todo el compacto olvido de la base de Guantánamo (casi 90 años de ocupación norteamericana) o de las invasiones de Bahía de Cochinos, de la República Dominicana y de Granada.
Libertad
es la emocionada comprobación de que la gran prensa norteamericana es capaz de descubrir que Lumumba o Allende fueron liquidados por la CIA, sin poner el acento en que esa lúcida y veraz autocrítica no sirve para resucitar a ninguno de ambos.
¿
Y compromiso
? Pues
compromiso
es la actitud que adoptan ciertos intelectuales que, directa o indirectamente (cuanto más indirectamente, mejor), son «influidos por Moscú». En esos casos siempre conviene destacar que la carga ideológica de sus actitudes y pronunciamientos perjudica notoriamente su literatura y su arte. Puede un poeta escribir de amor y de Dios, de metafísica y de magia, pero si una sola vez estampó su firma bajo una declaración que, por ejemplo, condenaba la clamorosa invasión de Granada, la descalificación (en la crítica «orientada» y en buena parte de los
mass media
) no sólo tendrá en cuenta esa firma sino que también abarcará su amor, su Dios, su metafísica y su magia, y en particular servirá como pretexto para descalificarlo como poeta. Después de todo, ¿cómo se atreve a frecuentar sueños y cielo y cualesquiera otras provincias del espíritu, si es público y notorio que tales ámbitos más o menos mágicos son patrimonio exclusivo de los
propietarios de la libertad
? No olvidemos que, como dice con sorna un personaje de Peter Weiss, «el espíritu se mantiene inseparablemente del lado de las finanzas».
Elogiar, o simplemente no mencionar (ver Valencia, 1987) a los Estados Unidos, eso no es degradante
compromiso
, sino claro ejercicio de la
libertad
y la
independencia
del intelectual. Tal vez la palabra
imperialismo
debería ser borrada del diccionario. Ciertos conspicuos intelectuales no son capaces de pronunciarla ni bajo amenaza de tortura.
De todas maneras, constituye un espectáculo crudamente didascálico (al menos si nos atenemos a las versiones periodísticas) el representado por afamados adalides del
no-compromi
so, comprometidos hasta las amígdalas. ¿Comprometidos con quién? En Valencia 1987, ni siquiera Jorge Edwards (autor de
Persona non grata
) logró que se firmara una declaración colectiva contra el gobierno de Pinochet.
Es bueno que los autores
comprometidos
vayan sabiendo qué futuro les espera. A tal extremo ayuda la semántica a la descalificación, que sus obras, sean subversivas o fantasiosas, ya no serán enviadas a la tradicional hoguera; más bien serán arrimadas cautelosamente a la Estatua de la Libertad a fin de que ardan en su inapagable antorcha.
(1987)
El sábado 19, a las 11 horas, el canal 4 transmitió por fin el tan esperado
programa especial
con el macroarrepentimiento del telepredicador Jimmy Swaggart. Como ya es
vox populi
y en consecuencia
vox dei
, la
peccata minuta
del reverendo fue perpetrada en un motel de New Orleans con la eficaz colaboración de una hetaira local. La prueba de la infamia la llevó en la maleta otro ex predicador, Marvin Gorman, a quien en 1987 Jimmy había puesto en la picota por adúltero, de modo que hoy son doblemente colegas.
Detective privado mediante, Gorman logró registrar en fotos al hombre público y la mujer ídem en el instante en que abandonaban el motel. Es de suponer que Marvin tenía un poco olvidadas sus lecturas piadosas, ya que en la Biblia (ver
Deuteronomio
32:35;
Romanos
12:19;
Hebreos
10:30) se especifica que «la venganza es una prerrogativa de Dios que estorban los que ilícitamente tratan de vengarse por sí mismos». Sea como fuere, lo cierto es que Jimmy comprobó, más estupefacto que contrito, cómo Marvin convertía en pesadilla su razonable sueño de la Magdalena propia.
De cualquier manera, el gran
show
de Baton Rouge se convirtió involuntariamente en una apoteosis del crítico amancebamiento de New Orleans. Jamás un adúltero confeso ha sido aplaudido, vitoreado, besado y abrazado con tanta fruición por miles de personas. A veces los ojos llorosos y solidarios parecían transmitirle al pecador: «Feliz de ti, hermano, que lo hiciste».
Es sabido que en la antigüedad las lágrimas (verbigracia, de los dolientes) eran guardadas en pequeñas urnas o lacrimatorios de vidrio o de loza. Si esa tradición se mantuviera hoy, y habida cuenta las que fueron vertidas en esta expiación (nunca más apropiado el término, ya que se trata de un
ex-pío
) habría que guardarlas en botellones o barriles. Este Jeremías del siglo XX lloró, a veces como un sauce y otras como un cocodrilo, pero siempre de manera copiosa, torrencial. Pero también los miles de concurrentes aportaron un llanto casi coral y la cámara enfocó con delectación los empapados rostros del hijo y de la esposa, y no falta quien conjeture que el primero lloraba de tonto y la segunda de bronca. A ambos pidió puntual y húmedo perdón el pecador, y también a su «adorable y preciosa nuera» (ojo, morocha, que los sátiros penitentes son los peores), a sus «asociados» (agrupados y compungidos, tal vez lloraban el lucro cesante), a los integrantes del coro y a los cientos de millones de telespectadores. Y por supuesto también al Señor, el Cual, si verdaderamente Dios es Dios, a esa altura debería estar en plena náusea celestial.
Como ya es público y notorio, Swaggart y Gorman no son los primeros reverendos de sexo explícito. Hace dos años, el famoso Jim Bakker (también acusado por Jimmy) sucumbió a los encantos de su secretaria Jessica Hahn. Y antes aún, Billy James Hargis vio frenada su exitosa carrera de telepredicador en razón de sus lances eróticos. Verdaderamente estos reverendos han resultado reverendos piratas.
La sorprendente contradicción es que tales savonarolas místico-financieros, que en todas partes denunciaban la diabólica infiltración del marxismo, pasaron a convertirse ellos mismos en «libidinosos satanases», a su vez infiltrados en su propio rebaño de almas puras.
Después de todo ¿qué importancia tiene un miniadulterio de motel? Sólo una comunidad de cuño puritano, punitivo e hipócrita, puede llegar a estos desbordes. No obstante, la prédica implacable, truculenta y profundamente reaccionaria de Swaggart y sus pares, tuvo finalmente un efecto de boomerang. Sus pecadillos se convirtieron en gigantescos, sólo porque ellos habían previamente convertido al sexo en una presencia monstruosa.