Los poetas no siempre se encargaban de nombrar la realidad. Sabían que ésta era, en última instancia, el sostén de sus tropos, la savia de sus alegorías. El complemento de las palabras es el silencio, tal vez porque el silencio es nostalgia de la palabra. Ha escrito Circe Maia: «Cómo duele el silencio cuando es hecho de voces / ausentes, de palabras / que nadie dice». Y Rubén Bareiro: «Porque, tal vez muchacha, / olvidé la palabra. / O no la supe nunca». La palabra que nadie dice, en la primera cita, o la palabra olvidada, en la segunda, no certifican su no existencia; simplemente no están en el poema, no están para el poeta. No falta el espíritu sino el cuerpo de la palabra. Algo así como cuando no falta el amor sino el cuerpo de la amada.
En un reciente libro,
Teorías de la historia literaria
, Claudio Guillén recuerda la importancia que algunos de los llamados
new critics
norteamericanos, entre ellos R. P. Blackmur, otorgan a las
palabras no dichas
, algo que podríamos caracterizar, ya por nuestra cuenta, como
silencio acti
vo. Las
palabras no dichas
no proceden del vacío, ya que en ese caso no serían palabras; serían sencillamente nada. Por más que no hayan traspasado la frontera que las separa de lo oral, por más que sean sólo pensamiento, ya laten como palabras, son pensadas como palabras; sólo les falta acceder a la voz o a la escritura para que el mundo les otorgue certificado de existencia. También la realidad, es decir, la imagen y el sonido de la realidad, pueden refugiarse en el silencio, y las palabras, aun las no dichas, llegar a sintetizarlos. O sea, que la realidad, para completar el ciclo y volver a sí misma, debe dar dos o tres saltos cualitativos: de lo real a la imagen/sonido; de la imagen/sonido a palabra no dicha; de palabra no dicha a palabra pronunciada o escrita; de palabra pronunciada o escrita, otra vez a palabrarealidad. Pero ésta ya será otra: enriquecida, plena. Si no dijera su nombre (el nombre de la palabra es la palabra misma), las otras palabras no la reconocerían.
Aun en el caso del
exteriorismo
de Ernesto Cardenal, donde la realidad parece ser el componente textual de la poesía, y las palabras, meras réplicas lingüísticas de los hechos y las cosas, la realidad se convierte en poesía merced a la interiorización del poeta, que siempre es responsable de la elección fragmentaria de los datos reales y sobre todo del montaje final. De ahí que, en el
exteriorismo
, la prioridad poética no es reservada para la sensibilidad, ni para la emoción, ni para el lujo verbal, sino para el substrato estructural. En un reportaje que le hice a Cardenal hace más de veinte años, al preguntarle sobre la influencia de Pound sobre su poesía, él me decía que la principal había sido la de hacerle ver que en la poesía cabe todo; que «en un poema caben datos estadísticos, fragmentos de cartas, editoriales de un periódico, noticias periodísticas, crónicas de historia, documentos, chistes, anécdotas, cosas que antes eran consideradas como elementos propios de la prosa y no de la poesía». Y agregaba: «La de Pound es una poesía directa; consiste en contraponer imágenes, dos cosas contrarias o bien cosas semejantes, que al ponerse una al lado de la otra producen una tercera imagen». O sea, la específica función del montaje.
Ahora bien, ese fenómeno de ósmosis entre poesía y prosa, o, como quieren algunos críticos, esa prosificación de la poesía, se ha dado, aunque no tan radicalmente como en Cardenal, en casi toda la poesía conversacional y en la antipoesía que hoy se escribe en América Latina. Sin perjuicio de compartir varios de los argumentos usados por Fernández Retamar para distinguir la antipoesía de la poesía conversacional, puede reconocerse, en la invasión del prosaísmo, un denominador común a ambas tendencias. Y este prosaísmo, que todavía escandaliza a más de un purista, ha dado en Hispanoamérica obras tan importantes y removedoras como las de Nicanor Parra, Jaime Sabines, Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Jorge Enrique Adoum, Salazar Bondy, Idea Vilariño, Fayad Jamis, José Emilio Pacheco, Enrique Lihn, Juan Gelman, Francisco Urondo, César Fernández Moreno, Fernández Retamar, Nancy Morejón, Antonio Cisneros, Gioconda Belli y tantos otros.
Los poetas no nombraban demasiado la realidad, pero ahora sí la nombran. El notorio desarrollo de la poesía conversacional ha tenido una consecuencia sorprendente: los poetas se han acercado peligrosamente a su contorno, su palabra se ha contagiado de realidad, y esa relación ha establecido un inesperado puente entre autor y lector. Es obvio que la poesía conversacional reclama o presupone un interlocutor, y el lector, al sentirse aludido, responde a ese reclamo. Tal es, después de todo, el gran avance experimental de esta tendencia: la comparecencia del lector como un nuevo dato de la ecuación poética. La
Opera aperta
de Umberto Eco y
La hora del lector
de José María Castellet, que tuvieron como casi obligada referencia a la estructura narrativa, poseen ahora, en la poesía conversacional hispanoamericana, no exactamente un equivalente, pero sí una nueva dimensión del eventual protagonismo del lector, de su función activa. También es cierto que, así como el
exteriorismo
de Cardenal reconoce la válida referencia de Ezra Pound, también la poesía conversacional de Sabines, Gelman, Pacheco, Lihn, etc., tiene (además de la desgarrada
soledad fraternal
de Vallejo, que es sombra tutelar de su temática) antecedentes de una característica inflexión de cotidianidad en poemas como la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» de Darío, la «Epístola de un verano» de Baldomero Fernández Moreno, o la «Conversación a mi padre» de Eugenio Florit.
Es en la actual poesía latinoamericana donde la realidad aparece más y mejor ligada a la palabra, y donde ésta asume, sin aspavientos y con sencillez, su responsabilidad esclarecedora y comunicante. Pero ¿tendrá razón cierta tendencia cautelar de la crítica cuando presupone que la infiltración de la prosa en el sagrario de la poesía puede desactivar en ésta última las tensiones internas, el uso casi hipnótico de la palabra, las santabárbaras de la magia, la liturgia de la soledad? Quizá. No obstante, conviene recordar que cada texto tiene su contexto y a él se vincula. Un texto de hoy no sólo se origina en las tensiones internas del creador; también puede emanar del subsuelo de la calma o de las a menudo feroces tensiones de la realidad. Aun la tan manoseada paz, que en resumidas cuentas no es más que la aceptación del otro, suele provocar tensiones no trágicas, no espectaculares, no cruentas; tensiones que se parecen bastante a la felicidad, al mínimo derecho de disfrutar la vida.
Por otra parte, ¿cómo negar que hay una magia de lo cotidiano, una liturgia de lo comunitario? Hace unos diez años escribí que la realidad es un territorio por el cual casi inevitablemente el novelista pasa, pero en el cual casi nunca se queda. Una vez que se impregna del aire real, del olor real, del tacto real, del suelo real, una vez que recarga allí sus baterías, procede a invadir otros territorios, donde habrá de crear otro aire, otro aroma, otro tacto, otro suelo, forzosamente contagiados de lo real pero que no serán lo real. Hoy podría agregar que el poeta es tal vez menos pragmático. Cuando pasa por la realidad, ésta suele rozarlo, aludirlo, convocarlo, acusarlo, indultarlo. Para el poeta la realidad es una malla de sentimientos. Y no siempre puede liberarse de esa red. Transitoria o definitivamente, permanece en ella, no como un cautivo, sino como alguien que busca ser interrogado, convocado, escuchado, querido. El poeta es un peregrino cordial (del latín:
cor, cordis
), un expedicionario de los sentimientos, un reclutador de prójimos. Y, claro, también es un orfebre de palabras, pero ésta no es su prioridad primera.
Como bien dice Ernesto Sabato, «una palabra no vale por sí misma sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte». O sea, que la palabra vale sobre todo por su inserción en la realidad. Por algo Vallejo gritó su alarma hace medio siglo: «¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!». El poeta es consciente de que la palabra es su instrumento; nada menos pero tampoco nada más que eso. La inteligencia es su recurso y eso también lo sabe. Bergamín aconsejaba «ser apasionado hasta la inteligencia», pero me atrevo a conjeturar que hoy tal vez aconsejaría al poeta que tratara de ser inteligente hasta la pasión.
En este mundo de hoy, tan condicionado por el dinero y por todo lo que con él se obtiene, es obvio que la poesía apuesta a otros valores. A duras penas se abre paso por entre la maraña de razones y sinrazones, de esplendores y malogros, de atropellos y sumisiones, de frustración y consumismo.
Es probable que el poeta eche a veces de menos la diafanidad del pensamiento abstracto, pero también que vislumbre que ésa no es su especialización. Y ello, aunque T. S. Eliot y Lezama Lima se conjuren para refutarle. Los sentimientos, en cambio, si bien rara vez son diáfanos, de todas maneras configuran su hábitat. Este enredado y turbador fin de siglo, que da por concluida la historia, que decreta el fin de las ideologías y anuncia la muerte de las utopías, y que en cambio permanece indiferente ante la destrucción de los espacios verdes y la contaminación del aire que respiramos; este engorroso, casi neurótico fin de siglo, es atravesado de Este a Oeste (ya que de la embarazosa dialéctica Norte-Sur nadie se ocupa) por una corriente fría y sobrecogedora. Bastó que cayera (y bien caído está) el muro de Berlín, para que el transfuguismo se convirtiera en una profesión rentable. Los Grandes Capitales lanzan sus campanas al vuelo, mientras desde la historia (ésa que, según dicen, ya no existe), Pirro los contempla con clarividente tristeza.
¿Afectan estos cambios a la cultura en general y a la poesía en particular? Las metáforas e isotopías, el discurso poético y la emoción estética ¿estarán condenados a replegarse frente al utilitario dramatismo del Debe y el Haber, o ante la periódica dialéctica de lo Imponible y lo Exento? En el fondo, ello dependerá en gran parte de la actitud del poeta, quien tendrá que tener en cuenta que la realidad que aparentemente importa es la del mercado y que la palabra ha sido obligada a marcar el paso: basta ya de sueños y de amores, basta de árboles o ríos. La palabra ha sido convocada para otros menesteres, por ejemplo para nombrar las nuevas selecciones sémicas, reprivatización,
interdealers
, macroeconomía,
front-end
, reestructuración,
stand-still
, desaceleración, etc. La palabra recibe la orden de no pasar más por la Magia sino por la Caja.
Por otra parte, al sentimiento le han colgado una nueva etiqueta: es
kitsch
, esa palabra que inventaron los alemanes para designar lo que es de mal gusto, de pacotilla, lo vulgar en fin. Milan Kundera ha sido distinguido (ignoro si con su aval) como abanderado de esa descalificación, y quizá por eso su levedad me resulta insoportable. No obstante, en América Latina el sentimiento todavía sobrevive. Será de pacotilla, pero sobrevive. En forma de amor, de solidaridad, de afecto, pero sobrevive. Hasta un poeta tan lúcido y riguroso como José Emilio Pacheco no tuvo reparos en presentar uno de sus poemas como un «Homenaje a la cursilería», y el novelista Manuel Puig elevó el
kitsch
a la categoría de arte en
Boquitas pintadas
.
Después de todo, el sentimiento también es realidad y la palabra aún encuentra espacio para decirlo. Y en ocasiones, como en un doloroso poema («Problemas») de Juan Gelman, los elementos más inesperados se entrelazan con la emoción: «el poema que hacía referencia / a los problemas de la balística en relación con los sentimientos / ¿describía la curva de la tristeza o cómo / hay que apuntar más alto que la realidad o / un poco hacia la izquierda / según / para dar en el blanco / en la realidad?».
También algunos poetas españoles dan en el blanco. Como Luis García Montero, que se duele, por suerte sin temor a la blandura: «Tu corazón, cerrado por reformas, / vagando va en la música / sin querer contestarme», y más adelante propone: «No hay discrepancias enigmáticas entre la realidad y la imaginación. Existe una realidad imaginaria, un mundo tabulado donde se juntan las historias y la historia, los poemas y la poesía, su soledad y los que estamos solos». ¿Acaso lo imaginario no se organiza mediante la astuta prolongación de las coordenadas de la realidad?
Una y otra vez José Hierro nos convoca: «Volvamos a la realidad». Y es un sabio consejo. Podemos irnos con las palabras, soñar con las palabras, sufrir con las palabras, desfallecer con ellas, pero una y otra vez debemos volver a lo real, para renovarlas y renovarnos. No todos podemos realizar el sueño de una realidad que se ajuste a nuestra esperanza, entre otras razones porque en cada realidad están presentes las realidades prójimas. Pero en esa parcela que nos toca, por modesta que sea, nuestra palabra se hallará a sí misma. Somos realidad y somos palabra. También somos muchas otras cosas, pero quién duda que ser realidad y ser palabra son dos apasionantes maneras de ser hombre.
(1990)
La meteorología política requiere ajustes puntuales. Los vientos flojos y moderados son normalmente sustituidos por marejadas intimidatorias y marejadillas retóricas; las borrascas se sitúan en el Golfo Pérsico; bases de niebla en la bolsa de Tokio y nubosidad variable en el resto.
Lo cierto es que, además de los vertiginosos relevos, enmiendas y conversiones del último quinquenio (que abarcan sistemas, ideologías, alianzas, concepciones del poder, nuevas hegemonías), han tenido lugar otras mutaciones, probablemente no tan notorias pero que también están contribuyendo a cambiar la sociedad y las relaciones humanas que le dan vida.
La trepidante derechización experimentada por los estamentos políticos y los medios comunicantes ha generado, como razonable consecuencia, la soberbia de los vencedores y la inhibición de los vencidos. Es probable que las zarandeadas comunidades del Este no se encuentren totalmente cómodas ni en el primero ni en el segundo grupo; en cambio no caben dudas de que, como siempre, el gran perdedor es el Tercer Mundo.
Orgulloso de su bienestar, de sus adelantos técnicos, de su
jet set
, de sus banqueros y de sus
yuppies
, el engreído Noroeste o Primer Mundo, ha adoptado un talante nítidamente egoísta y ha convertido ese rasgo en la gran novedad del curso. Como derivación de ese salto cualitativo (¿hacia adelante? ¿hacia atrás?). Occidente se ve hoy aquejado de una alarmante mezquindad, y el Síndrome de Insolidaridad Dócilmente Adquirida puede llegar a ser tan grave como el otro SIDA.