Aunque cada país hoy boyante sigue conservando (y a veces ocultando) sus miserias propias, las sociedades del desarrollo, en su conjunto, se muestran tan autosatisfechas de su confort y de su habilidad para lograrlo, que se tornan amoscadas y recelosas cuando los rostros más o menos oscuros del Tercer Mundo modifican el paisaje de sus grandes ciudades. Prefieren el smog de las gigantescas industrias antes que la contaminación de esos indeseables.
No obstante, en un pasado relativamente cercano, los inmigrantes portugueses, italianos y españoles eran discriminados en países prósperos de Europa, tal como hoy son segregados los turcos en Alemania o los africanos en España. Después de todo, el método idóneo para ignorar la actual pobreza ajena es olvidar cuanto antes la pasada miseria propia.
Aun las recién
adoptadas
sociedades del Este empiezan a padecer algunas amarguras. Pasadas las primeras y explicables salvas de júbilo, y también la segunda y más breve euforia, el Oeste ha empezado a mirar con recelo a esos miles y miles de presuntos disidentes del comunismo, que reclaman su sitio en el nirvana del mercado de consumo. En realidad, vienen a exigir todo aquello que durante más de 40 años les fue prometido por las
radios libres
y por la seductora publicidad televisada del Berlín occidental.
Pero aun en el ámbito alemán, que ha diseñado una solución propia, el acoplamiento no ha sido fácil, y quizá por eso, si hoy se comparan las cuotas partes de la tan mentada fusión germánica, puede conjeturarse que, más que de unificación, debería hablarse de lisa y llana anexión. (No estoy inventando el término: acabo de escuchárselo a varios decepcionados alemanes del Este que eran entrevistados por la televisión española, y que recordaban que, antes de la caída del Muro, había en la RDA unos 250 mil ciudadanos en paro, y ahora ya hay más de un millón). Con mucha más habilidad que Irak, y sobre todo sin su brutalidad y con una más fundamentada inserción en el pasado, la RFA reclamó (y obtuvo) su propio Kuwait. Quizá por eso (es mera conjetura) el gobierno de Kohl se muestra tan vacilante a la hora de participar militarmente en la operación
Escudo del Desierto
. Y es probable que, cuando la prensa internacional compara insistentemente a Saddam Hussein con Hitler, el corazón unificado de la
Gross Deutschland
sufra vergonzantes palpitaciones, incrementadas a veces por las depredaciones callejeras de los jóvenes neonazis. Por algo Günter Grass nos ha recordado que la única y breve etapa (1871-1945) de unidad alemana, fue la fase más infeliz de su historia: «De ese Estado unitario salieron dos guerras mundiales, crímenes como no se habían dado nunca en la historia de la humanidad».
Es claro que el actual flagelo insolidario no es sólo político. Cuando la autoridad eclesiástica se duele, en reciente declaración, de la disminución de fieles y de sacerdotes, cada vez más aquejados de incurable soledad, parece no haber advertido que la actual religión del
Oeste ampliado
es el sacrosanto dinero, y que algunos devotos de ese nuevo culto son capaces no sólo de crucificar nuevamente a Cristo (tal vez en nombre de los mercaderes otrora expulsados del templo) sino también a la patria, el párroco, la madre y la tercera esposa. Tampoco son gratuitas, como muestras de la insolidaridad elevada a paradigma, las difundidas instantáneas del presidente Bush pescando muy pancho en su refugio veraniego mientras enviaba decenas de miles de jóvenes norteamericanos a los riesgos del Golfo Pérsico.
En un brevísimo poema, titulado «Antiguos compañeros se reúnen», dice el poeta mexicano José Emilio Pacheco: «Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años». Sucede que la insolidaridad es contagiosa. Se comienza (cuando llegan las vacaciones) abandonando al perro y su anacrónica lealtad en medio de la carretera: luego (en las siguientes vacaciones), dejando al abuelo en cualquier parte, para que no molesten su invalidez, su sordera, su falta de memoria o simplemente su silencio. Más adelante, se apaga el televisor si éste documenta que 40 mil niños mueren de hambre diariamente en el mundo. Hay que reservar las lágrimas para el culebrón de turno. Por otra parte, la solidaridad es una palabra tan larga y tan incómoda, que ni siquiera cabe en los poemas posmodernos.
En este tiempo del desprecio, la humanidad perpetra la aniquilación de las ballenas, de los delfines, de los elefantes, de los osos; destruye la selva amazónica, incendia los bosques de los países mediterráneos. Los partidos verdes y los movimientos ecologistas rara vez obtienen un apoyo mínimo que otorgue verosimilitud a sus alertas. El agujero en la capa de ozono apenas nos concede tiempo para que defendamos la vida, pero nadie se da por aludido. «La Tierra nos quería un poco, me acuerdo», escribió hace 45 años René Char. ¿Nos seguirá queriendo ahora, cuando su destrucción se ha convertido en una meta primordial del hombre?
La propia Iglesia restringe su solidaridad a la parcela de las oraciones, pero deja caer sus estigmas, presiones y amenazas sobre la incómoda Teología de Liberación, que corrobora con hechos su saludable obsesión de que el cristianismo se cristianice. En realidad, Cristo y Marx están cada vez más solos en su propuesta de solidaridad. Y en tanto que millones de africanos mueren de hambre, Karol Josef Wojtyla se aviene a consagrar la basílica de Yamusukro, Costa de Marfil (faraónica fotocopia de la de San Pedro), cuya construcción, con vitrales franceses y mármol rosa italiano, costó 230 millones de dólares. Su promotor, el viejo dictador Boigny, de Costa de Marfil, no se ha hecho acreedor a mayores objeciones del mundo libre, occidental y cristiano. La bendición papal, empero, ha provocado aislados estupores éticos.
Este quinquenio que culmina quedará signado, en la memoria colectiva, como el Lustro de la Insolidaridad. Estamos en pleno jubileo del capitalismo y sabemos que el capital sólo es solidario (aunque no siempre, Japón
dixit
) con el capital. Toda una firme tradición. Hay sin embargo otra tradición, menos voceada pero más profunda: que los pueblos suelen ser solidarios con los pueblos. (Me consta que este término ya casi no se usa, pero, a pesar de mis ingentes esfuerzos, no he encontrado un sinónimo posmoderno). Tal como van las cosas, nada es seguro. Sin embargo, como alguna vez lo insinuara Bergamín, «si hay una mala fe, ¿por qué no va a haber una buena duda?».
(1990)
Paul Marcinkus, norteamericano de origen lituano, arzobispo de confesión, anticomunista de profesión y banquero de vocación, podría ser definido, no exactamente como un
pecador
sino como un
pecado
de la Santa Madre Iglesia. Brazo derecho (en sus años mozos) del cardenal Spellman, también lo fue más tarde de los pontífices Pablo VI y Juan Pablo II; en cambio no se destacó como brazo izquierdo de nadie. Metafóricamente podría ser considerado como un cónsul espiritual de los Borgia en el siglo XX (aquellos Papas tan pluralistas que tenían hijas tan simpáticas como Lucrecia), o, mejor aún, podría haberse incorporado (si Umberto Eco se hubiera interesado en laberintos policíaco-monacales de este siglo) a la galería de personajes de
El nombre de la rosa
.
Por haber presidido durante tres lustros el OIR (Instituto para las Obras de Religión, también denominado
Banco del Papa
) fue llamado el «banquero de Dios», pero los cardenales y obispos más recelosos siempre dudaron de que el Señor endosara sus cheques. Dudas y perplejidades equivalentes emergieron en la justicia milanesa, que irreverentemente intentó procesarlo, no por pecado de omisión sino de comisión. El empíreo privado de este arzobispo no estaba poblado por ángeles sino por banqueros (del IOR, del Banco de Nassau y sobre todo del Banco Ambrosiano, cuya quiebra conmovió al mundo financieroeclesial).
En el currículo oficioso (casi tan abultado como el oficial) de Paul Marcinkus figuran también presuntas connivencias con diversas muertes nunca aclaradas y suicidios que acaso fueran crímenes. Su nombre ha aparecido insistentemente vinculado a enigmas tan mentados como la extraña y prematura muerte del papa Juan Pablo I, el «suicidio» del banquero Roberto Calvi bajo un puente londinense o la anómala muerte en prisión del banquero siciliano Michele Sindona, que había sido su dilecto amigo.
El Vaticano, que años después no vacilaría en entregar a Noriega (refugiado en la embajada de la Santa Sede en Panamá) a Estados Unidos, jamás permitió que la justicia italiana echara mano a este intrépido custodio de los dineros sagrados y consagrados.
Finalmente, en octubre de 1990, las crecientes presiones de sectores importantes de la propia Iglesia, obligaron al papa Wojtyla a desprenderse de su
brazo derecho
y restituirlo a su diócesis original de Chicago, la Meca de los
gangsters
y los
boys
de Milton Friedman, probables feligreses de su recuperada parroquia, donde desde ahora acaso no falten homilías sobre una que otra verdad bíblica, verbigracia del
Libro de los proverbios
(22.7): «El rico se enseñorea de los pobres y el que toma prestado es siervo del que presta».
(1991)
En estos tiempos de Golfo Pérsico, cuando la atención mundial es absorbida por las versiones informáticas de la muerte y por las imágenes concretas del horror, puede parecer inoportuno hablar de Cuba, esa pequeña isla dejada de la mano de Dios y del COMECON. Pero los temas del Tercer Mundo son siempre inoportunos, porque inoportunos son el subdesarrollo y sus alarmas que suenan a deshora.
Mi última visita a Cuba había sido en marzo de 1989 y en estos casi dos años tuvieron lugar en esa nación y en el mundo suficientes acontecimientos como para estimular un cotejo personal entre la Cuba de 1991 y la previa al proceso de Ochoa y a la caída del muro de Berlín. Demasiado sé que mis recientes tres semanas de permanencia no son de ningún modo suficientes para un cateo en profundidad de una realidad tan compleja, de manera que sólo me referiré a lo visto, leído y escuchado personalmente. Reconozco que mis dos períodos de residencia en la isla (1968-71 y 1977-1980) significan en mi caso un legítimo antecedente a la hora de llegar a un juicio aproximativo sobre la realidad de 1991.
Empecemos por lo negativo. La prensa cubana, y particularmente
Granma
y los respectivos órganos oficiales de cada provincia, sigue siendo tan esquemática, tan previsible y poco interesante como en años anteriores. Paradójicamente, la escasez de papel y la consiguiente reducción de tirada y de páginas de
Juventud Rebelde
(que de diario ha pasado a semanario) y de la revista
Bohemia
, ha redundado en un evidente ascenso en el nivel profesional de ambas publicaciones, aunque cabe señalar que una y otra disponen aún de un amplio margen de mejoras posibles.
Si bien la burocracia ha sido parcialmente conmovida en sus sólidos cimientos por el llamado «período especial en tiempos de paz», aún sigue constituyendo un grave estorbo para el desarrollo y la eficacia. Sin embargo, no todo es atribuible al estilo moroso y displicente del funcionario-tipo (que, después de todo, no difiere demasiado del burócrata de cualesquiera latitudes y regímenes) sino también al entramado (des)organizativo y al interminable papeleo. Un ejemplo: tuve que realizar una sencilla gestión, referida a derechos de autor, en un Banco estatal, y si bien la empleada que me atendió fue cordial y llevó a cabo,
con la mayor rapidez posible
, el trámite respectivo, éste incluyó tal cantidad de formularios, que debí estampar en ellos más autógrafos que en una Feria del Libro.
¿Prostitución? Existe, por supuesto, y es uno de los reproches que casi diariamente se hacen a la Revolución. Especialmente algunos visitantes y cronistas europeos ponen el acento en ese rubro. Su puritano estupor incluye un considerable ingrediente de hipocresía, ya que proviene de un continente que ostenta su Calle de la Montera o su Castellana nocturna, su calle de Budapest o los mismísimos Champs Elysées, el refinado meretricio de Via Veneto, o los escaparates prostibularios de Hamburgo y Amsterdam. La verdad es que en Cuba la prostitución nunca desapareció, pero también es cierto que en el primer decenio de la Revolución, hubo un intenso trabajo social, gracias al cual las rameras tuvieron (y por cierto aprovecharon) la oportunidad de dedicarse a labores que no fueran las regateadas «de su sexo»; muchas de ellas se incorporaron a fábricas y hasta se casaron y tuvieron hijos. No obstante, la necesidad imperiosa que tuvo Cuba de estimular el turismo, y la invasión foránea que ello implicó, también significó el renacimiento de la decana de las profesiones. El turista norteamericano viene en busca de su mulata perdida, y si no la halla se sentirá profundamente defraudado; si en cambio la encuentra, disfrutará sin remordimiento de su piel morena, y luego, de regreso a su púdico contexto de Salvation Army y Jimmy Swaggart, no vacilará en denigrar a Cuba por no haber eliminado autoritariamente el meretricio. De todos modos, el estupor occidental está fuera de foco, ya que la relación prostituta/hombre es en La Habana notoriamente más modesta que en cualquier capital europea o latinoamericana. Y con un rasgo a destacar: a diferencia de sus colegas de otras urbes civilizadas, en la Cuba «bárbara» la prostituta carece de
gigolo
o rufián o chulo o
cafisho
. Tolerada a regañadientes, como algo inevitable, por el régimen, la puta cubana no tiene amo ni promotor ni mantenido; tal vez represente cierta insólita fórmula de autogestión en una peculiar sociedad socialista.
Otrosí digo. O más bien, otronó. La pena de muerte existe, y ésta es mi diferencia más profunda con la Cuba de 1991. Siempre he sido contrario a tal forma de punición, no importa qué ideología la reglamente o sustente. Tengo entendido que en todo el continente americano, sólo Estados Unidos y Cuba (en otros países sólo es aplicable en tiempos de guerra) mantienen esa condena. Pero tampoco en este tema vamos a rasgarnos las vestiduras. En tanto que Cuba se mantuvo aproximadamente tres lustros sin aplicarla (rompió esa austeridad en 1989 con el fusilamiento de Ochoa y tres de sus cómplices en la operación de narcotráfico), los Estados Unidos ejecutan periódicamente a sus condenados, por lo común negros, chicanos o puertorriqueños, y de vez en cuando algún rubio para disimular. Actualmente hay más de dos mil en espera de la ejecución (silla eléctrica, gas, inyección letal u otras ofertas del catálogo), incluidos débiles mentales y asimismo sujetos que cometieron delitos cuando eran menores de edad.