Hace dos años Swaggart, al denunciar las relaciones extraconyugales de su colega Jim Bakker, calificó a éste, en delicada metáfora, de «cáncer que debe ser extirpado del cuerpo de Cristo». Ahora se ha convertido él mismo en tumor extirpable. Tras su penitencia multitudinaria en Baton Rouge, predicador sin púlpito y con los ojos otra vez rencorosamente secos, tal vez amenice su vacación forzosa leyendo crónicas sobre las brujas de Salem, quienes por cierto lo pasaron peor. Siempre será para Jimmy un consuelo comparativo saber que puede reponerse de una etapa transgresora, en el alivio de la indulgencia, en la bonanza de su mansión despampanante y —
last but not least
— en la terrestre certidumbre que otorga una renta anual de 130 millones de dólares.
Ahora sólo falta que alguien nos dé noticias fidedignas acerca de la injustamente ignorada ramerita de New Orleans. Francamente, me cae bien la chiquilina. Alguna vez habrá que hacerle un homenaje, ya que es a su innombrable faena que hoy debemos, así sea indirectamente, la caída de las máscaras (y tal vez el principio del desmantelamiento) de una de las estafas seudorreligiosas más sonadas de este siglo. Y no es inverosímil que, dentro de poco, haya que ampliar la picota a fin de dar cabida a otros neo-reverendos de prédica sabihonda y práctica cachonda.
(1988)
Señalar que las agresiones de Estados Unidos contra América Latina suman varias decenas, no constituye por cierto una revelación. Quizá algún lector veterano recuerde que en 1962 el entonces Secretario de Estado, Dean Rusk, presentó a la sesión conjunta del Comité Senatorial de Relaciones Exteriores y Fuerzas Armadas, una pormenorizada lista de las intervenciones norteamericanas en el extranjero. En esa relación se detallan las 169 intervenciones efectuadas por los Estados Unidos entre 1798 y 1945. O sea un número considerablemente mayor que las llevadas a cabo, a través de los siglos, por Gengis Kan, Alejandro Magno, Julio César, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Napoleón, Hitler, Mussolini y Stalin, todos juntos.
De esas 169, casi la mitad corresponden a países latinoamericanos. Hoy debería ser completada con una suculenta
addenda
: las intervenciones en Cuba (Playa Girón), Santo Domingo y Granada. No obstante, ninguna de esas agresiones fue tan descarada como el reciente asalto a Panamá, un desenfreno que tiene asegurado su sitio en el Guinness como la acción militar más repugnante de este siglo XX que se extingue.
Para mayor escarnio, el presidente Bush se muestra «un poco preocupado por la reacción de América Latina ante su decisión de intervenir en Panamá» y anuncia que el vicepresidente Dan Quayle visitará la región «para asegurar que Estados Unidos
no planea un uso indiscriminado de la fuerza
en su política exterior». Con esas palabras, en un alarde de hipocresía más bien silvestre, el sucesor de Reagan nos está transmitiendo un mensaje: lo que Estados Unidos está planeando (como siempre lo ha hecho) es el uso
discriminado
de esa fuerza.
Por otra parte, cuando el Departamento de Estado advierte que la operación Causa Justa (!) sirve para mostrarle al mundo hasta qué extremos puede llegar Estados Unidos en su lucha contra el narcotráfico, cabe hacer algunas preguntas (que, por supuesto, nadie contestará) derivadas de semejante afirmación: ¿significa acaso ese comentario que Estados Unidos se arroga el derecho de intervenir con sus tropas en cualquier país en el que residan, definitiva o temporalmente, uno o varios narcotraficantes de pro? Concretemos: ¿podrá haber en el futuro nuevas operaciones Causa Justa, pero entonces contra Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú, Brasil, México, etc.? Concretemos más aún: ¿serán invadidas naciones como España, Italia, Holanda, de notoria presencia en el tráfico de drogas? Por último, ¿Estados Unidos se invadirá a sí mismo? Porque lo cierto es que el desarrollo masivo del narcotráfico, con la consiguiente demanda de las más diversas capas sociales, comenzó a partir de las verificables y autorizadas dosis de estupefacientes que el Pentágono distribuyó entre sus bravos durante la guerra del Vietnam, a fin de infundirles suficiente coraje como para llevar adelante una guerra injusta (¿sinónimo tal vez de Causa Justa?) en cuya motivación nadie en su sano juicio podía creer. Fueron precisamente los veteranos de Vietnam, cuando volvieron derrotados y convertidos en drogadictos, quienes extendieron profusamente el hábito en su país, y, como consecuencia de la vocación paradigmática del mismo, también en todo el mundo libre, occidental y cristiano.
La náusea que provoca toda la operación istmeña empieza con el juramento, en zona norteamericana y ante autoridades militares yanquis, del fantoche Guillermo Endara como presidente panameño. Quizá este hombre de paja ignore un antecedente. El primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Palma, atornillado también por los norteamericanos en el sillón presidencial, tenía un monumento en La Habana, del que hoy sólo quedan «un par de zapatos de bronce en lo alto de un gran pedestal». Cuando triunfó la revolución, «el pueblo en furia volteó su estatua y eso es lo único que quedó» (ver: Eduardo Galeano,
El libro de los abrazos
, pág. 113). ¿Tendrá el gordo Endara algún día su monumento? Por lo pronto, sería bueno que fuera eligiendo los zapatos de bronce.
«
Endara is a sonofabitch, but he’s ours
», podría decir Bush parafraseando a Roosevelt en su famoso diagnóstico sobre Somoza. Hace pocos días se ha revelado que, al parecer, Endara, al igual que sus dos vicepresidentes, están asimismo vinculados al narcotráfico. Por suerte, Bush no tendrá que ordenar otra invasión a fin de secuestrar a Endara, porque en realidad sus 25 mil soldados no se han ido, ni tienen aún fecha para irse. Así lo ha dicho el mismísimo Bush.
Reconozcamos sin embargo que los yanquis no son los únicos responsables de la náusea. El propio Noriega, figura central de este atolladero, no es precisamente un paradigma. Personaje turbio si los hay, hombre entrenado en los laberintos de la CIA, típico «
servitore de due padroni
», formado bajo la sombra de Omar Torrijos (éste sí un líder auténtico, osado, creativo y antiimperialista), bocaza incorregible, con discurso de héroe y claudicaciones de pusilánime, un día anuncia que resistirá hasta la muerte y al siguiente se entrega sin nobleza. (Es imposible no recordar aquí la dignidad de Salvador Allende).
¿Y el Vaticano? ¡Vaya con el Wojtyla! La entrega ignominiosa de Noriega a los militares norteamericanos demuestra que para la Santa Sede su concepto actual del derecho de asilo resulta en definitiva bastante más precario que el de Pinochet (quien, después de todo, respetó en su momento a los refugiados en las distintas embajadas). Noriega estaba requerido, ya lo sabemos, por los tribunales norteamericanos. Pero también el tristemente célebre monseñor Marzinkus fue requerido por la justicia italiana y sin embargo el Papa no soltó a esa pieza relevante, fundamental para la debida investigación del escándalo del Banco Ambrosiano.
Dominus vobiscum. Et cum espiritu tuo
.
De todas maneras, Karol Josef Wojtyla podía haberle enviado a Bush una cita bíblica, verbigracia esta de
Exodo
(22.6): «El que incendia el fuego, pagará lo quemado». ¿Pagará lo quemado? Por lo pronto, se estima que la invasión le costó a Panamá la friolera de 600 millones de dólares. O sea que, para apresar a un solo y presunto narcotraficante, Estados Unidos provocó 2.000 muertes de civiles y convirtió en escombros a varios barrios de la Capital. ¿Sólo por ser narcotraficante? ¿O porque militó hace tiempo en la CIA y luego desertó? ¿No serán el canal y los plazos perentorios fijados por el convenio Carter-Torrijos, los temas que subyacen como motivos reales de una agresión tan desfachatada?
Después de todo, ¿llegará Noriega a ser juzgado? En los comentarios periodísticos de todo el mundo planean los fantasmas de Kennedy, Oswald, Ruby y otros enigmas del montón y probablemente más de uno debe estar aceptando apuestas acerca de cuándo y de dónde vendrá la bala silenciosa y letal. En ese rubro los yanquis son expertos. Ignoro si existirá en el mundo otra colectividad que haya asesinado a cuatro presidentes. Ellos sí lo han hecho: no parecen dispuestos a que se les escape ningún
record
.
No puede negarse que la ferocidad anti-Noriega del presidente Bush huele más a venganza que a justicia. Dos mil muertos como precio del secuestro de un presunto narcotraficante, no son moco de pavo. Como escribió hace pocos días Manuel Vázquez Montalbán en
El País
, de Madrid: «Cuando existía la historia a esto se le llamaba imperialismo, ahora tal vez se trate de un simple ajuste de cuentas entre gángsters».
Dicen los cables que en las calles de Panamá se festejó con ruidosa alegría el secuestro de Noriega. (En ocasión de otra de esas habituales invasiones —la de Granada— cables de las mismas agencias norteamericanas informaron que las putas de Saint George’s estaban encantadas con los
marines
). Pero en los noticieros de la televisión daba más lástima que asco ver saltar a los oportunistas de siempre, con las mismas flamantes camisetas yanquis y banderas norteamericanas de reciente modelito, todo bien condimentado con los obvios aplausos y los vivas al mejor postor. Nadie nos podrá convencer de que ése es el verdadero pueblo del Istmo. Nadie nos podrá convencer de que la porción más digna de esa sociedad esté con ánimo de homenajear a quienes asesinaron a miles de sus compatriotas. Y como no dudo que los genuinos panameños habrán sido los primeros en sentir esa náusea colectiva, nuestro primer signo de solidaridad es sentirla con ellos. La
náusea panameña
se ha convertido en
náusea latinoamericana
.
Al igual que cuando Reagan ordenó la invasión de Granada, desde el comienzo Bush dejó constancia de que uno de los objetivos de la acción armada era proteger las vidas de los norteamericanos residentes en Panamá. El problema es que, de puro bondadoso y para proteger a los suyos, mató a dos mil panameños y destruyó sus ciudades. ¿Qué habría pasado si la Guardia Panameña, para proteger a sus compatriotas residentes en Estados Unidos, hubiera matado a dos mil norteamericanos? (A veces, se comprende mejor un problema con el mero procedimiento de llevarlo al absurdo). Tal vez una medida sensata, a adoptar por los países de América Latina, sería la expulsión preventiva de todos los ciudadanos norteamericanos, residentes en su suelo, y no permitir el ingreso de ningún otro. De esa manera no se correría el riesgo de que, al menor atisbo de crisis, los
marines
acudieran a rescatarlos.
Vale la pena mencionar otros aportes a la perfección de la náusea panameña. La benemérita OEA, por cierto más respondona hoy que hace un decenio, y la Asamblea General de la ONU; la primera con un solo voto en contra (Estados Unidos, claro) y la segunda por amplia mayoría, deploraron la invasión e instaron al inmediato retiro de las tropas norteamericanas. El Departamento de Estado se pasó ambas resoluciones por el Canal. Sencillamente, ridiculizó a esos organismos internacionales y dejó bien sentado que le importan un bledo. ¿Habría ocurrido lo mismo si sus grandes socios capitalistas hubieran acompañado el voto crítico? Dada la actual soberbia de Washington, no es imposible que la actitud hubiese sido la misma, pero el precio político, en dimensión internacional, habría sido mucho mayor.
¿Qué ocurre? ¿Será que al Japón o a la CE ya no les importan la moral internacional, ni los convenios y tratados, ni los derechos humanos? Sólo España reaccionó con algún decoro, pero tuvieron que matarle a un periodista para que se conmoviera. ¿Será que el prescindente y despectivo posmodernismo ha invadido la diplomacia y entonces todo da lo mismo? ¿Todo será Mierda, como proclama el santo y seña de los nuevos arúspices?
Por muy anticuado y obsoleto que esto suene, no pido excusas para corroborar mi fe en el hombre y mi confianza en que podamos restablecernos de esta grave
náusea panameña
y volvamos de nuevo a respirar. Habrá que bregar para que (retomando el sesgo irónico de Vázquez Montalbán)
vuelva a existir la historia
y no nos avergüence llamar a los pueblos por su solidaridad y al imperialismo por su nombre.
(1990)
La frivolidad, proverbial atributo del ser humano, ayuda a veces a oxigenar la vida, a ejercitar la vocación lúdica que cada uno debe y puede descubrir en sí mismo. La frivolidad es por lo general una provincia de la alegría, pero no viceversa. Frivolidad es juego, y en consecuencia el humor, el disimulo, la máscara (el carnaval es en sí mismo un exultante dechado de frivolidad), suelen figurar entre sus ingredientes esenciales. Ocurre sin embargo que, en el agitado capítulo finisecular que a todos nos atañe, la frivolidad se ha salido de cauce, infiltrándose en capas más profundas de la conducta humana. Y eso ya no es juego sino temeridad, ya que puede significar la instalación del engaño, de la hipocresía, y hasta de una superficialidad casi criminal, en zonas que son vitales para el desarrollo y la sazón de las relaciones humanas.
Digamos que el carnaval encaja muy bien en los atávicos tres días de carne previos al Miércoles de Cenizas, pero no cuando se convierte en metáfora y estilo de la política mayor, donde la gran kermesse, el torneo de promesas, la verbena populista, sirven, entre otras cosas, para encubrir los vertebrales designios de un candidato o de un partido. Y aun entre quienes se niegan a secundar la tramoya, también suele despuntar una frivolidad esencial. En Estados Unidos, generalmente invocado como paradigma de la democracia, más de la mitad de los ciudadanos habilitados para votar no encuentran en sí mismos suficiente motivación como para comprometerse en las urnas. Se presume que si el
Partido de la Abstención
es, con mucho, el mayoritario de los Estados Unidos, ello se debe a que esos
militantes de la ausencia
no comparten la política del gobierno (republicano o demócrata, qué más da). ¿No resulta monstruosamente trivial semejante menosprecio de la ocasión democrática? ¿Cómo es posible que tantos millones de inconformes no sean capaces de crear nuevas opciones?
En cierto modo resulta esclarecedor que el campeón de la frivolidad ideológica de este fin de siglo sea un alto funcionario del Departamento de Estado. El pomposo anuncio de Francis Fukuyama sobre el definitivo triunfo de la democracia liberal, resulta de una banalidad poco menos que insultante. Desde su rinconcito de poder, Fukuyama no puede ignorar que, pese a que su querido imperialismo se halle cómodamente instalado en «su» particular democracia, cada vez que ese poder hegemónico asegura (mediante invasiones, bloqueos, amenazas, atentados, bombardeos y otras aplicaciones de la doctrina Monroe y la Ley de la Selva) su incesante expansión, el ejercicio democrático no constituye ningún mérito para los comendadores del abuso, y si no que lo testimonien (vía satélite, desde el Más Allá) Lumumba, Allende, Letelier, Maurice Bishop y otros cándidos satanases.