El cálculo que suelen hacer los olvidadores es que ellos olvidan a plazo fijo (y con fructuosos intereses) y que en todo caso serán sus sucesores quienes deberán hacer frente al rechazo popular. Juzgar el pasado no es faena cómoda, pero al menos no es inútil como el olvido. Los olvidadores oficiales, que a menudo proclaman ser portavoces del pueblo, deberían tener cierta osadía, aunque fuese en dosis mínimas, si es que quieren asumir una cuota parte de la dignidad colectiva. El olvido es un barniz, o incluso la propuesta de una imagen espuria, pero bajo el barniz o la imagen fraudulenta, la realidad finalmente surge. Por debajo del falso Altmann aparece, en una afinada operación de
pentimento
histórico, el Klaus Barbie de la realidad, y los olvidadores de un
aquí
cualquiera no se atreven a defender
allá
al «obediente debido» que envió medio centenar de niños a la muerte. No obstante, aun esa invasión de pasado abyecto por la justicia presente incluye un detalle revelador. El falso pasaporte a nombre de Altmann le fue extendido a Klaus Barbie por la CIA, que, con pleno conocimiento de sus crímenes, no tuvo reparo alguno en reclutarlo y considerarlo como uno de los suyos. No obstante, este dato espectacular sólo figura en la gran prensa internacional como una mera información y no parecen abundar los editorialistas que se atrevan a calificar esta democrática inmoralidad. Todos acusan (con razón) a Barbie, pero nadie se acuerda de la benemérita CIA.
El rencor y la venganza inferiorizan al rencoroso y al vengativo. Ah, pero la justa sanción de la tortura y otras violaciones de los derechos humanos dignifican a la humanidad. «La tortura no es inhumana», decía Sartre, «es simplemente un crimen innoble y crapuloso, cometido por hombres y que los demás hombres pueden y deben reprimir». La tortura no puede ser purgada torturando al torturador, debido a que la sevicia corrompe a quien la practica, aunque el ex victimario y ahora presunta víctima pudiera, en un dictamen apasionado, merecerla. Ocurre que ningún ser humano, por inhumano que sea o parezca, es merecedor de tortura.
No es el olvido lo que puede salvar a una comunidad del rencor y la venganza. Sólo el ejercicio de la justicia permite que la comunidad recupere su equilibrio. La fidelidad, la lealtad, la justicia son actitudes que adquieren valor en su conexión con el pasado. Nadie pretende ser fiel a un futuro, leal a un juramento que todavía no ha hecho.
Al prójimo ecuánime y entrañable, que también los hay, no le seduce la retórica del olvido sino las cuentas claras, esas que conservan enemistades. No ignora que tras esa mímica de generosidad, tras ese despilfarro de perdones, tras ese simulacro de justicia, el pasado de veras sigue intacto: con sus principios y sus riesgos, sus frustraciones y sus laureles, sus violetas y sus pavos reales, sus almas en pena y sus almas en gloria. Ocurre que el pasado es siempre una morada y no hay olvido capaz de demolerla.
(1987)
«¿Existe la paz? ¿Es existencia o concepto?», interroga atribulado el poeta alicantino Juan Gil-Albert. ¿Qué responderle? Quizá sea a veces
existencia
y otras veces
concepto
; depende de qué paz y en qué época. ¡Hay tantas paces posibles! ¡Y tantas imposibles! ¿No será la paz un mero estado de ánimo? Si las contradicciones que normalmente ocurren en el fuero íntimo hacen difícil que el individuo viva en paz consigo mismo, cuánto más arduo no habrá de ser que una familia, un gremio, una comunidad, una nación, o en última instancia la humanidad, logren una paz interna.
Las contradicciones no son en principio destructivas ni inconvenientes ni perjudiciales. En el plano individual, por ejemplo, un artista suele sacar buen partido de ellas: para la poesía, pero sobre todo para la novela y el drama, la contradicción es un ingrediente poco menos que imprescindible. Por otra parte, en la pugna ideológica, es importante el acicate creativo del encadenamiento dialéctico. En el ámbito social, las contradicciones van puntuando y desarrollando la historia. En el alcance internacional, los contrastes han servido en ciertas ocasiones para revelar el verdadero rostro de imperios y colonialismos. Sin contradicciones, ya sean internas o externas, la vida y las relaciones humanas serían probablemente tediosas, y tal vez por ello hay quienes piensan que la paz es una forma del aburrimiento. Un malentendido, por supuesto, ya que la paz no es exactamente la ausencia de contradicciones, como tampoco es razonable definirla (pese a que así lo hacen los diccionarios) como «la ausencia de guerra» o «el estado de un país que no sostiene guerra con ningún otro».
No es obligatorio definir la paz por lo que
no es
; también se la puede definir por lo que efectivamente
es
. La paz es, por ejemplo, el consentimiento (y hasta la comprensión) de las contradicciones, y en consecuencia, la aceptación de la
otherness
, o la
otredad
, esa índole de lo que piensa, siente y es el otro. Cada ser humano es él mismo y también es
otro
; es otro, cuando se le juzga, se le aprecia o se le mide desde un punto de vista ajeno. La admisión de la cualidad o el carácter del
otro
no implica la automática aceptación de lo que ese
otro
es, piensa o siente, sino la mera admisión del derecho que tiene a ser
otro
. Es precisamente la negación de ese derecho lo que lleva al conflicto, y, en el caso de naciones, a la guerra.
Si una nación le niega a otra el derecho de darse la forma comunitaria y de gobierno que estime más adecuada a sus intereses, a su historia, a sus tradiciones, a su carácter y a sus hábitos, aquella nación comienza a deteriorar las posibilidades o el mantenimiento de la paz. Después de todo, la paz no es una abstracción sino una convención muy concreta entre individuos, entre pueblos, entre naciones, entre ideologías. Por lo común, no es una relación espontánea, como puede ser la del amor, sino un ámbito deliberadamente construido y en el que cada parte se compromete, tácita o expresamente, a no invadir el territorio, la política, la economía, la cultura o la lengua de la otra.
Si entre dos individuos hay uno que no respeta la jurisdicción espiritual o física del otro, entonces surge la agresión y, en casos extremos, el crimen; en ciertas ocasiones, la víctima de la agresión suele no tener ninguna posibilidad de reivindicación o de defensa. En nuestro mundo de hoy, no es infrecuente que una nación poderosa construya artificialmente un cúmulo de contradicciones a fin de que éstas le sirvan de pretexto para efectuar y consolidar su agresión. Por ejemplo, si una nación pequeña lleva a cabo una revolución que, mal que bien, pone término a una situación de injusticia y de represión, de inmediato aparece alguna nación poderosa que exige al pequeño país el urgente establecimiento de una pluralidad política. Sin embargo, si la nación minúscula tiene entre sus planes esa célebre pluralidad y se esmera en llevarla a cabo, entonces la gran nación unge y presiona a los partidos de oposición de aquel paisito para que, en el caso de una convocatoria a elecciones, se abstengan de participar por «falta de garantías» o cualquier otra excusa. Luego, si tales partidos se abstienen, la gran nación dará el siguiente paso: acusará a su modesta vecina de falta de pluralismo. Y a continuación se sentirá autorizada a bombardear sus puertos, a bloquear su economía, a financiar y armar a contingentes opositores.
En tales casos, la negación de la paz es un círculo vicioso: a la nación imperial nunca le basta el logro de las metas que sucesivamente enuncia, y no le basta porque para ella son falsas metas, ya que en realidad su único, verdadero objetivo es la guerra. Se sabe inconmensurablemente más poderosa que la nación pequeña y en consecuencia la guerra es su única carta segura. En el enfrentamiento de razones, en la negociación política o diplomática puede perder (aunque la paz se salve), pero en la colisión bélica está segura de ganar, aunque la paz se pierda. Y también en este caso, la nación agredida suele no tener ninguna posibilidad de reivindicación o de defensa. Un solo ejemplo: cuando Estados Unidos mina los puertos nicaragüenses y bombardea el puerto de Corinto, el gobierno de Nicaragua se presenta ante el Tribunal Internacional de La Haya, acusando a su agresor y reclamando la correspondiente indemnización; dicho Tribunal falla a favor de esa reclamación y condena a los Estados Unidos al pago de la compensación exigida. No obstante, el gobierno de los Estados Unidos rechaza tajantemente ese fallo de vigencia internacional.
Ahora que Jacques Derrida ha puesto de moda la palabra
différance
, apelando, además de otras caracterizaciones, al recurso de escribirla (por supuesto, en francés) como tradicionalmente se pronuncia; nosotros, en español, ya que no tenemos esas elásticas posibilidades en la palabra
diferencia
, tal vez podamos recurrir a su significado clásico para explicarnos este acertijo de la paz. Porque ¿qué es la paz (ya sea entre individuos o entre naciones) sino la aceptación del
diferente
, del o de los que no son como yo, como nosotros? La diferencia hunde sus raíces en la historia, en la cultura, en la lengua. Por cierto que cada lengua es en sí misma una diferencia, pero dentro de una misma lengua existen matices regionales o nacionales, pronunciaciones o cadencias claramente dispares. ¿No serán acaso los dialectos, después de todo, una voluntad de diferenciación con respecto a la lengua madre? Hay países en los que la autonomía política o la distinción federativa tienen origen fundamentalmente en los matices de la lengua. Es probable que la diferenciación lingüística sea el primer examen que debe aprobar la paz.
Si un extranjero llega a nuestro país, y no hablamos su idioma ni él habla el nuestro, se establece un muro, éste sí espontáneo, entre él y nosotros. La paz corre ahí su primer riesgo, ya que la no-comprensión establece el primer distanciamiento. No hay
Verfremdungseffekt
más primitivo, más elemental, que la distancia que media entre dos lenguas. En la Antigüedad, la condición de extranjero o de extraño se apoyaba en el distinto color de la piel pero también en el uso de otra lengua, y frecuentemente era la mera proximidad colectiva del extranjero la que generaba las guerras, sin que mediara una provocación actual.
Paz no es sinónimo de amor. La manera más práctica de comprender esta definición negativa y pueril es sencillamente invertir los términos. No bien expresemos que amor no es sinónimo de paz, de inmediato comprenderemos que, al derecho o al revés, la antinomia es legítima. Paz es tal vez la posibilidad de que el amor y el odio coexistan, intercambien pasiones, se estimulen recíprocamente. «En la paz tengo enemigos», escribió Fernando Savater, «pero decido conservarlos en lugar de destruirlos; quiero saber qué puedo hacer con ellos que no sea matarlos».
En cierto modo la paz puede ser el resultado de un sistema. Si el concepto de
sistema
es definido como «un acto mental mediante el cual se selecciona, de entre un número infinito de relaciones entre cosas, un conjunto de elementos cuyas relaciones indican cierta coherencia y unidad de propósito, y que permiten la interpretación de hechos que de otra manera parecerían una sucesión de actos arbitrarios», y si se analizan los períodos de paz más extensos y estables de la historia, quizá ese análisis revele el conjunto de elementos (comunes a todos y cada uno de esos lapsos de paz) cuyas relaciones indican una coherencia y unidad de propósitos que no son una retahíla de actos arbitrarios sino un proceso desde o hacia la paz. Para llegar a la guerra es posible que exista un número infinito de relaciones entre gobiernos o naciones o pueblos; en cambio, para llegar a la paz, que es una meta por cierto más ardua, las posibilidades de relaciones no son infinitas y normalmente se inscriben en un sistema que, por ser tal, debe asumir su propia coherencia y su unidad de propósitos.
Es claro que el sistema puede ser abierto. El pacifismo, por ejemplo, es un sistema abierto cuyo objetivo es llegar a la paz. Pero no es el único. Por otra parte, tal como acontece en el plano científico, el pacifismo, como buen sistema abierto, importa más energía que la que exporta, y además, no importa únicamente energía sino también información. Esta última es probablemente la más palpable utilidad del pacifismo: la información que obtiene. Y esa información es sencillamente pavorosa: actualmente (los datos que siguen son de 1984, de modo que hoy las cifras serían más escalofriantes) se gastan anualmente en armas 800.000 millones de dólares, en tanto que tres cuartas partes de la población mundial viven, o apenas sobreviven, en la miseria, y 40.000 niños mueren diaria y ominosamente de hambre en el Tercer Mundo. Hace nada menos que veinticuatro siglos que Herodoto formuló una impecable definición acerca de la guerra y la paz: «Nadie es tan insensato que elija por su propia voluntad la guerra mejor que la paz, ya que en la paz los hijos entierran a sus padres, y en la guerra los padres entierran a sus hijos». Por supuesto, en la época de Herodoto todavía no existían los poderosos fabricantes de armamentos, esos insensatos que hoy eligen la guerra mejor que la paz. Y otra puesta al día de la sabia acotación del historiador de Halicarnaso: en pleno 1986, en Etiopía o en el Nordeste brasileño, los padres entierran a sus hijos, porque allí el hambre también es una guerra.
Por supuesto, cada paz tiene su precio. Y éste no será excesivo pero sólo cuando suponga la base de su consolidación. No obstante, ¿estamos todos de acuerdo en el significado de la palabra paz? ¿Cuál es la paz que quiere el autoritarismo? Evidentemente, es la paz de la mansedumbre, de la docilidad, de la injusticia social congelada para siempre. Nuestra acepción de la paz, en cambio, pasa por la equitativa distribución de la riqueza, el trabajo creador, el franco ejercicio de la libertad, la asunción de la soberanía nacional, la plenitud cultural del hombre.
La única manera de conformar las legítimas rebeldías de un pueblo, es reconocerlo como libre, tratarlo con justicia, darle (o restituirle) lo que es suyo. Por eso la paz de los pueblos está en guerra con la paz que proponen los autoritarismos. ¿Cómo prentenden alcanzar la paz quienes no están dispuestos a ceder ni uno solo de sus privilegios, a renunciar a una sola de sus ventajas, a considerar al pobre, al desvalido, como su igual en el derecho a disfrutar los bienes, y a soportar los males de cada patria? Estamos tan confusos que, a esta altura, estados legítimos son la preguerra, la guerra y la posguerra; la paz es apenas un estado bastardo. Las desigualdades suelen provocar la guerra, pero, curiosamente, la paz no es una región llana, sin alcores. La guerra acelera la muerte; la paz ensancha la vida. Y sin embargo, mientras los héroes de la guerra son glorificados, los de la paz (un Gandhi, un Luther King, un Salvador Allende, un Olof Palme) son violentamente eliminados.