Era un hombre cuidadoso, un retoque aquí, otra cabeza allá, eso no cuesta un potosí, nadie podía señalar una foto y decir:
—Pero si esta es…
Aunque a alguno sí podían asaltarle las dudas y comentar:
—¿Pero esta no es…?
Heilbutt puso un anuncio para vender su colección por correspondencia, pero en ese terreno la competencia era demasiado grande, funcionaba, claro, pero no en exceso. Lo que sí funcionaba era la venta directa. Heilbutt tenía a tres jóvenes recorriendo la ciudad (el cuarto había sido Pinneberg durante dos días), que vendían las fotos a ciertas chicas, a ciertas caseras, a los porteros de ciertos hotelitos, a los encargados y encargadas de los lavabos de ciertos locales. Era algo grande y crecía cada vez más. Heilbutt aprendía lo que necesitaba la clientela. Es indecible lo insaciable que era el apetito de una ciudad de cuatro millones de personas en esas cuestiones, las posibilidades eran infinitas.
Sí, Heilbutt lamentó que su amigo Pinneberg no se hubiera decidido a colaborar. El asunto tenía un gran futuro. Heilbutt pensaba que a veces la mejor mujer, la mejor, podía constituir un freno. Pinneberg sentía náuseas cuando uno de esos tipos de los lavabos le contaba las opiniones de su clientela sobre la última colección, dónde había que ser más explícito, por qué, cómo… Heilbutt había abogado en su día por el nudismo y no lo negaba.
—Yo soy un hombre práctico, Pinneberg —aducía—, y estoy metido sin reservas en la vida real.
Pero también decía:
—Yo no me dejo pisar, Pinneberg. Sigo siendo el mismo, que los demás se preocupen de sus propios actos.
No, no se produjeron discusiones entre ambos. Heilbutt entendió a la perfección el punto de vista de su amigo.
—Bien, no te gusta. ¿Qué hacemos ahora contigo?
Así era Heilbutt, quería ayudarlo, era su amigo, ya no eran tan colegas, quizá nunca lo habían sido del todo, pero tenía que echarle una mano.
Entonces Heilbutt recordó la casita situada al este de Berlín, en un lugar algo apartado, cuarenta kilómetros, ya no era Berlín, pero disponía de un trozo de terreno.
—La heredé hace tres años de una tía. ¿Qué voy a hacer yo con una casita de jardín? Vosotros podéis vivir en ella e incluso cultivar vuestra verdura y vuestras patatas.
—Sería maravilloso para el crío —le había dicho Pinneberg—. Vivir al aire libre…
—No tenéis que pagar alquiler —le había comunicado Heilbutt—. A fin de cuentas la casa está vacía y vosotros me cuidaréis el huerto. Solo las cargas, los impuestos y la tasa de carreteras, qué sé yo, de todos modos tengo que pagar todo eso…
Heilbutt calculó.
—Bueno, digamos que diez marcos al mes. ¿Te parece mucho?
—No, no —contestó Pinneberg—. Es maravilloso, Heilbutt.
Pinneberg recuerda todo eso mientras viaja en tren, en su verdadero tren, porque ha llegado a tiempo para cogerlo, y clava los ojos en su billete. El billete es amarillo, cuesta cincuenta pfennigs, y la vuelta otros cincuenta, y como Pinneberg tiene que viajar dos veces a la semana a la oficina de empleo de la ciudad, resulta que de los dieciocho marcos de su subsidio se le van dos en transporte. Cada vez que tiene que gastarse ese dinero, Pinneberg se enfurece.
Porque hay billetes especiales para los colonos, para la gente que tiene un huerto obrero, y son más baratos, pero para poder comprar un billete de esos, Pinneberg tendría que vivir donde vive, y eso es imposible. También hay una oficina de empleo en la localidad donde reside y podría utilizarla para sellar su cartilla sin gastar dinero en transporte, pero no puede hacerlo porque no vive donde vive. Para la oficina de empleo Pinneberg vive donde el maestro Puttbreese, hoy, mañana, toda la eternidad, pague o no pague el alquiler.
Ay, a Pinneberg no le gusta recordarlo, pero piensa mucho cómo en los meses de julio y agosto fue de la ceca a la meca para conseguir el permiso para mudarse de Berlín a esa colonia en las afueras, para que lo transfirieran de la oficina de empleo de Berlín a la oficina de empleo de allí.
—Solamente si puede demostrar que allí tiene perspectivas de obtener un empleo, pues de lo contrario se lo denegarán.
Pero no puede demostrarlo.
—¡Es que aquí tampoco consigo trabajo!
—Eso nunca se sabe. En cualquier caso, usted se quedó sin empleo aquí y no allí.
—Pero ahorraré treinta marcos mensuales de alquiler.
—Eso no tiene nada que ver y a nosotros ni nos va ni nos viene.
—Pero es que mi casero me echará.
—Pues ya le procurará otra vivienda el ayuntamiento. Basta con que usted se inscriba en comisaría como persona sin hogar.
—¡Pero es que la casita dispone incluso de terreno! Podría cultivar mi propia verdura y mis patatas.
—Una casita con jardín… Usted seguramente sabe que está prohibido legalmente vivir en casitas con jardín, ¿verdad?
En fin, que no hay nada que hacer. Los Pinneberg oficialmente continúan viviendo en Berlín en casa del maestro Puttbreese y Pinneberg tiene que viajar dos veces a la semana a la ciudad a costa de su dinero. E ir a ver al odiado Puttbreese y liquidar con seis marcos cada catorce días sus atrasos en el alquiler.
Sí, cuando Pinneberg se pasa una hora sentado en el tren, reúne todas las astillas posibles, que en conjunto producen una hoguerita muy aparente de ira, odio y amargura. Pero es una simple hoguerita. Después avanza por la oficina de empleo en medio de ese gentío gris y monótono, con tantos rostros distintos, tantas ropas distintas, pero todos con idénticas preocupaciones, con la misma angustia, con la misma amargura…
Bah, ¿qué sentido tiene? Está metido en ese negocio, es uno más entre seis millones, se abre camino ante las ventanillas, ¿para qué enfadarse? A decenas de miles les va peor, decenas de miles no tienen una mujer incansable, ni un hijo, sino media docena… Sigue, Pinneberg, hombre, coge tu dinero y lárgate, sinceramente, no podemos dedicarte nuestro tiempo, no eres nada especial como para que nos detengamos contigo.
Y Pinneberg prosigue su camino, pasa ante las ventanillas, sale a la calle y se dirige hacia el almacén de Puttbreese. Lo encuentra en su taller, construyendo una ventana.
—Buenos días, maestro —saluda Pinneberg, animado por el deseo de ser cortés con el enemigo—. ¿Es que también se ha convertido en carpintero de obra?
—Hago de todo, joven —contesta Puttbreese, guiñando un ojo—. No soy como otros.
—No, desde luego que no —ratifica Pinneberg.
—¿Qué tal su hijo? —pregunta Puttbreese—. ¿Qué será?
—Aún no puedo decírselo con exactitud, maestro —explica Pinneberg—. Aquí tiene el dinero.
—Seis marcos —confirma el maestro—. Todavía faltan cuarenta y dos. La joven señora estará bien…
—Sí —confirma Pinneberg.
—Habla como si se enorgulleciera de ello. Pero no tiene nada de qué envanecerse, eso no tiene nada que ver con usted.
—No me envanezco de nada —responde Pinneberg conciliador—. ¿Ha llegado correo?
—¿Correo? —pregunta el maestro—. ¿Para usted? ¿Quizá una oferta de empleo? Vino un hombre.
—¿Un hombre?
—Sí, joven, un hombre. Al menos creo que lo era. ¿Está tranquila la ciudad?
—¿Cómo que si está tranquila?
—La poli tiene otra vez jaleo con los comunistas. O con los nazis: han roto los escaparates en la ciudad. ¿No ha visto nada?
—No —contesta Pinneberg—. No he visto nada. ¿Qué quería el hombre?
—Ni idea. ¿Usted no es comunista?
—¿Yo? No.
—Qué raro. Si yo fuera usted, sería comunista.
—¿Es usted comunista, maestro?
—¿Yo? ¡Ni por asomo! Soy artesano, ¿cómo podría ser comunista?
—Ah, ya. ¿Y qué quería el hombre?
—¿Qué hombre? Olvide a ese tipo. Estuvo aquí charlando media hora. Le di su dirección.
—¿La de las afueras?
—Claro, joven. La de las afueras. La de dentro ya la conocía, por eso vino aquí.
—Pero habíamos acordado… —empieza a decir Pinneberg con tono severo.
—No hay problema, joven. La mujer estará de acuerdo. En su casita con jardín no hay escaleras, ¿verdad? Porque si no yo saldría alguna vez. Su mujer tiene buenos jamones…
—¡Que le den…! —replica Pinneberg con tono iracundo—. ¿Me dirá de una vez qué quería el hombre?
—Quítese ya el cuello, hombre —se burla el maestro—. Está completamente mugriento. Más de un año en paro y todavía anda por ahí con un vendaje de yeso. La verdad es que no hay modo de ayudar a los tipos como usted.
—¡Váyase a…! —grita Pinneberg, cerrando de un portazo por fuera la puerta del taller.
El maestro asoma su cabeza colorada.
—Venga, jovencito, y tómese un aguardiente conmigo. ¡La gente como usted me divierte cantidad!
Pinneberg camina despacio, ensimismado, enrabietado por haber permitido que el maestro le haya tomado el pelo otra vez. Así sucede en todas las ocasiones, siempre se propone cruzar solo unas palabras con él y siempre termina igual. Es un majadero que no aprende nada, cualquiera puede hacer con él lo que se le antoje.
Pinneberg se para delante de una tienda de modas, con un espejo grande precioso. Pinneberg se mira de cuerpo entero, no, ya no tiene buen aspecto. Los pantalones de color gris claro tienen muchas zonas negruzcas de impermeabilizar el tejado con alquitrán, el abrigo está muy raído y descolorido, los zapatos, llenos de parches; en realidad Puttbreese tiene razón, llevar cuello con semejante indumentaria es una bobada. Es un parado venido a menos, cualquiera se percataría a veinte pasos. Pinneberg se lleva la mano al cuello, se lo quita y lo guarda con la corbata en el bolsillo. Su aspecto no ha cambiado mucho, ya no puede deteriorarse más, Heilbutt no dirá nada, pero se quedará pasmado.
La policía pasa lanzada en su coche. Seguro que se habrá montado otra bronca con los comunistas o con los nazis, la verdad es que los camaradas tienen redaños. A él también Le gustaría volver a leer alguna vez un periódico, porque ya no sabe lo que pasa. Seguramente todo estará en perfecto orden en las tierras alemanas, aunque él no se entere de nada allí friera, en su casita.
No, no, si la situación se arregla, él lo notaría, de momento la oficina de empleo no tiene pinta de que pueda ahorrarse mucha gente.
Así uno puede continuar absorto en sus pensamientos, no es muy divertido, no es que ponga de buen humor a Pinneberg, pero ¿qué otra cosa puedes hacer en una ciudad que no te importa, salvo quedarte tranquilo en tu casita, con tus propios problemas? Tiendas en las que no se puede comprar nada, cines en los que no se puede entrar, cafés para gente solvente, museos para personas bien vestidas, viviendas para los demás, autoridades para maltratarte… Nooo, Pinneberg se queda tranquilo en su casita. Y sin embargo se alegra al subir la escalera de la oficina y vivienda de Heilbutt. Aunque ya son cerca de las seis, ojalá haya llegado a casa Corderita y no le haya pasado nada al crío…
Llama al timbre.
Abre una chica, una chica joven muy guapa con una blusa de seda cruda. Hace un mes no estaba allí.
—¿Qué desea?
—Ver al señor Heilbutt. Me llamo Pinneberg.
Y al darse cuenta de que la joven vacila, añade muy irritado:
—Soy amigo del señor Heilbutt.
—Adelante —dice la chica, franqueándole el paso—. ¿Le importa esperar un momento?
No le importa, y la joven desaparece por una puerta lacada en blanco con el rótulo «Oficina».
Es una entrada muy decorosa, revestida de arpillera roja y en lugar de desnudos, cuadros muy decentes, estampas, piensa Pinneberg, o xilografías, muy bonito, es inimaginable que año y medio antes ambos estuvieran en Mandel vendiendo trajes y fueran compañeros.
Pero ya llega Heilbutt.
—Buenas tardes, Pinneberg, me alegro de que te dejes ver por aquí. Pasa, pasa. Marie, por favor, llévenos el té a mi despacho —le ruega.
Pero no van a la oficina, porque desde la última visita resulta que Heilbutt, aparte de la chica joven, también ha conseguido un despacho, con armarios para libros, alfombras persas y un gigantesco escritorio, justo el despacho que Pinneberg ha deseado durante toda su vida y nunca tendrá.
—Siéntate —lo invita Heilbutt—. Ahí tienes cigarrillos. Sí, ya lo ves. He comprado algunos muebles. Era necesario. Yo, personalmente, no les concedo ningún valor, recordarás todavía la casa de la señora Witt…
—Pero esto es precioso —murmura Pinneberg, admirado—. Me parece fabuloso. Todos estos libros…
—Pues lo de los libros, ya sabes… —empieza a decir Heilbutt, pero cambia de opinión—. Bueno, ¿qué tal os las arregláis en la casa?
—Muy bien. Estamos muy satisfechos, Heilbutt. Mi mujer también ha encontrado trabajo, zurciendo y remendando, ya sabes. Ahora nos va mejor…
—¡Estupendo! —exclama Heilbutt—. Me alegro mucho. Déjelo todo ahí, Marie, ya me encargo yo. Gracias, no, nada más. Sírvete, Pinneberg, por favor. Toma estas pastas, dicen que son las más adecuadas para el té, no sé si te gustarán, yo no entiendo ni pizca de eso. Tampoco me interesa.
Y de repente:
—¿Hace mucho frío en la casa?
—No, qué va —contesta Pinneberg apresuradamente—. No mucho. La estufa pequeña calienta lo suyo. Y las habitaciones son pequeñas y casi siempre muy confortables. Por cierto, aquí tienes el alquiler, Heilbutt.
—Ah, el alquiler, muy bien. ¿Ya toca otra vez?
Heilbutt coge el billete y lo aprieta, pero no se lo guarda.
—¿Has alquitranado el tejado, verdad?
—Sí —contesta Pinneberg—. Y estuvo muy bien que me dieras dinero para hacerlo. Hasta que lo alquitrané no vi las grietas. Habría entrado mucha agua ahora, con las lluvias de otoño.
—¿Lo has impermeabilizado?
—A Dios gracias, sí, Heilbutt. Lo dejé completamente impermeable.
—Escucha, Pinneberg, he de decirte una cosa, porque he leído… ¿Tendréis la estufa encendida todo el día, eh?
—No —contesta Pinneberg vacilante, sin acabar de vislumbrar las intenciones de Heilbutt—. Calentamos un poco por la mañana y después por la tarde, para que se mantenga caldeado durante la noche. Todavía no hace mucho frío.
—¿Sabes cuánto cuestan ahora las briquetas en las afueras, donde vivís?
—La verdad, lo desconozco —responde Pinneberg—. Tras el último decreto de emergencia dicen que han bajado de precio. Quizá uno sesenta. ¿O será uno cincuenta y cinco? No lo sé con exactitud.
—Hace poco leí en una revista de construcción —comenta Heilbutt mientras juguetea con el billete— que en esas viviendas de fin de semana aparece el moho con mucha facilidad. Yo te recomendaría que calentases a fondo.