—Corderita —dice la señora Pinneberg—, ¡Corderita, si sabes dónde está, dímelo! —Hace una pausa—. Corderita, dímelo, por favor, ¿dónde está?
Corderita se gira y mira a su suegra.
—No lo sé. ¡De veras que no lo sé, mamá!
Se miran ambas.
—Bien —concluye la señora Pinneberg—. Te creo. Te creo, Corderita. ¿De verdad que solo estuvo aquí dos noches?
—Creo que solo fue una —precisa Corderita.
—Y ¿qué dijo de mí? Cuéntame, ¿despotricó mucho de mí?
—Nada. Ni una palabra —responde Corderita—. Conmigo no habló nada de ti.
—Ya —dice la suegra—. Ni una palabra —mira hacia delante—. Por cierto, vuestro hijo es muy guapo. ¿Ya habla?
—¿Con seis meses, mamá?
—¿No? ¿Todavía no hablan a esa edad? Se me ha olvidado todo, seguramente nunca lo supe bien. Pero…
La mujer hace una larga pausa, que se va alargando y alargando. Hay algo pavoroso en ella: ira, miedo, amenaza…
—¡Ahí! —exclama la señora Pinneberg señalando las maletas depositadas encima del armario—. Esas son las maletas de Jachmann. Las conozco. Son sus maletas. ¡Mentirosa, mentirosa rubia y de ojos azules, y yo que te había creído! ¿Dónde está? ¿Cuándo viene? ¡Tú, tú te lo has quedado para ti! Y ese imbécil de Hans, ¿está de acuerdo? ¿Dónde se ha metido?
—Mamá… —musita Corderita, consternada.
—Esas maletas son mías. Él ha contraído deudas conmigo, cientos, miles, las maletas me pertenecen. Si las tengo yo, volverá…
Arrastra una silla hasta el ropero.
—Mamá… —dice Corderita temerosa, e intenta impedírselo.
—¡Suéltame! ¡Suéltame ahora mismo! ¡Estas maletas son mías!
Se sube a la silla, tira del asa de la primera maleta, tiene delante el copete del armario.
—¡Dejó aquí las maletas! —grita Corderita.
La mujer no oye. Tira con fuerza. El copete del armario se rompe, la maleta se desploma. Pesa mucho, no puede sostenerla, cae, golpea la cuna, estrépito, el crío empieza a llorar.
—¡Deja eso inmediatamente! —grita Corderita con los ojos llameantes, mientras corre hacia el niño—. Te voy a echar…
—Son mis maletas —grita su suegra tirando de la segunda. Corderita, con el niño en brazos llorando, se controla, tiene que dar de mamar al crío dentro de media hora y no debe alterarse.
—Deja las maletas, mamá —le aconseja—. No te pertenecen, se quedarán aquí.
Y al niño, tarareando:
—Ea, ea, ea, pan de la aldea, sopitas con pan qué ricas están.
—Suelta las maletas, mamá —grita de nuevo.
—Ya verás lo que se va a alegrar ese cuando venga esta noche a vuestra casa.
Cae la segunda maleta.
—¡Ah, ya está aquí! —se gira hacia la puerta, que se abre.
Pero el recién llegado no es Jachmann, sino Pinneberg.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta en voz baja.
—Mamá pretende llevarse las maletas del señor Jachmann —le explica Corderita—. Afirma que son suyas, que el señor Jachmann le debe dinero.
—Eso que lo arregle mamá directamente con Jachmann, las maletas se quedan aquí —asegura Pinneberg. Y en esta ocasión Corderita admira el autocontrol de su marido.
—No faltaría más —dice la señora Pinneberg—, ya me figuraba que apoyarías a tu mujer. Los Pinneberg siempre han sido unos mentecatos. Debería darte vergüenza, menudo guiñapo…
—Chiquito —le ruega Corderita.
Pero no es necesario.
—Ya va siendo hora de que te vayas, mamá —dice Pinneberg—. No, suelta las maletas. ¿Crees que conseguirías bajarlas por la escalera en contra de mi voluntad? Eso es, un pasito más. ¿Quieres despedirte de mi mujer? Bah, no hace falta.
—¡Os echaré encima a la policía!
—Ten cuidado, mamá, estás en el umbral.
La puerta se cierra. Corderita oye alejarse el barullo, canta su nana.
—Ojalá no le haya afectado mi leche —se destapa el pecho, el crío sonríe y se relame.
Después —el niño ya está mamando— su chico regresa.
—Bueno, ya se ha ido. Siento curiosidad por saber sí nos denunciará a la policía. Cuenta, ¿qué ha pasado?
—Has estado magnífico, chiquito —reconoce Corderita—. Nunca te habría creído capaz. Te has controlado de maravilla.
Pero ahora que lo alaba con razón, se siente avergonzado.
—Bah, déjate de cuentos. ¿Qué ha pasado? ¡Cuéntalo ya!
Su mujer se lo cuenta.
—Es posible que estén buscando a Jachmann. Yo así lo creo. Pero si es cierto, mamá también está en el ajo. En ese caso no mandará a la policía. Aparte de que ya tendría que estar aquí.
Los Pinneberg se sientan y esperan. Tras darle de mamar, acuestan al bebé en su cuna y se queda dormido.
Pinneberg coloca de nuevo las maletas encima del armario, le pide al maestro cola de carpintero y pega el copete. Corderita prepara la cena.
No se presenta la policía.
U
n veintinueve de septiembre Pinneberg se encuentra detrás de su mostrador en los grandes almacenes Mandel. Es veintinueve de septiembre, al día siguiente será treinta y septiembre no tiene treinta y uno. Pinneberg hace cuentas, ahí plantado con expresión muy sombría, algo grisácea. De vez en cuando saca del bolsillo una nota en la que apunta su recaudación diaria, la mira y suma.
La verdad es que no hay mucho que sumar. El resultado siempre es el mismo: para cubrir su cupo Pinneberg tiene que vender entre ese día y el siguiente por valor de quinientos veintitrés marcos con cincuenta.
Es imposible, pero tiene que conseguirlo a toda costa, porque si no ¿adónde iría con Corderita y el crío? Es imposible, pero cuando los hechos parecen fijados sin remisión, uno espera un milagro. De nuevo es como antaño, en los tiempos antiquísimos del colegio: Heinemann, el cerdo, devuelve los exámenes de francés y el alumno Johannes Pinneberg reza debajo de su pupitre: «¡Querido Dios, haz que solo tenga tres faltas! » (aunque sabe a ciencia cierta que son siete).
El vendedor Johannes Pinneberg reza: ¡Ay, querido Dios, haz que venga alguien que compre un frac. Y una bata. Y un… un…
Se acerca su compañero Kessler.
—¿Qué, Pinneberg, cómo van sus ventas?
Pinneberg no levanta la vista.
—Bien, gracias. Estoy satisfecho.
—Aaah —dice Kessler, alargando mucho la palabra—. Aaah.
Pues me alegro. Porque ayer, cuando usted falló, Jänecke dijo que iba usted tan retrasado que pensaba despedirlo.
—Gracias, gracias —contesta Pinneberg—. Estoy satisfecho. Seguramente Jänecke solo pretendía estimularme un poco. Por cierto, ¿usted cómo va?
—Oh, por este mes he cumplido. Por eso le preguntaba. Quería ofrecerle algo.
Pinneberg guarda silencio. Odia a ese hombre, Kessler es un individuo rastrero, presuntuoso. Lo odia tanto que ni siquiera ahora es capaz de dirigirle la palabra, no quiere rogarle. Tras una larga pausa, dice:
—Bueno, en ese caso ha acabado usted bien.
—Pues sí, ya no tengo que deslomarme. No necesito vender nada más en estos dos días —informa Kessler orgulloso, mirando a Pinneberg con aire de superioridad.
Y tal vez Pinneberg habría acabado abriendo la boca para rogarle, pero en ese momento un hombre se acerca a ambos.
—¿Serían tan amables de enseñarme un batín? Algo muy abrigado, práctico. El precio no es importante. Pero tiene que ser de colores discretos.
El señor entrado en años mira a ambos vendedores, y Pinneberg cree que especialmente a él. Por eso contesta:
—Ahora mismo, sígam…
Pero su colega Kessler lo interrumpe:
—Si es usted tan amable de acompañarme, caballero… Tenemos excelentes batines de lanilla, con estampados discretos en tonos apagados. Venga…
Pinneberg los sigue con la mirada mientras piensa: así que Kessler ha cumplido, pero me quita los clientes. Habrían sido treinta marcos, Kessler…
El señor Jänecke pasa junto a Pinneberg.
—¿Otra vez ocioso? Todos venden menos usted. Tengo la impresión de que casi añora ir a sellar la cartilla del paro.
Pinneberg mira al señor Jänecke… En realidad debería hacerlo con ira, pero se siente tan indefenso, tan derrotado, que las lágrimas afloran a sus ojos y susurra:
—Señor Jänecke… Ay, señor Jänecke…
Y mira tú por dónde, el señor Jänecke, el malvado y feo señor Jänecke, capta la tristeza y el desamparo de la criatura.
Y dice para animarlo:
—Vamos. Pinneberg, no tire la toalla. Todo se arreglará. Al fin y al cabo, nosotros tampoco somos tan inhumanos, a veces también se puede hablar con nosotros. Una racha de mala suerte la tiene cualquiera.
Jänecke se aparta apresuradamente, porque en ese momento llega un caballero que parece un vendedor, un caballero de rostro expresivo y muy marcado. No, ese hombre no puede ser un vendedor, viste traje a medida. Ese no comprará nada de confección.
El hombre, sin embargo, se dirige directamente a Pinneberg. Este cavila de qué conoce al hombre, porque lo conoce, solo que antes tenía un aspecto completamente distinto, y el recién llegado le dice a Pinneberg, tocándose el ala del sombrero:
—¡Le saludo, señor mío! ¡Le saludo! ¿Me permite preguntarle si posee usted cierta dosis de imaginación?
Ese hombre tiene una forma de hablar impresionante, acentúa la «R», además tampoco baja la voz, parece darle igual que otros puedan escuchar.
—Tejidos de fantasía —responde Pinneberg sofocado—. Segunda planta.
El hombre ríe, ríe con un ja-ja-ja muy acentuado, ríe todo su semblante, toda su persona, y después enmudece, de golpe es solamente expresivo y sonoro.
—No me refiero a eso —rectifica el hombre—. Le pregunto si tiene usted imaginación. Si, por ejemplo, mira ese armario con los pantalones, ¿puede imaginarse que se posa encima un jilguero y canta?
—Difícilmente —contesta Pinneberg con una leve sonrisa mientras prosigue sus cavilaciones: ¿de qué conoces a este perro loco? ¡Solo es un farolero!
—Difícilmente —repite el hombre—. Eso es malo. Bien, sin duda en su ramo mantiene usted poca relación con pájaros, ¿no? —Vuelve a soltar su estruendoso ja-ja-ja.
Y Pinneberg sonríe con él, aunque ahora experimenta cierto temor. Los vendedores no pueden dejar que les tomen el pelo, deben ser suaves pero enérgicos a la hora de librarse de los borrachos como ese. Porque el señor Jänecke continúa detrás de los abrigos.
—¿En qué puedo servirle? —pregunta Pinneberg.
—¡Servirle! —exclama el otro, despectivo—. ¡Servirle! ¡Nadie es sirviente de nadie! Pero… otra cosa. Imagínese que se le acerca un joven, digamos que de la Ackerstrasse, sobrado de pasta y que desea transfigurarse en esta casa, convertirse en un hombre nuevo de la cabeza a los pies, ¿puede usted decirme qué prendas escogería ese joven?
—Claro que sí —responde Pinneberg—. Nos suele suceder a veces.
—Ya lo ve —dice el hombre—. ¡No hay que perder la esperanza jamás! Así que tiene usted imaginación. ¿Qué telas escogería ese chico de la Ackerstrasse?
—Lo más claras posible, llamativas —asegura Pinneberg—. De cuadros grandes. Pantalones muy anchos. Chaquetas muy entalladas. Tendría que enseñárselo…
—Excelente —alaba el otro—. Realmente excelente. Pero tiene que enseñármelo ahora. A ese joven de la Ackerstrasse le sobra el dinero y quiere convertirse en un hombre completamente nuevo.
—Sígame… —Le ruega Pinneberg.
—Un momento —dice el otro levantando la mano—. Para que se haga una idea. Observe, así se le acercaría el joven de la Ackerstrasse…
El hombre parece completamente transformado. Exhibe un rostro descarado, depravado. Y al mismo tiempo cobarde, medroso, con los hombros encogidos, el cuello acortado… ¿No se olerá la porra de goma de un policía en las cercanías?
—Y ahora, cuando se ha puesto un buen traje…
Súbitamente su rostro se transfigura. Sí, todavía es descarado y desvergonzado, pero la flor se vuelve hacia la luz, el sol ha salido, un sol radiante. Uno también puede ser simpático, puede permitirse ese lujo, no importa.
—¡Usted es… usted es el señor Schlüter! —exclama Pinneberg, atónito—. ¡Lo he visto en el cine! ¡Dios santo, mira que no haberme dado cuenta en el acto!
El actor está henchido de satisfacción.
—¡Ajajá! ¿Y en qué película me ha visto?
—¿Cómo se titulaba? Usted hacía de cajero de banco y su mujer pensaba que usted cometía un desfalco para ella, cuando en realidad el dinero se lo daba el meritorio, que era amigo suyo…
—Ya conozco la trama —dice el actor—. ¿Así que le gustó? Estupendo. Y ¿qué es lo que más le gustó de mí?
—Pues, bueno, tantas cosas… Pero quizá lo mejor fue, ya sabe, cuando usted regresa a la mesa. Usted ha ido al servicio…
El actor asiente.
—Y entretanto el meritorio le ha contado a su mujer que usted no ha hecho ningún desfalco y ellos se ríen de usted. De repente usted se convierte en un hombre insignificante y anónimo y se desinfla, fue terrible.
—Así que eso fue lo más bonito. ¿Puede decirme por qué? —prosigue, insaciable, el actor.
—Porque… ay, sabe usted, me sentí, por favor, no se ría, fue igual que nosotros. A nosotros, la gente corriente, ahora no nos va muy bien, ¿entiende?, y a veces es como si la vida entera nos mirase con burla, ¿comprende?, y te vuelves tan insignificante…
—La voz del pueblo —murmura el actor—. Pero de cualquier modo es un enorme honor para mí, señor… ¿Cómo se llama?
—Pinneberg.
—La voz del pueblo, Pinneberg. Muy bien, hombre, y ahora pasemos a las cosas serias de la vida y escojamos el traje. Lo que me han enseñado los de vestuario es una birria. Veamos a continuación…
Y ven. Rebuscan prendas durante media hora, una hora. Se apilan formando montañas, Pinneberg nunca se ha sentido tan feliz de ser vendedor.
—Muy bien, hombre —masculla entre dientes de vez en cuando el actor Schlüter.
No se impacienta al probarse. El decimoquinto pantalón que se prueba no le basta y espera, impaciente, el decimosexto.
—Muy bien, Pinneberg —masculla entre dientes.
Al final terminan, tras probarse todo lo que podía gustar al joven de la Ackerstrasse. Pinneberg se siente feliz, espera que el señor Schlüter quizá se lleve algo más que un buen traje, incluso el abrigo marrón rojizo de cuadros lilas. Pinneberg pregunta con el alma en vilo:
—Y ¿qué debo anotar ahora, señor Schlüter?
El actor enarca las cejas.