Cristián Ildefonso Laus Deo María Ximénez De Andrada y Belvís de los Gazules es el marqués de Sotoancho que nació en la imaginación de Alfonso Ussía hace treinta años. Este libro es el diario completo del marqués con ilustraciones en acuarela de Baca. Alfonso Ussía explica además en esta obra su creación del personaje y los límites entre la ficción y la realidad.
Alfonso Ussía
La albariza de los juncos
Memorias del marqués de Sotoancho - 1
ePUB v1.1
Mezki15.06.12
Título original:
La albariza de los juncos
Alfonso Ussía, mayo-1999.
Ilustraciones: Barca
Diseño/retoque portada: Barca
Editor original: Mezki
ePub base v2.0
Al llegar destinado como catedrático de Derecho Penal, a la Universidad de Granada, en cuya ciudad corrió durante diecisiete años una gran parte de mi vida académica y profesional, tuve ocasión de conocer al prototipo de Marqués de Sotoancho, en la estación ferroviaria de Bobadilla. Había llegado yo a esta pequeña población a fin de entrevistarme con un cliente, en nombre de quien tenía que informar al día siguiente en el Tribunal Supremo, a cuyo efecto debería tomar el tren que desde allí me conduciría a Madrid esa misma noche. Estando reunidos en el bar de la estación mi cliente y yo, apareció el expreso y, como es lógico, a mí me entró cierta prisa para no quedarme sin posibilidad de subir al coche-cama y reanudar el viaje. Cuando le comuniqué a don Federico, que así se llamaba mi cliente, mi inquietud, me dijo sin pestañear: «No se preocupe; que espere.» Naturalmente la espera se refería al tren, porque estimaba que lo importante en ese momento era que acabásemos de tomar la media botella de vino fino y las tapas que nos habían servido para entretener nuestra conversación. A mí me dejó atónito la seguridad y el desparpajo con que aquel hombre me comunicó su decisión de que el tren esperase. «No se preocupe —insistió-, que no va a salir dejándole a usted aquí en la estación.»
La seguridad de mi cliente estaba en que el funcionario que habría de tocar la campana para anunciar la salida, no lo haría de ninguna manera mientras él no se lo ordenase. Pensé, en ese mismo momento, en la posibilidad de permanecer mucho tiempo, y así lo hice, en una tierra que permitiría tan excepcionales manifestaciones de poderío local, a la par que nos comunicaba un evidente sentido de la laboriosidad, del buen cultivo de sus campos, de la entrega de sus gentes al trabajo y de la alternancia de tantos tópicos como yo traía en la cabeza, desde mis austeras tierras castellanas. Mi cliente y amigo me encontraría uno o dos días más tarde en Madrid, después de celebrada la vista de su asunto en el Tribunal Supremo, con objeto de que nos acercásemos a algunas personas influyentes a quienes venía recomendado por muchos conductos. Pero como le aburría soberanamente exponer los problemas jurídicos que le acuciaban, cuando llegaba el momento de comunicarse con su supuesto influyente interlocutor, reducía el relato a la siguiente manifestación: «¡Y para qué cansarle! Ya le habrá expresado mi amigo, el recomendante, de qué se trata; y para qué voy a seguir, porque patatín y porque patatán», renunciando al resto de la exposición que tan cuidadosamente habíamos preparado, porque a él le aburría muchísimo una situación como la que acabo de referir, en la que ni era el principal protagonista, ni dominaba la situación como podía hacerlo en la estación de ferrocarril.
No pasó mucho tiempo desde aquel sucedido hasta mi decidida incorporación a la sociedad granadina, que me dispensó nada menos que el honor de nombrarme presidente de lo que podríamos considerar como el más significativo centro de influencia social de la ciudad: La peña de Los Monteros. Aquí se reunían otros muchos personajes como el descrito, alternando con profesionales e industriales de prestigio, todos ellos unidos por una afición común a la caza mayor y a otros menesteres cinegéticos. Lo increíble es que a mí se me nombrara presidente de la entidad sin ser granadino, sin ser andaluz y sin haber visto en mi vida un venado más que en fotografía o en alguna reproducción artística de tan bello animal. Eso me hizo pensar que en esta tierra se podía coordinar perfectamente el ejercicio de Marqués de Sotoancho y la formación de una fina sensibilidad para el escepticismo con el que estos ciudadanos mostraban su sentido de la convivencia.
Poco después, en mis frecuentes visitas a Madrid, normalmente por razones de mi ejercicio profesional como abogado, conocí a Alfonso Ussía, iniciándose unos vínculos de amistad que han perdurado sin ningún tipo de reserva hasta el día en que escribo estas líneas, y que espero continuarán con las mismas condiciones de admiración, sinceridad y entusiasmo. El encuentro se produjo en el despacho del director de la revista
Sábado Gráfico
, Eugenio Suárez, despacho que tanto tenía de rebotica cultural como de mentidero a diversos niveles, en torno a un perchero donde Eugenio colgaba sombreros de las más variadas características, desde el tirolés al castoreño o al casco de bombero, y a una especie de gran pecera en donde crecía desmesuradamente un cocodrilo —el cocodrilo Leopoldo— que le habían regalado al director y cuyos gruñidos nos alentaban para continuar nuestra tertulia bajo su patrocinio. En aquella rebotica de
Sábado Gráfico
, el primer magazine con tímidos destapes que apareció en España y que auguraba lo que poco tiempo después sería el mayor éxito de los medios de comunicación destinados a difundir las noticias más chocantes y atractivas de la vida social española, en aquel lugar, digo, nos juntábamos personajes de tanto fuste como Antonio Gala, a quien se editaría por la revista un libro primoroso, recopilador de sus artículos en la misma; don José Bergamín, asombro de jóvenes entusiastas de su personalidad y de su impagable producción literaria; Néstor Lujan, el gastrónomo animador de una literatura culinaria llena de encanto, y ese joven enormemente atractivo desde entonces, que se llamaba Alfonso Ussía y Muñoz-Seca, quien escribe estas líneas, y otros merodeadores del noble empeño de conocer de cerca a tales personajes insignes (salvando al que suscribe) y de tener información al día de lo que sucedía en nuestra sociedad.
En aquella tertulia siempre destacó el increíble humor satírico de Alfonso. En aquella tertulia ya se vislumbraba lo que habría de ser el Marqués de Sotoancho porque, en el fondo, él ejercía un poco como tal y tenía, en lo más íntimo de su pensamiento, el propósito de perfilar extensa e intensamente tan peculiar personaje. Si antes yo había conocido en la estación de Bobadilla a un marqués ejerciente, ahora iba a forjar una entrañable amistad con quien le daría vida con su propio ejemplo, como se pondría de manifiesto en los artículos que se recopilan en este libro.
Hace unos años, se nos ocurrió a Alfonso y a mí, con la participación de otros amigos íntimos, crear, en el Hotel Formentor y aprovechando nuestras frecuentes visitas a aquel paraíso isleño, un premio cuyo lema sería «Humor y Tolerancia».
Se formó un jurado importante, culturalmente hablando, y se concedió a varias personas de indudable relevancia en ese oficio, es decir, como personas tolerantes y con un especial sentido del humor, aunque fuesen personalidades de muy distinta catalogación. Concedimos ese premio que resultó ser muy bien acogido en los medios literarios españoles, entre otros, a Antonio Mingote, figura excelsa e indiscutible en la dirección humana enunciada por el lema del premio; a Antonio Gala, exquisito en su creación, en su comportamiento siempre atento a las manifestaciones más destacadas de aquella constante; al maestro Camilo José Cela, que todavía no era Premio Nobel, aunque para nosotros ostentase tal dignidad sin discusión alguna, y autor de la idea de que el importe del premio se ofreciese al elegido de cada año en pesetas «rubias», transportadas en la famosa carretilla; al irrepetible Luis García Berlanga, cuya trayectoria al servicio de la creación cinematográfica resultaba paradigmática como testimonio de humor y tolerancia; al no hace mucho tiempo fallecido Joaquín Calvo Sotelo, adornado de cualidades en la misma línea a que vengo aludiendo, y a otros personajes cuya enumeración prolongaría demasiado estas líneas, entre los que sí quiero destacar a Plácido Domingo, que fue el último de los premiados, porque después de esta edición del premio, por razones que resultaría complejo y arduo exponer, se decidió, fundamentalmente por la dirección de la sociedad propietaria del hotel, no continuarlo y allí terminó nuestro ensayo que resultó muy positivo y que nos produjo días de gran felicidad.
Plácido Domingo, como tenía que regresar la misma noche en que se le otorgó el premio a Salzburgo y el aeropuerto no se abría hasta primeras horas de la mañana siguiente, se quedó entre nosotros prácticamente hasta la madrugada y nos asombró en una tertulia donde Alfonso acabó cantando zortzikos, Domingo escribiendo las letras y tomando nota de alguna de las partituras más destacadas y todos coincidimos en que la única forma auténticamente cordial de convivencia es la que se desarrolla bajo los auspicios del humorismo sano, constructivo, fecundo y de primera calidad. Me sabe mal, como dicen los mallorquines, que otro maestro de nuestra literatura rechazase el premio, por no entender que nuestro propósito carecía de cualquier motivación distinta a la referida y creyese que tratábamos de conseguir cierta propaganda en la invocación de su nombre que, por eso mismo, omito.
Muchas más situaciones de nuestra convivencia podría narrar, pero comprendo que prolongaría en demasía este prólogo, que sólo pretende testimoniarle a Alfonso mi amistad y mi admiración y, desde otro punto de vista, enunciar los valores de esta obra, que considero muy importantes.
Quien en lo sucesivo se proponga realizar una exposición crítica de la aportación de Alfonso Ussía a la literatura española, tendrá que detenerse en estas
Memorias
con especial atención, en cuanto expresión ejemplar de la constante andaluza de su autor, a quien enaltece, de manera deliberada y casi antropológica, la estirpe de su abuelo materno, don Pedro Muñoz-Seca, perpetuada entrañablemente por la recreación espontánea de su madre, criatura imprescindible para comprender, en toda su compleja dimensión, el humanismo refinadamente culto y medido de este excepcional representante de nuestra mejor creación satírica.
Y puestos en el código genético, que es el mayor milagro del humanismo contemporáneo, aconsejo a las crónicas venideras que completen sus pesquisas indagando en cuánta medida aquella deliciosa influencia de las marismas adquirió templanza y seca gallardía mediante el entrecruzamiento vasco de los Gaitanes. Contando con ambas coordenadas, se comprenderá que a la aparente frivolidad definidora de la sátira se una siempre, en la producción del autor, un sentimiento indomable de definir determinados mínimos de la ética y de la política sin ningún sobresalto y conservando toda la frescura del mejor humor, al estilo de quienes para Alfonso han constituido ejemplos intocables de hidalguía y de tolerancia controlada.
El lector de estas
Memorias
va a descubrir la calidad narrativa y el agudo sentido crítico de su autor, tanto en la descripción de los protagonistas centrales o episódicos, como en la de su entorno natural y geográfico.
Refiriéndose a la Dehesa, por ejemplo, en el capítulo dedicado a «La Montería», encontramos el siguiente relato magistral: «Todo el norte de la La Jaralera es sierra cerrada. Deriva en una dehesa de encinas viejas, como nuestras raíces. A los cuarteles serranos de casa los llamamos en conjunto La Manchona, aunque ésta se divida a su vez en La Solana del Cardenal —un recuerdo del cardenal Segura-, la Umbría del General —en memoria del general Queipo de Llano-, La Lentisquera, La Peña del Trabuco y La Praerilla. En total, más de tres mil hectáreas que sólo sirven para cazar.» Las alusiones al feudo se repiten con frecuencia, destacando las consignadas en «Los Mandarines», especie de patos oriundos de China y de Japón, o en la descripción de «El Acebuchal» y en las bellas nostalgias recogidas en «Recuperando Ayeres», por no citar más que algunas muestras.